(41 y 161)
El norteamericano más célebre llega a Francia en misión desesperada. Benjamín Franklin viene a pedir auxilio contra las tropas coloniales inglesas, que han ocupado Filadelfia y otros reductos patriotas. Usando todo el peso de su prestigio personal, el embajador se propone encender glorias y rencores en el corazón de los franceses.
No hay en el mundo rey ni plebeyo que no conozca a Franklin, desde que echó a volar una cometa y descubrió que los fuegos y los truenos del cielo no expresan la ira de Dios sino la electricidad de la atmósfera. Sus hallazgos científicos provienen de la vida cotidiana. Lo más complicado está en lo más humilde: la aurora y sus dibujos jamás repetidos, el aceite que se arroja al agua y alisa las olas, la mosca ahogada en vino que revive al sol. Observando que el sudor mantiene el cuerpo fresco en días de calor agobiante, Franklin imaginó un sistema de producción de frío por evaporación. También inventó y fabricó estufas y relojes y un instrumento de música, la armónica de cristal, que ha inspirado a Mozart; y como le aburría andar cambiando de anteojos para leer o mirar lejos, cortó los cristales y los unió dentro de un mismo aro y así dio nacimiento a los lentes bifocales.
Pero Franklin se hizo popularísimo cuando advirtió que la electricidad busca las puntas afiladas y derrotó a los rayos colocando una varilla de hierro puntiagudo en lo alto de una torre. Por ser Franklin el vocero de los rebeldes de América, el rey de Inglaterra ha mandado que los pararrayos británicos terminen en punta redonda.
De los dieciséis hermanos de Benjamín Franklin, Jane es la que más se le parece en talento y fuerza de voluntad.
Pero a la edad en que Benjamín se marchó de casa para abrirse camino, Jane se casó con un talabartero pobre, que la aceptó sin dote, y diez meses después dio a luz su primer hijo. Desde entonces, durante un cuarto de siglo, Jane tuvo un hijo cada dos años. Algunos niños murieron, y cada muerte le abrió un tajo en el pecho. Los que vivieron exigieron comida, abrigo, instrucción y consuelo. Jane pasó noches en vela acunando a los que lloraban, lavó montañas de ropa, bañó montoneras de niños, corrió del mercado a la cocina, fregó torres de platos, enseñó abecedarios y oficios, trabajó codo a codo con su marido en el taller y atendió a los huéspedes cuyo alquiler ayudaba a llenar la olla. Jane fue esposa devota y viuda ejemplar; y cuando ya estuvieron crecidos los hijos, se hizo cargo de sus propios padres achacosos y de sus hijas solteronas y de sus nietos sin amparo.
Jane jamás conoció el placer de dejarse flotar en un lago, llevada a la deriva por un hilo de cometa, como suele hacer Benjamín a pesar de sus años. Jane nunca tuvo tiempo de pensar, ni se permitió dudar. Benjamín sigue siendo un amante fervoroso, pero Jane ignora que el sexo puede producir algo más que hijos.
Benjamín, fundador de una nación de inventores, es un gran hombre de todos los tiempos. Jane es una mujer de su tiempo, igual a casi todas las mujeres de todos los tiempos, que ha cumplido su deber en esta tierra y ha expiado su parte de culpa en la maldición bíblica. Ella ha hecho lo posible por no volverse loca y ha buscado, en vano, un poco de silencio.
Su caso carecerá de interés para los historiadores.
(313)
El primero de los soldados es también el más prestigioso de los granjeros, el más veloz de los jinetes, el cazador más certero. A nadie da la mano, ni permite que nadie lo mire a los ojos. Nadie lo llama George. De su boca jamás escapa un elogio, pero tampoco una queja; y siempre da ejemplo de temple y bravura por mucho que lo hagan sufrir sus úlceras y caries y fiebres.
Con la ayuda de hombres y armas de Francia, el ejército de George Washington arranca de manos británicas la ciudad de Filadelfia. La guerra por la independencia de los Estados Unidos, casacas negras contra casacas rojas, se está haciendo larga y penosa.
(224 y 305)
Uno de los jesuitas expulsados de América, Francisco Javier Clavijero, escribe en Italia su «Historia antigua de México». En cuatro volúmenes, el sacerdote cuenta
la vida de un pueblo de héroes
, acto de toma de conciencia, conciencia nacional, conciencia histórica, de los criollos que empiezan a llamar México a la Nueva España y ya pronuncian con orgullo la palabra
patria
. La obra asume la defensa de América, tan atacada en estos años desde París, Berlín o Edimburgo:
Si América no tenía trigo, tampoco Europa tenía maíz… Si América no tenía granadas o limones, ahora los tiene; pero Europa no ha tenido, ni tiene ni puede tener chirimoyas, aguacates, plátanos, chicozapotes…
Con inocencia y pasión arremete Clavijero contra los enciclopedistas que describen al Nuevo Mundo como un emporio de abyecciones. El conde de Buffon afirma que en América el cielo es avaro y está la tierra podrida por las lluvias; que lo leones son calvos, pequeños y cobardes y el tapir un elefante de bolsillo; que allá se vuelven enanos los caballos, los cerdos y los perros y que los indios, fríos como serpientes, no tienen alma ni ardor ante la hembra. También Voltaire habla de leones y hombres lampiños, y el barón de Montesquieu explica que los pueblos viles nacen en las tierras calientes. El abate Guillaume Raynal se indigna porque en América las cordilleras van de norte a sur en vez de correr de este a oeste, como es debido, y su colega prusiano Corneille de Pauw retrata al indio americano cual bestia degenerada y floja. Según De Pauw, el clima de allá deja a los animales sin rabo y enclenques; las mujeres son tan feas que se confunden con los varones y no tiene sabor el azúcar ni olor el café.
(73 y 134)
Han pasado dos siglos desde que el sable del verdugo partió el cuello de Túpac Amaru, el último de los Incas, en la Plaza Mayor del Cuzco. Se realiza ahora el mito que en aquel entonces nació de su muerte. La profecía se cumple: la cabeza se junta con el cuerpo y Túpac Amaru, renacido, ataca.
José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, entra en el pueblo de Sangarara, al son de grandes caracoles marinos,
para cortar el mal gobierno de tanto ladrón zángano que nos roba la miel de nuestros panales
. Tras su caballo blanco, crece un ejército de desesperados.
Pelean con hondas, palos y cuchillos estos soldados desnudos. Son, la mayoría, indios
que rinden la vida en vómito de sangre
en los socavones de Potosí o se extenúan en obrajes y haciendas.
Truenos de tambores, nubes de banderas, cincuenta mil hombres coronando las sierras: avanza y arrasa Túpac Amaru, libertador de indios y negros, castigador de
quienes nos han puesto en este estado de morir tan deplorable
. Los mensajeros galopan sublevando poblaciones desde el valle del Cuzco hasta las costas de Arica y las fronteras del Tucumán,
porque quienes caigan en esta guerra tienen seguridad de que renacerán después.
Muchos mestizos se suman al levantamiento. También unos cuantos criollos, europeos de sangre pero americanos de nacimiento.
(183 y 344)
Antonio Oblitas, esclavo del corregidor Arriaga, izó una soga fuerte, soga de horca, soga de mulas, en la plaza de este pueblo de Tungasuca, y el viento hamacó durante toda la semana el cuerpo de Arriaga, mandón de indios, dueño de negros, dueño de Antonio.
Esta mano que pinta es la mano que ahorcó. Antonio Oblitas está pintando el retrato del hombre que ha ordenado la libertad de todos los esclavos del Perú. A falta de bastidor, yace el tablón contra unas bolsas de maíz. Sobre la áspera madera van y vienen, creando color, los pinceles de Antonio, verdugo de su amo, nunca más esclavo. Túpac Amaru posa a caballo, al aire libre. No lleva puesta su habitual chaqueta de terciopelo negro ni su sombrero de tres vientos. El heredero de los Incas luce vestiduras de hijo del sol, insignias de rey: lleva en la cabeza, como sus antepasados, el casco de plumas y la triple corona y la borla colgante, el sol de oro sobre el pecho y en un puño, mandando, el cetro erizado de púas. En torno del inmóvil jinete, van asomando escenas de la reciente victoria contra las tropas coloniales. De la mano de Antonio brotan soldaditos y humaredas, indios en guerra, las llamas devorando la iglesia de Sangarara y los presos huyendo de la cárcel.
Nace el cuadro entre dos batallas, durante la vela de armas. Hace mucho que posan Túpac y su caballo. Tan de piedra están que Antonio se pregunta si respiran. Colores vivos van cubriendo el tablón, muy lentamente. Se deja estar el pintor en este largo instante de tregua. Así el artista y su modelo se escapan del tiempo, mientras dura el retrato, para que no haya derrota que llegue ni muerte que pueda.
(137, 183 y 344)
que navega sobre tierras de América, una galera que jamás deja de navegar, noche y día impulsada por los indios que reman hacia un puerto que jamás alcanzarán: hacia la costa que se aleja reman y reman los indios; y el azote los despierta cuando el sueño los vence.
Hombres, mujeres, niños y viejos hilan, tejen y labran algodón y lana en los obrajes. Las leyes prometen horarios y salarios, pero los indios arrojados a esos grandes galpones o cárceles sólo salen de allí cuando les llega la hora del entierro.
Por el sur del Cuzco anda Túpac Amaru liberando indios atados a los telares. Los vientos de la gran rebelión quitan el sueño a los virreyes en Lima, Buenos Aires y Bogotá.
(170 y 320)
…nos hicieran trabajar
del modo que ellos trabajan
y cuanto ahora los rebajan
nos hicieran rebajar.
Nadie pudiera esperar casa,
hacienda ni esplendores,
ninguno alcanzara honores
y todos fueran plebeyos:
fuéramos los indios de ellos
y ellos fueran los señores.
(183)
Tiembla de ira el arzobispo de Bogotá y gime el cuero del sillón. Las manos, manos de confitería, ornadas de rubíes y esmeraldas, estrujan la falda morada. Su ilustrísima, don Antonio Caballero y Góngora, maldice con la boca llena, aunque no está comiendo, por ser su lengua gorda como él.
Indignantes noticias han llegado desde la villa del Socorro. Los comuneros, gentes del común, se han alzado contra los nuevos impuestos, y han nombrado capitanes a los criollos ricos. A ricos y a pobres ofenden los impuestos, que todo castigan, desde las velas de sebo hasta la miel, y ni al viento perdonan: se llama
alcabala del viento
el impuesto que paga el mercader transeúnte.
En el Socorro, villa de rocas, ha estallado la rebelión que el virrey, en Bogotá, veía venir. Fue en día de mercado, en plena plaza. Una plebeya, Manuela Beltrán, arrancó el edicto de las puertas del Cabildo, lo rompió en pedazos y lo pisoteó; y el pueblo se lanzó al asalto de los almacenes y quemó la cárcel. Ahora miles de comuneros, armados de palos y azadas, vienen batiendo tambores hacia Bogotá. Las armas españolas han caído en la primera batalla.
El arzobispo, que manda más que el virrey, decide salir al encuentro de los sublevados. Él marchará, para engañarlos con promesas, a la cabeza de la embajada de la corte. Lo mira con pánico la mula.
(13 y 185)
Gritando el nombre de Túpac Amaru, mil quinientos indios vienen galopando desde los llanos del oriente de los Andes. Quieren ganar la cordillera y sumarse a la marea de los comuneros que marchan sobre Bogotá. El gobernador de los llanos huye y salva el pescuezo.
Estos rebeldes son indios de las sabanas de los ríos que van a dar al Orinoco. En las playas del Orinoco, donde ponen sus huevos las tortugas, tenían por costumbre celebrar mercados. Allí acudían, desde tiempos remotos, otros indios de la Guayana y de la Amazonia. Intercambiaban sal, oro, ollas de barro, cestas, redes, pescado seco, aceite de tortuga, veneno para flechas y tintura roja para proteger de los mosquitos el cuerpo desnudo. Las conchas de caracol eran la moneda corriente, hasta que llegaron los europeos ansiosos de esclavos y ofrecieron hachas, tijeras, espejos y aguardiente a cambio de hombres. Entonces los indios empezaron a esclavizarse unos a otros, y a vender a sus hermanos, y cada perseguidor fue también un fugitivo; y muchos murieron de sarampión o de viruela.
(121 y 185)
En el pueblo de Zipaquirá se firma el tratado de paz, que el arzobispo redacta, jura sobre los evangelios y consagra con misa mayor.
El acuerdo da la razón a los rebeldes. Pronto este papel será ceniza, y bien lo saben los capitanes comuneros; pero también ellos, criollos ricos, necesitan despejar cuanto antes la tormenta asombrosa,
sumo desarreglo de las gentes plebeyas
, que crece oscureciendo los cielos de Bogotá y está amenazando a los americanos de fortuna tanto como a la corona española.
Uno de los capitanes rebeldes se niega a entrar en la trampa. José Antonio Galán, que había hecho sus primeras armas en el batallón de pardos de Cartagena, continúa la pelea. Marcha de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda, liberando esclavos, aboliendo tributos y repartiendo tierras.
Unión de los oprimidos contra los opresores
, proclama su estandarte. Amigos y enemigos le llaman el
Túpac Amaru de aquí
.
(13 y 185)
Acallen los tambores
y vosotros, sedme atentos,
que éste es el fiel romance
que dicen los comuneros:
Tira la cabra pal monte
y el monte tira pal cielo;
el cielo no sé pa dónde
ni hay quien lo sepa ahora mesmo.
El rico le tira al pobre.
Al indio, que vale menos,
ricos y pobres le tiran
a partirlo medio a medio…