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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (43 page)

BOOK: Memento mori
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Terminada la séptima vuelta, decidió entrar de nuevo en la iglesia con la intención de hablar con Sancho. Retirados a unos metros de la entrada, reconoció las caras de Pemán y Travieso confabulando con un tercer hombre con aspecto de gorila. Aquella
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le hizo pararse a pensar en la manera en que se distribuirían los papeles de Zinoviev y de Kamenev
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, ya que el de Stalin se lo asignó inmediatamente al subdelegado del Gobierno, que se separaba del grupo en aquel instante para hacer una llamada.

De nuevo en el interior, localizó al inspector, inmóvil, con la mirada vacía y perdida. El funeral había concluido, y los presentes desfilaban cariacontecidos manteniendo un respetuoso e incómodo silencio.

—Ramiro —bisbiseó al sentarse a su lado.

Sancho se tomó su tiempo para contestar.

—Camarada.

—¿Cómo estás?

—Estoy.

—Me vuelvo a casa. Aquí tengo ya poco que hacer. Aquí tienes mi número de teléfono personal y mi dirección. Te lo doy a ti, a nadie más. Cuando retomes el mando de la situación, me llamas. ¿De acuerdo?

El inspector giró la cabeza para encontrarse con la mirada de Carapocha.

—Gracias.

Carapocha le pasó la mano por la nuca antes de incorporarse con la firme esperanza de no volver a entrar en una iglesia en lo que le quedaba de vida.

Ya no quedaba prácticamente nadie en el interior de la parroquia, pero el murmullo que llegaba desde fuera era un claro indicador de que la ceremonia se estaba prolongando en el exterior. Desde su sitio, Sancho contempló a dos operarios de la funeraria que se disponían a sacar el féretro.

«Martina, tengo que marcharme ya. Voy a salir de esta como sea. Confía en mí. Esto no es una despedida, te lo prometo. Iré a verte allá donde estés para contarte cómo están las cosas. Le voy a atrapar, puedes estar segura. Tarde lo que tarde. Lo que aún no sabría decirte es lo que voy a hacer después. Creo que no lo sabré hasta que le tenga delante. Descansa, Martina».

Fuera, el sol lucía con la timidez de quien se encuentra en una fiesta a la que no ha sido invitado y busca el momento propicio para esfumarse. Sancho maldijo de nuevo por no haber cogido sus gafas de sol, más para protegerse de las miradas impertinentes que de la tenue luz del exterior. Inspiró lo suficiente para poder llegar hasta donde se encontraban los padres de Martina. Él era un hombre de pelo negro y porte distinguido que, con expresión abatida y distante, recibía las condolencias de familiares y amigos. La madre, por su parte, era el reflejo ajado de Martina, pero con el rostro más recortado y anguloso. Se notaba claramente que tenía cautivo el llanto a la espera de poder liberarlo en soledad. Con un «lo siento mucho» y un apretón de manos, pasó el trago ante la figura del padre; quiso tragar saliva estando frente a ella, pero engulló barro.

—No sé qué decir —admitió.

La madre afiló el semblante y le retuvo la mano.

—Usted es el inspector Ramiro Sancho, ¿verdad?

Asintió hierático.

—Mejía nos ha asegurado que usted es un buen hombre y un gran investigador. Tiene que detener al responsable para que se pudra en la cárcel. Quiero que me prometa que atrapará al que se ha llevado la vida de mi hija. Prométamelo.

Sancho se lo prometió sin tener que mover los labios.

Mientras se dirigía al coche paladeando las palabras con acento extremeño de la señora, otra voz de mujer pronunció su nombre:

—¿Inspector Sancho?

—Creo que sí.

—Soy Rosario Tejedor, redactora jefe de
El Norte de Castilla
.

—Me tiene que disculpar, pero no es el momento.

—Yo creo que sí. Tiene que ver esto.

Museo Casa Colón

Decidió recuperar el aliento y no encontró mejor sitio para hacerlo que en el interior de la casa en la que se decía que había muerto el descubridor del Nuevo Mundo, a pesar de estar sobradamente demostrado que lo había hecho en el céntrico, aunque ya desaparecido, convento de San Francisco. En la taquilla, un hombre que bien podría ser descendiente directo del almirante le recordó que cerraban en cuarenta minutos. Aun así, pagó el euro de la entrada y buscó su móvil para marcar el teléfono de Pílades una vez dentro.

—¡La madre que te parió! —se anticipó su interlocutor.

—Sí, yo también te tenía controlado. Tenía que ir —se justificó.

—¿Tenías que ir con ese ridículo disfraz? ¿Que tenías que ir? ¡No digas bobadas, chavalín! ¡¡Lo que has hecho es una soplapollez!!

—Como perseguir palomas en una plaza.

—Exacto. Dime, ¿dónde estás ahora?

—Culturizándome —contestó con vaguedad.

—Muy bien, me parece estupendo. Ahora ni siquiera confías en mí. Solo te pido que me escuches con atención, por favor.

—Te escucho, hombre, te escucho.

—Tenemos que vernos.

—No sé si es buena idea, te noto demasiado tenso.

—Tenemos que hablar en persona. Lo sabes. Me lo debes.

—¡Yo no tengo ninguna deuda contigo! —dijo elevando la voz frente a un escudo de los Reyes Católicos tallado en madera.

—Vale —le apaciguó—. Orestes, no tengo mucho tiempo para hablar. Hay cosas importantes que tienes que saber y que me gustaría contarte en persona. ¿Hace cuánto que no nos vemos?

—¿Tengo que preocuparme?

—No. Ellos saben lo que queremos que sepan. Están mirando en una dirección equivocada, pero han identificado tu coche.

Orestes tardó en masticar y tragar la noticia.

—Bueno, no hay problema. Me desharé de él. La verdad es que necesitaba un cambio de vehículo.

—Tienes que parar o lo estropearás todo, estás siendo demasiado voraz.

—No voy a estropear nada, créeme. Tengo todo bajo control. Lo de hoy era algo que necesitaba hacer.

—¿Regodearte? ¿Pavonearte delante de tus enemigos?

—Llámalo como quieras. Escucha, estoy pensando que quizá tengas razón y haya llegado el momento de volver a vernos las caras.

—¡Claro, coño! ¿Qué te parece si nos vemos donde la Milagros?

—¿Donde la última vez?

—¿Conoces un sitio mejor?

—No me importaría ir al Mulberry Street Bar; me trae grandes recuerdos pero nos pilla un poco peor, ¿no crees?

—Sí. Además en esta época del año en Nueva York no hay quien ponga los pies en la calle —continuó con la broma.

—Muy bien. Solo te pido unos días para decirte cuándo.

—Avísame con tiempo. Con todo esto, ando de mierda hasta el cuello.

—Voy a desaparecer unos días, tengo algo importante entre manos.

Su interlocutor se calló lo que estaba pensando.

—Sin problema, espero tu llamada. Cuídate mucho, Orestes.

—Cuídate, Pílades.

Orestes terminó la llamada y se detuvo frente a las réplicas en miniatura de las carabelas con las que hizo su primer viaje el navegante genovés. Pensó que los grandes líderes saben cuándo y cómo sofocar un motín.

Había llegado el momento.

ASPIRA FUERTE EL NAPALM,
QUE HUELE A VICTORIA

Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa
11 de diciembre de 2010, a las 19:20

T
ras dos semanas de planificación, el ataque a la seguridad de la multinacional de seguros ya estaba dispuesto. Orestes lo había enfocado como una intervención quirúrgica y se había encargado de todo lo que tenía que ver con el preoperatorio, su especialidad. Para conocer al paciente, tenía que acceder a su historia clínica y, por eso, lo primero que tuvo que encontrar fue a uno de sus médicos de cabecera: un topo. Los problemas financieros de Gustav Schröder, uno de los ocho analistas programadores que trabajaban en la central de Bruselas, facilitaron mucho las cosas. La suma que tenían previsto reclamar para reinstaurar los sistemas daba para repartir con uno más, y a Goosie —como le había bautizado Orestes— le pareció más que suficiente, teniendo en cuenta que le daría para pagar a sus acreedores y jugarse el resto al Texas Hold’em en Internet. Únicamente tenía que facilitarles el acceso al «hospital» desde una de las doce puertas por las que Goosie podía entrar en las ciento dos delegaciones con las que contaba la compañía en todo el planeta. Tras dos jornadas intensivas de estudio, convino con Hansel entrar por la de Sudáfrica. Una vez dentro, dejaría libre la ruta hasta los corredores centrales del sistema de seguridad. A partir de ahí, el plan era tan simple como arriesgado. Erdzwerge se encargaría de disfrazar uno de sus últimos troyanos como antivirus residente dotándole de los privilegios de acceso necesarios para poder moverse con entera libertad por sus sistemas. Sería como un celador con la llave maestra paseándose por los pasillos del complejo clínico. Luego llegaría la parte crítica, que era el acceso a los quirófanos. Solo dispondrían de nueve segundos —que era el tiempo que tardaban en hacer cada copia de seguridad de las bases de datos de los territorios en el servidor central— para mutar el troyano en un
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más. Goosie facilitó las cosas para que Skuld pudiera desencriptar la estructura de la base de datos y confeccionar el nuevo disfraz de cirujano. Lo había conseguido en siete segundos durante las pruebas, pero la duda era saber en cuánto tiempo sería capaz de hacerlo bajo presión. Si se pasaba una sola centésima de segundo, la operación fracasaría y Goosie se vería muy comprometido, aunque el analista desconocía ese detalle. Si tenía éxito, el nuevo cirujano plástico en manos de Hansel sometería al paciente a una rápida intervención tras la que lo dejaría irreconocible, incluso para sus padres. Negociar con el bisturí en la mano siempre otorga una posición muy ventajosa.

No obstante, eso ya no era asunto de Orestes. Él nunca participaba en la ejecución, prevista para esa noche a las 21:50. De hecho, trataba de alejarse de cualquier dispositivo que tuviera acceso a Internet. Eran sus reglas, y el resto de los integrantes de Das Zweite Untergeschoss las habían aceptado. Haberse mantenido ocupado durante todo ese tiempo le había venido muy bien para templar su voracidad.

Sin embargo, días antes Augusto había tenido que ocuparse de un asunto importante: hacer desaparecer su coche. A las dos de la mañana, agarró el volante y condujo los sesenta kilómetros que le separaban de Encinas de Esgueva. Conocía muy bien la zona. El Emperador tenía una casa en Bocos de Duero que había pertenecido a su familia y que utilizaba como centro neurálgico para las interminables jornadas de caza en el Coto San Miguel rodeado de sus amigos; principalmente, políticos y grandes empresarios. Augusto, que empezó a asistir por no defraudar a su padre adoptivo, terminó por cogerle el gusto a eso de disparar a animales de caza mayor en los alrededores del valle del Cuco. La pieza que más se cotizaba era el jabalí, aunque no les importaba lo más mínimo volver con las manos vacías cuando en casa les esperaba un nada frugal almuerzo regado con caldos de la Ribera del Duero.

Así, no le resultó complicado encontrar la carretera que llevaba desde el pueblo hasta el embalse y dar con la pendiente por la que dejó caer su coche. Con los primeros rayos del día, vio hundirse lentamente el Toyota RAV4 a nombre de Leopoldo Blume en las profundidades del pantano. Después, emprendió a pie los casi veinticinco kilómetros que le separaban de la casa familiar en Bocos de Duero. Bien abrigado para combatir las temperaturas bajo cero y caminando a buen ritmo, llegó a su destino cuatro horas y veinte minutos más tarde. Echó un vistazo a la casa, no recordaba la última vez que había estado allí. Posiblemente, hacía más de diez años, pero el olor a madera carcomida le trajo recuerdos que pudo paladear como si fuera pan recién horneado. Tras unos minutos, reemprendió la marcha hasta Peñafiel para llegar a tiempo de coger el autobús que pasaba a las 12:30 por el bar Avenida, en la calle del Mercado, y comer en casa. Ya había acordado la cita para ir al concesionario de Audi y comprarse un Q5. Un cabo suelto menos.

Lo que le resultaba un tanto extraño y muy frustrante era que su carta todavía no hubiera tenido el efecto esperado. Había transcurrido el tiempo suficiente como para estar seguro de que ya no la iban a publicar; al menos, en
El Norte de Castilla
. Se dio de plazo el lunes siguiente, y si no lo hacían ellos, lo publicarían otros, pero alguien lo haría.

También tenía controlado el asunto con Violeta. A pesar de no haberla vuelto a ver desde la noche del concierto de Satriani, se había preocupado de venderle flores sin aroma y se verían de nuevo en unas horas. Esa noche había un gran evento en el Zero Café, una vídeo-audición de Depeche Mode centrada en
Tour of the Universe Live in Barcelona
, un esperado DVD que había salido al mercado recientemente con el concierto que ofreció el grupo británico en la Ciudad Condal. Paco, el pincha del Zero, le había enviado un correo electrónico como miembro del Club Devotion que era, y no estaba dispuesto a faltar a la cita. La velada desprendía el aroma de la victoria. Aspiró fuerte.

Frente al espejo, se preguntó qué impresión le causaría a ella su nuevo
look
rapado al cero. Él se encontraba cómodo, se sentía como un fruto prohibido, se gustaba. Todavía tenía un par de horas para entonarse, un gin tonic de Heindrick’s y un Moods le parecieron la mejor forma de arrancar los preparativos.

A las 20:35, cuando se montó en el taxi, se fijó en que el Renault Laguna negro que llevaba aparcado frente a su casa todo el día arrancaba en la misma dirección. No le quiso dar mayor importancia, pero algo le hizo anotar la matrícula cuando aquel coche se paró detrás de ellos en el primer semáforo.

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