Memnoch, el diablo (56 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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«¡Jamás te convertirás en mi adversario!»

24

Estábamos sentados sobre una pequeña tapia, en la Quinta avenida, junto a Central Park. Habíamos pasado tres noches así, observando la escena. A lo largo de la avenida había una cola larguísima formada por multitud de hombres, mujeres y niños que cantaban y pateaban el suelo para calentarse, mientras unas monjas y unos sacerdotes corrían de un lado a otro ofreciendo café y chocolate caliente a aquella gente que estaba aterida de frío. Habían encendido unas hogueras en el interior de unos grandes cilindros que se hallaban dispuestos a cada pocos metros.

La cola se extendía frente a los luminosos escaparates de Bergdorf Goodman y Henri Bendel, los peleteros, los joyeros, las librerías del centro, hasta alcanzar las puertas de la catedral.

David permanecía de pie, apoyado en el muro, con los brazos y los tobillos cruzados. Yo era el que estaba sentado sobre la tapia como un chiquillo, con la barbilla apoyada en el puño, el codo sobre una rodilla, con la cabeza ladeada, mientras contemplaba la escena con el único ojo que me quedaba y escuchaba sus voces. A lo lejos se oían gritos y exclamaciones cada vez que alguien aplicaba un lienzo limpio sobre el velo y la imagen quedaba impresa en él. Esa escena se repetiría durante toda la noche, y quizás al día siguiente, y al otro, una y otra vez, mientras el icono se reproducía en infinidad de lienzos, quedando el rostro de Cristo grabado a fuego sobre éstos.

—Hace frío —dijo David—. Vamos a dar un paseo.

—¿Por qué? —pregunté mientras caminábamos—. ¿Qué hago subido a una tapia para ver lo mismo que vimos anoche y anteanoche, y la noche anterior a ésta? Total, para tratar de hablar con ella, sabiendo que cualquier demostración de poder, cualquier don sobrenatural sólo sirve para confirmar el milagro. Dora no quiere saber nada de mí. Eso es evidente. ¿Quién se halla en estos momentos sobre los escalones de la iglesia, quién se inmolará al amanecer para que se cumpla el milagro?

—Mael.

—Ah, sí, el sacerdote druida. Muy propio de un sacerdote. De modo que esta mañana le toca a él caer como Lucifer envuelto en una gigantesca bola de fuego.

La noche anterior le había tocado el turno a un andrajoso bebedor de sangre llegado de quién sabe dónde, y al cual nadie conocía, que al amanecer se había convertido en una antorcha sobrenatural para deleite de las cámaras de televisión y los reporteros de prensa. Los periódicos contenían numerosas imágenes de la inmolación y del velo sagrado.

—Espera —dije.

Habíamos llegado a Central Park South. La multitud entonaba un antiguo himno militante:

Alabado sea el nombre de Dios.

Señor Todopoderoso, nos postramos ante ti.

Me quedé mirándolos, aturdido. En lugar de disminuir, el dolor que sentía en la cuenca del ojo izquierdo iba en aumento.

—¡Idiotas! —grité—. El cristianismo es la religión más cruel y sanguinaria que jamás ha existido en el mundo. ¡Yo soy testigo de ello!

—Calla y sígueme —dijo David, arrastrándome entre la muchedumbre que invadía la helada acera, antes de que repararan en nosotros. No era la primera vez que él trataba de contenerme. Estaba cansado de hacerlo, y no se lo reprocho.

En una ocasión unos policías me habían echado el guante.

Me habían atrapado y sacado de la catedral por la fuerza mientras intentaba hablar con ella. Una vez fuera, presintieron que no estaba vivo, como suelen presentirlo algunos mortales, y retrocedieron murmurando algo sobre el velo y sobre el milagro. Yo me había sentido totalmente impotente.

Había policías montando guardia por doquier, para atender a las personas que aguardaban a entrar en la catedral y ofrecerles un poco de té caliente o ayudarles a acercarse al fuego y calentarse las manos.

Nadie se fijó en nosotros. ¿Por qué iban a hacerlo? Éramos dos individuos corrientes que se confundían con el resto de la multitud; nuestra reluciente piel no llamaba la atención en medio de la cegadora blancura de la nieve, entre estos extasiados peregrinos que entonaban himnos de alabanza a Dios.

Los escaparates de las librerías estaban repletos de biblias y obras sobre el cristianismo. Había una inmensa pirámide de libros encuadernados en piel de color lavanda que se titulaban
Verónica y el velo,
cuya autora era Ewa Kuryluk, y otra pila de libros que respondían al título de
Rostros sagrados,
de Ian Wilson. La gente vendía folletos por la calle, o incluso los regalaba. Se oían acentos de todas partes del país, desde Tejas y Florida hasta Georgia y California. Biblias, biblias y más biblias que eran vendidas o regaladas.

Un grupo de monjas repartía estampas de santa Verónica. Pero los artículos más buscados eran las fotografías en color del velo, tomadas en el interior de la catedral por unos fotógrafos profesionales y de las cuales se habían hecho millares de copias.

«Su extraordinaria gracia, su extraordinaria gracia», cantaba un grupo al unísono, balanceándose mientras hacía cola.

«¡Gloria in excelsis deum!»,
exclamó un hombre de largas barbas con los brazos extendidos.

Al acercarnos a la iglesia, vimos unos reducidos grupos de gente que habían organizado unos seminarios religiosos. En el centro de uno de ellos, un joven hablaba con rapidez en tono vehemente y sincero:

—En el siglo catorce, Verónica fue declarada oficialmente santa. Se creía que el velo se había extraviado durante la cuarta Cruzada, cuando los venecianos conquistaron Hagia Sofía. —El joven se detuvo para ajustarse las gafas—. Por supuesto, el Vaticano tardará algún tiempo en tomar una decisión sobre este nuevo hecho, como hace siempre, pero lo cierto es que se han obtenido setenta y tres iconos del icono original, ante los ojos de innumerables testigos que están dispuestos a declarar ante la Santa Sede.

En otro lugar había varios hombres que vestían de negro, tal vez unos sacerdotes, a cuyo alrededor se habían congregado unos grupos de gente que los escuchaban atentamente, con los ojos entrecerrados para defenderse del resplandor de la nieve.

—No digo que los jesuitas no puedan venir —dijo uno de ellos—. Sólo digo que no van a venir y controlar la situación. Dora ha solicitado que sean los franciscanos quienes custodien el velo en el caso de que éste sea trasladado a otro lugar.

Dos mujeres que se hallaban detrás de nosotros afirmaban que se habían practicado unas pruebas que establecían sin ningún género de duda la edad del lienzo.

—En el mundo ya no se cultiva ese tipo de lino, sería imposible encontrar un pedazo nuevo de ese tejido. Es un milagro que el velo esté limpio e intacto.

—... todos los fluidos corporales, cada parte de la imagen, se derivan de los fluidos de un cuerpo humano. No han tenido que dañar el lienzo para descubrirlo. Es lo que llaman una... una...

—... acción enzimática. Pero ya sabes que la gente suele tergiversar estas cosas.

—No, el
New York Times
no iba a publicar que tres arqueólogos han declarado que el velo es auténtico si no fuera cierto.

—No han dicho que sea auténtico, sino que no han hallado una explicación científica a este fenómeno.

—¡Dios y el diablo son unos idiotas! —declaré.

Un grupo de mujeres se volvió para mirarme.

—Acepta a Jesús como tu Salvador, hijo —dijo una de las mujeres—. Ve a contemplar el velo con tus propios ojos. Él murió por nuestros pecados.

David me sacó de allí. Nadie reparó en nosotros. Por doquier seguían brotando pequeños seminarios, grupos de filósofos y testigos, así como curiosos que aguardaban a ver cómo los estupefactos peregrinos caían rodando por las escaleras de la iglesia con los ojos llenos de lágrimas mientras exclamaban: «¡Lo he visto, lo he visto! ¡Es el rostro de Cristo!»

Debajo de un arco, pegado a él, vi la elevada y desgarbada sombra del vampiro Mael, casi invisible para los demás, a la espera de hacer su aparición al amanecer con los brazos extendidos en forma de cruz.

Mael nos miró a David y a mí con sus perversos ojos.

—¡Vosotros! —masculló, haciendo que su voz sobrenatural llegara misteriosamente a nuestros oídos—. Ven, enfréntate al sol con los brazos abiertos, Lestat. Dios te ha elegido como su mensajero.

—Vamos —dijo David—. Ya hemos visto bastante.

—¿A dónde quieres que vayamos? —pregunté—. Deja de tirarme del brazo. ¿Me has oído, David?

—De acuerdo —respondió David educadamente, bajando la voz para indicarme que yo hiciera otro tanto.

La nieve caía con suavidad. El fuego crepitaba en un cilindro negro que había junto a nosotros.

—¡Los libros! —exclamé de pronto—. ¿Cómo pude olvidarme de ellos?

—¿Qué libros? —preguntó David al tiempo que me agarraba del brazo para apartarme del camino de un transeúnte. Estábamos junto a un escaparate, tras el cual había un grupo de personas disfrutando del calor del interior de la tienda mientras contemplaban el espectáculo que se desarrollaba ante la catedral.

—Los libros de Wynken de Wilde. Los doce libros de Roger. ¿Qué ha sido de ellos?

—Están allí —respondió David—, en el apartamento. Dora los dejó para ti. Ya te lo he explicado, Lestat. Dora te lo dijo anoche.

—Era imposible que hablara con sinceridad en presencia de tanta gente.

—Te dijo que podías quedarte con esas reliquias.

—Tenemos que rescatar los libros —insistí. ¡Qué imbécil había sido al olvidarme de aquellos maravillosos libros!

—Cálmate, Lestat, procura no llamar la atención. Nadie sabe nada sobre el apartamento, ya te lo he dicho. Dora no se lo ha contado a nadie. Nos lo ha cedido a nosotros. Jamás revelará a nadie que estuvimos allí. Me lo ha prometido. Te ha cedido el título de propiedad del orfelinato a ti, Lestat. ¿No lo comprendes? Ha cortado todos los vínculos con su vida anterior. Ha renunciado a su antigua religión. Ha renacido, se ha convertido en el guardián del velo.

—¡Pero no lo sabemos con certeza! —protesté—. Jamás lo sabremos. ¿Cómo puede Dora aceptar lo que no sabemos y nunca sabremos? —David me empujó contra la pared—. Quiero regresar al apartamento para recoger los libros —dije.

—Muy bien, haremos lo que tú quieras —respondió David.

Me sentía muy cansado. La gente que se hallaba congregada en la acera cantaba: «Y Él camina conmigo, y Él habla conmigo y deja que le llame por su Nombre.»

El apartamento estaba tal como lo habíamos dejado. Por lo visto, Dora no había regresado allí. Ninguno de nosotros lo habría hecho. David había ido a comprobar si todo estaba en orden y me había dicho la verdad. Todo permanecía intacto. Salvo por un detalle: en la pequeña habitación donde yo había dormido sólo estaba el arcón. Mi ropa cubierta de tierra y hojas del bosque milenario y la manta sobre la que la había colocado no estaban allí.

—¿Las has cogido tú? —pregunté a David.

—No —contestó—. Creo que las cogió Dora. Constituyen unas reliquias, aunque sucias y rotas, del mensajero angelical. Según tengo entendido, se encuentran en manos de las autoridades del Vaticano.

Yo me eché a reír y dije:

—Así podrán analizar todo el material, los fragmentos de materia orgánica del suelo del bosque.

—Las ropas del mensajero de Dios, según han publicado los periódicos —dijo David—. Debes recuperar el juicio, Lestat. No puedes pasearte por el mundo mortal de esta forma. Eres un peligro para ti mismo y para los demás. Debes contener tu poder.

—¿Un peligro? Después de esto, de lo que he hecho, creando un milagro, suministrando una nueva infusión de sangre a la religión que Memnoch detesta. ¡Dios!

—Tranquilízate —dijo David—. Los libros están en el arcón.

Me consolaba saber que los libros habían permanecido en la pequeña habitación donde yo había dormido. Me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, balanceándome de un lado a otro. ¡Qué extraño es llorar con un solo ojo! No sabía si del ojo izquierdo brotaban lágrimas. Supongo que no. Creo que Memnoch me arrancó también el lagrimal.

David estaba de pie en la puerta. La luz que se reflejaba en el ventanal otorgaba a su perfil un aire frío y sereno.

Abrí el arcón, era un arca china con numerosas figuras grabadas. Contenía doce libros, cada uno envuelto cuidadosamente, tal como lo habíamos hecho en el apartamento de Roger. Estaban intactos. No tenía que abrir los paquetes para comprobarlo.

—Quiero que nos marchemos —dijo David—. Si te pones otra vez a vociferar, a explicar a la gente...

—Comprendo que estés harto, amigo mío —respondí—. Lo lamento. De veras.

David se había dedicado a aplacarme cada vez que me sulfuraba, a alejarme de la multitud para evitar que organizara un escándalo.

Pensé de nuevo en aquellos policías. Ni siquiera me había resistido a ellos. Recordé la forma en que habían retrocedido, como si se dieran cuenta de que se hallaban ante un ser perverso y sus moléculas les indicaran que debían alejarse cuanto antes.

Dora había hablado de un mensajero de Dios con total convencimiento.

—Debemos irnos —dijo David—. Los otros no tardarán en llegar. No quiero verlos. ¿Y tú? ¿Tienes ganas de responder a las preguntas de Santino, Pandora, Jesse o quienquiera que venga? ¿Qué más podemos hacer? Será mejor que nos marchemos enseguida.

—Crees que me dejé engañar por él, ¿no es cierto? —pregunté, mirando a David.

—¿Por quién? ¿Por Dios o por el diablo?

—No lo sé —respondí—. Dime lo que opinas.

—Quiero irme —repitió David—, porque si no nos vamos de inmediato, me reuniré al amanecer con Mael o con quien sea en los escalones de la catedral. Además, los otros están a punto de llegar. Los conozco. Los veo.

—¡No puedes hacer eso! ¿Y si cada palabra de esta historia fuera mentira? ¿Y si Memnoch no fuese el diablo y Dios no fuese Dios, y todo el asunto no fuera más que una grotesca broma urdida por unos monstruos peores que nosotros? ¡No puedes ir a reunirte con ellos! ¡Aférrate al hecho de que no sabemos nada con certeza! Sólo Él conoce las reglas. Se supone que sólo Él dice la verdad. Memnoch describió a Dios como un loco, como un idiota moral.

David se volvió despacio. La luz proyectaba unas sombras sobre su rostro.

—Es posible que hayas bebido realmente la sangre de Cristo —dijo con suavidad.

—¡No empieces a decir esas cosas! —repliqué—. ¡No podemos estar seguros! Me niego a participar en este juego, a tomar partido por uno u otro. Traje el velo para que Dora me creyera, eso es todo. No sospeché que fuera a organizarse este follón.

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