Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
De pronto noté que me desvanecía. Vi la luz del cielo durante unos instantes, al menos eso creo. Lo vi a Él de pie junto a la balaustrada. Percibí el terrible hedor que ha brotado en numerosas ocasiones de la tierra, de los campos de batalla, de los suelos del infierno.
David se arrodilló junto a mí y me sostuvo por los brazos.
—Mírame, no se te ocurra perder el conocimiento —dijo—. Quiero que salgamos ahora mismo de aquí. ¿Comprendes? Regresaremos a casa. Luego quiero que me cuentes de nuevo toda la historia, que me la dictes, palabra por palabra.
—¿Para qué?
—Hallaremos la verdad en las palabras, lo descubriremos todo si repasamos los pormenores de la historia. Averiguaremos si Dios te utilizó o si lo hizo Memnoch. Si Memnoch te mintió o si Dios...
—Estás hecho un lío, ¿no es cierto? No quiero que escribas la historia. Si lo haces sólo existirá una visión, una versión. Existen ya muchas versiones sobre lo que ha dicho Dora, sobre los visitantes nocturnos, sus benévolos demonios, que le entregaron el velo. ¡No te das cuenta de que se han llevado mi ropa! ¿Y si hubiera unos fragmentos de mi piel adheridos a ella?
—Anda, coge los libros. Te ayudaré a transportarlos. Aquí hay tres sacos, pero sólo necesitamos dos. Mete unos cuantos libros en un saco y yo cargaré con el otro.
Obedecí las órdenes de David.
Metimos rápidamente los libros en los sacos. Estábamos listos para marcharnos.
—¿Por qué no enviaste los libros junto con los otros objetos a Nueva Orleans?
—Dora quería que los conservaras tú —contestó David—. Ya te lo he dicho. Quería que fueran a parar a tus manos. Dora te lo ha cedido todo. Ha cortado todos los vínculos con su vida anterior. Ha fundado un movimiento que atrae a los fundamentalistas y a los fanáticos de todo el mundo, a los cristianos cósmicos y a los cristianos de Oriente y Occidente.
—Debo tratar de hablar de nuevo con ella.
—No. Es imposible. Vamos. Ponte este abrigo, hace frío.
—¿Vas a ocuparte siempre de mí? —pregunté.
—Quizá.
—¿Y si voy a ver a Dora y de paso quemo el velo? Podría hacerlo. Podría hacer que estallara en mil pedazos. Bastaría con que utilizara mis poderes mentales.
—¿Por qué no lo haces?
—Yo... yo... —balbucí, estremeciéndome.
—Adelante. Ni siquiera tendrías que entrar en la iglesia. Podrías quemar el velo con tus poderes telequinésicos. Aunque sería interesante que no lo consiguieras, ¿verdad? Pero supongamos que consigues prenderle fuego y hacer que las llamas lo devoren como si fuera un tronco en una chimenea. ¿Y luego qué?
Rompí a llorar.
No podía hacerlo. Era incapaz. No estaba seguro de nada. ¿Y si Dios me había engañado, y si aquello formaba parte de un plan divino que afectara a toda la humanidad?
—¡Lestat! —dijo David, observándome con ojos fríos y severos—. Escucha, presta atención. No vuelvas a acercarte a ellos. No les hagas más favores ni más milagros. No puedes hacer nada. Deja que Dora cuente la historia del ángel mensajero a su modo. Ya ha entrado a formar parte de los anales de la historia.
—Quiero hablar una vez más con los periodistas.
—¡No!
—Esta vez me portaré bien, te lo prometo. No asustaré a nadie, te lo juro, David...
—Más adelante, Lestat, si todavía deseas... más adelante... —David se inclinó y me acarició el cabello—. Anda, salgamos de aquí.
El convento estaba helado. Sus gruesos muros de piedra, desnudos de cualquier sistema de aislamiento, mantenían el frío. Hacía más frío dentro del edificio que en la calle, al igual que durante mi primera visita. ¿Por qué me lo había regalado Dora? ¿Por qué me había cedido el título de propiedad y todas las reliquias de Roger? ¿Qué significaba ese gesto? Tan sólo que ella había desaparecido como un cometa a través del firmamento.
¿Existía algún país en la Tierra al que las cadenas de televisión no hubieran llevado el rostro de Dora, su voz, la historia del velo?
Estábamos en casa, ésta era nuestra ciudad, Nueva Orleans, nuestro pequeño territorio. Aquí no había nieve, sólo el suave perfume de los mirtos olorosos y las magnolias del abandonado jardín del convento, las cuales se desprendían de sus pétalos rosas. El suelo estaba tapizado de pétalos rosas.
Entre esos muros reinaba el silencio y la paz. Nadie conocía la existencia de ese lugar. Así pues, la Bestia podía disfrutar ahora de su palacio, recordar a la Bella y pensar en si Memnoch estaría llorando en el infierno, o si ambos —los hijos de Dios— se estarían riendo en el cielo.
Entré en la capilla. Supuse que la encontraría llena de envoltorios vacíos y cajas de cartón. Pero me equivocaba.
Se había convertido en un maravilloso santuario. Todo estaba en su lugar, limpio y ordenado. Las estatuas de san Antonio y santa Lucía, cuyos ojos yacían sobre una bandeja, el Niño Jesús de Praga envuelto en encajes españoles y los iconos que colgaban en las paredes, entre los ventanales.
—Pero ¿quién ha colocado todas estas cosas?
David se había marchado. ¿Adonde? No tenía importancia, sabía que regresaría. Lo importante era que los doce libros estaban en mi poder. Necesitaba un lugar cálido donde sentarme, quizá sobre los escalones del altar, y luz. Dado que estaba tuerto, necesitaba un poco más de luz que la mera iluminación nocturna que penetraba por las altas vidrieras de colores.
De pronto vi una figura en el vestíbulo. No emitía ningún olor. Sin duda se trataba de un vampiro. Mi joven pupilo. Louis. Era inevitable.
—¿Has sido tú quien ha colocado todos los objetos con tanto acierto en la capilla? —pregunté.
—Sí, me pareció que debía hacerlo —respondió, dirigiéndose hacia mí.
Lo vi con claridad, aunque tenía que volver la cabeza para contemplarlo con el único ojo que me quedaba y renunciar a intentar abrir el ojo izquierdo, puesto que lo había perdido.
Era alto, pálido, tal vez algo más delgado. Tenía el pelo negro, corto, y los ojos verdes, aterciopelados. Se movía con la elegancia de alguien a quien no le gusta hacer ruido ni llamar la atención. Llevaba un traje negro muy sencillo, como los judíos que se habían congregado ante la catedral en Nueva York para contemplar el espectáculo y los miembros de la comunidad amish, los cuales habían acudido en tren y vestían ropas tan austeras y sencillas como la expresión que mostraba el rostro de Louis.
—Vuelve a casa conmigo —dijo. Tenía una voz muy humana, bondadosa—. Ya tendrás tiempo de venir aquí a meditar. ¿No preferirías estar en casa, en el barrio francés, rodeado de nuestras cosas?
Si existía alguien en el mundo capaz de consolarme ése era Louis, con su costumbre de ladear la cabeza y mirarme como si tratara de infundirme ánimos, de protegerme, temeroso de lo que pudiera ocurrirme a mí o a él, o a todos nosotros.
Mi buen amigo, mi tierno y paciente alumno, un perfecto caballero, educado al estilo Victoriano e instruido por mí en los ritos y las costumbres de los vampiros. ¿Y si Memnoch se hubiera presentado ante él? ¿Por qué no lo había hecho?
—¿Qué he hecho? —le pregunté—. ¿Qué es lo que pretende Dios?
—Lo ignoro —contestó Louis, apoyando una mano sobre la mía. Su sosegada voz era un bálsamo para mis nervios—. Ven a casa. He escuchado durante horas, en la radio y la televisión, la historia del ángel de la noche que trajo el velo. Según dicen, las ropas del ángel han ido a parar a manos de sacerdotes y científicos. Dora se dedica a curar a la gente mediante la imposición de las manos. El velo ha obrado ya varios milagros. La gente acude a Nueva York desde todos los rincones del mundo. Me alegro de que hayas vuelto. Quiero tenerte aquí, conmigo.
—¿He servido a Dios? ¿Es eso posible? ¿A un Dios que aborrezco?
—No he oído tu versión —contestó Louis—. ¿Deseas contármela? —preguntó con naturalidad, sin emoción—. ¿O te resulta demasiado doloroso repetirlo todo de nuevo?
—Prefiero que escriba la historia David, de memoria —respondí, tocándome la sien—. Como sabes, tenemos una memoria excepcional. Creo que algunos de nuestros compañeros recuerdan incluso cosas que jamás sucedieron.
Luego miré a mi alrededor y pregunté:
—¿Dónde nos encontramos? ¡Dios mío, lo había olvidado! Estamos en la capilla. Ahí está el ángel que sostiene la pila de agua bendita, y el crucifijo; ya los había visto la primera vez que estuve aquí.
El crucifijo, a diferencia del vibrante velo, ofrecía un aspecto deslucido, sin vida.
—¿Han mostrado el velo en el noticiero de la noche? —pregunté.
—Una y otra vez —contestó Louis, sonriendo. No era una sonrisa burlona, sino tierna y amable.
—¿Qué pensaste cuando viste el velo?
—Que era el Cristo en el que solía creer. El Hijo de Dios que conocí de niño, y cuando ésta era la tierra de los pantanos —respondió Louis con tono paciente—. Vamos a casa. Hay ciertas cosas en este lugar que...
—¿Qué?
—No sé, unos espíritus, unos fantasmas... —contestó Louis. No parecía asustado—. Son unos seres diminutos, pero noto su presencia. Yo no poseo tus poderes, Lestat —añadió, sonriendo de nuevo—, de modo que por fuerza tienes que haberlos presentido tú también.
Cerré los ojos o mejor dicho, el ojo derecho. De pronto percibí un sonido extraño, algo así como las pisadas de numerosos niños que caminasen en fila india.
—Creo que están recitando la tabla de multiplicar.
—¿Las tablas de multiplicar?
—Sí, en aquella época enseñaban a los niños a multiplicar recitando la cantinela: dos por dos son cuatro, dos por tres son seis, dos por cuatro ocho...
Me detuve. Había alguien en el vestíbulo, junto a la capilla, entre la puerta que daba acceso al pasillo y la de la capilla, oculto en las sombras de la misma forma que yo me había ocultado de Dora.
Sin duda era uno de los nuestros, y era muy viejo. Presentía su poder. Era tan anciano que sólo Memnoch y Dios Encarnado lo habrían comprendido, o... Louis, quizá Louis, si creía sus recuerdos, sus visiones fugaces, sus breves e increíbles experiencias con los vampiros más ancianos, tal vez...
No parecía asustado. Me observaba fijamente, en guardia, pero no mostraba miedo.
—Vamos, sea quien sea no voy a dejarme acobardar —dije al tiempo que avanzaba hacia el misterioso ser. Llevaba colgados los dos sacos de libros sobre el hombro derecho y los sujetaba con la mano izquierda. Eso me permitía utilizar la mano derecha. Y el ojo derecho. ¿Quién sería el visitante?
—Es David —dijo Louis tranquilamente, como para demostrarme así que no tenía nada que temer.
—No, hay alguien junto a él, entre las sombras. Fíjate bien. ¿No ves la figura de una mujer, tan blanca, tan dura, que parece una estatua?
—¡Maharet! —exclamé.
—Aquí me tienes, Lestat —respondió ésta.
Yo solté una carcajada.
—¿No fue eso lo que respondió Isaías cuando le llamó el Señor? «Aquí me tienes, Señor.»
—Sí —contestó Maharet. Su voz apenas resultaba audible, pero era clara y modulada, desprovista de los lastres de la carne.
Salí de la capilla y me dirigí hacia el pequeño vestíbulo, donde se encontraba Maharet. David se hallaba junto a ella, como su lugarteniente, dispuesto a cumplir al instante sus órdenes. Ella era la mayor, o casi, la Eva de nuestra especie, nuestra Madre; en cualquier caso, era la única que quedaba. Al mirarla, recordé la estremecedora historia sobre sus ojos: cuando era humana la habían dejado ciega y los ojos que ahora utilizaba eran siempre prestados, humanos.
Eran unos ojos sangrantes, que Maharet había arrebatado a un muerto o a un ser vivo para colocárselos en sus propias cuencas, confiando en que le duraran lo máximo posible gracias a su sangre vampírica. Qué aspecto tan extraño tenían en su hermoso rostro.
¿Qué era lo que había dicho Jesse? Que parecía de alabastro. El alabastro es una piedra a través de la cual penetra la luz.
—Jamás le arrebataré un ojo a un ser humano —dije entre dientes.
Maharet guardó silencio. No había venido a juzgarme ni a aconsejarme. ¿Qué la había traído hasta aquí? ¿Qué quería?
—¿Quieres oír la historia?
—Tu amable amigo inglés asegura que ocurrió tal como lo has descrito. Dice que las canciones que se oyen por televisión contienen verdades; que eres el ángel de la noche, que le entregaste el velo a esa joven y que él estaba allí y te oyó relatar la historia.
—¡No soy un ángel! ¡No pretendía darle el velo a esa joven! Se lo llevé para demostrar que...
Mi voz se quebró.
—¿Para demostrar qué? —inquirió Maharet.
—Que Dios me lo había dado —murmuré—. Él me dijo: «Tómalo», y yo obedecí.
Acto seguido me eché a llorar. Louis aguardó, paciente, solemne. David aguardó también a que recuperara la compostura.
Al fin, dejé de llorar y dije:
—Si vas a escribir esta historia, David, quiero que recojas cada palabra, por ambigua que te parezca. Yo no puedo hacerlo. No quiero. Quizá... si veo que no la escribes correctamente es posible que me decida a escribirla yo mismo. ¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué has venido? No, no voy a escribirla. ¿Qué haces aquí, Maharet? ¿Por qué has venido al castillo de la Bestia? Responde.
Maharet no dijo nada. Su largo cabello de color rojo pálido le llegaba a la cintura. Llevaba un sencillo atuendo que hubiera pasado inadvertido en muchos países: una chaqueta larga y holgada, sujeta con un cinturón alrededor de su esbelta cintura, y una falda que rozaba la parte superior de sus diminutas botas. El reflejo a sangre que despedían sus ojos era muy potente. Esos ojos muertos, que me miraban fijamente, me resultaban repugnantes, insoportables.
—¡Jamás le arrebataré un ojo a un ser humano! —repetí, no sé si en un gesto de arrogancia o insolencia. Maharet era muy poderosa—. Jamás mataré a un ser humano —añadí. Eso era lo que en realidad había querido decir—. Jamás, aunque viva mil años, aunque sufra lo indecible, aunque me muera de hambre, jamás alzaré la mano contra otro ser, ya sea humano o uno de los nuestros, jamás, me niego rotundamente... antes que eso prefiero...
—Voy a retenerte aquí durante un tiempo —dijo Maharet—. Prisionero. Hasta que te calmes.
—Estás loca. No dejaré que me retengas aquí.
—He traído unas cadenas para sujetarte. David y Louis me ayudarán.
—¿A qué viene todo esto? ¿Y vosotros? ¿Os atreveríais a encadenarme? ¿Es que pretendéis acabar conmigo como si fuera Azazel? Si Memnoch no me hubiera abandonado, si él pudiera contemplar esta escena, se moriría de risa.