—¿De verdad crees que quiere casarse con Collins? —repliqué—. Es un idiota pretencioso.
Courtney se encogió de hombros.
—Quiere casarse y él no es más que un medio para conseguir su objetivo.
La señora Bethany asintió con la cabeza a modo de aprobación.
—De modo que Charlotte solo está utilizando a Collins. Ella cree estar actuando por necesidad, mientras que él cree estar haciéndolo por amor, o al menos por el afecto debido a una esposa potencial. Collins es sincero, mientras que Charlotte no lo es. —Pensé en las mentiras que le había contado a Lucas apretando el libro con tanta fuerza que creí que el afilado borde del papel se me hundía en las yemas de los dedos. La señora Bethany debió de adivinar lo que sentía, porque continuó—: ¿Acaso el hombre engañado no merecería nuestra compasión en vez de nuestro desdén?
Quise que me tragara la tierra.
Balthazar me envió una sonrisa de aliento en ese momento, como él solía hacer, y supe que aunque ya no nos viéramos como antes, al menos seguíamos siendo amigos. De hecho, ninguno de los típicos alumnos de Medianoche seguía mirándome por encima del hombro como solían hacerlo. Aunque todavía no fuera un vampiro de verdad, les había demostrado algo. Tal vez ya estuviera «en el club».
En cierto modo, tenía la sensación de haberme salido con la mía, de que había hecho un truco de magia con éxito: había cerrado los ojos, había dicho abracadabra y de repente el mundo estaba al revés. Cuando le diera la mano a Lucas y riéramos después de clase con alguna de sus bromas, entonces podría creer que todo iba a ir mejor a partir de entonces.
Aunque no era cierto. No podía ser cierto mientras siguiera engañando a Lucas.
Antes, jamás me hubiera planteado que no compartir con Lucas el secreto de mi familia fuera mentir. Me habían enseñado a guardar ese secreto desde que era niña y bebía sangre del biberón que traían de la carnicería. Sin embargo, ahora sabía lo cerca que había estado de hacerle daño y mi secreto ya no me parecía tan inocente como antes.
Lucas y yo estábamos besándonos a todas horas, sin parar: por la mañana antes de desayunar, por la noche cuando nos despedíamos para ir a nuestros dormitorios respectivos… En dos palabras: en cualquier momento que estuviéramos juntos y a solas. Sin embargo, yo siempre me detenía antes de dejarnos llevar.
A veces quería más, y sabía que Lucas también por la forma en que me miraba, poniendo atención en mis movimientos o en el modo en que mis dedos se aferraban a su muñeca. Sin embargo, nunca me presionaba. A solas en la cama, mis fantasías se volvían mucho más desenfrenadas y pasionales. Ahora conocía el sabor de los labios de Lucas sobre los míos e imaginaba el tacto de sus manos sobre mi piel desnuda con una claridad que me hacía perder la serenidad.
No obstante, últimamente, durante esas fantasías, siempre acababa apareciendo una misma imagen: mis dientes hundiéndose en el cuello de Lucas.
Había veces en que me creía capaz de cualquier cosa por volver a probar la sangre de Lucas. Y esos momentos eran los que más me asustaban.
—¿Qué te parece?
Me puse el viejo sombrero de terciopelo para Lucas, pensando que se echaría a reír al ver el efecto que haría el color morado del tejido sobre mi cabello pelirrojo.
Sin embargo, me sonrió de tal modo que de repente me empezó a entrar calor.
—Estás guapísima.
Estábamos en una tienda de ropa de segunda mano de Riverton, disfrutando de la segunda semana que pasábamos juntos en la ciudad mucho más que la primera. Mis padres volvían a estar de guardia en el cine, así que habíamos decidido perdernos la oportunidad de ver
El halcón maltés
, y en su lugar estuvimos entrando y saliendo de todas las tiendas que estuvieran abiertas, echando un vistazo a los pósteres y los libros, y teniendo que soportar algunas miradas hastiadas de los dependientes detrás del mostrador, claramente hartos de los adolescentes de «ese colegio» que estaban como enloquecidos. Mala suerte para ellos, porque nosotros estábamos pasándonoslo de miedo.
Cogí una estola de pelo blanco de un estante y me envolví los hombros con ella.
—¿Qué te parece?
—Las pieles son algo muerto —contestó Lucas, torciendo el gesto, aunque tal vez creyera de verdad que la gente no debería ponerse pieles.
Desde mi punto de vista, creía que las cosas de época debían ser una excepción: los animales habían muerto hacía décadas, así que no es como si estuvieras contribuyendo a hacer más daño. De todos modos, me quité la estola.
Mientras tanto, Lucas se probó un abrigo gris de tweed que había rescatado de un estante del fondo repleto de cosas. Como el resto de la tienda, olía un poco a moho, aunque no era un olor desagradable, y el abrigo le sentaba muy bien.
—Es un poco Sherlock Holmes —dije—. Si Sherlock Holmes fuera
sexy
.
Se echó a reír.
—A algunas chicas le van los intelectuales, ¿sabes?
—Pues tienes suerte de que no sea una de ellas.
Por fortuna, le gustaba que le tomara el pelo. Me abrazó, pasó sus brazos por encima de los míos de modo que quedé atrapada entre los suyos y no pude devolverle el gesto, y me plantó un sonoro beso en la frente.
—Eres insufrible —murmuró—, pero vale la pena aguantarte.
Al sujetarme de esa manera, mi cara quedaba pegada a la curva de su cuello y lo único que veía eran las débiles líneas rosadas, las cicatrices que le había dejado mi mordisco.
—Me alegro de que pienses así.
—Lo sé.
No iba a discutir con él. No había razón para que mi único y terrible error no pudiera seguir siendo eso: un error que no debía repetirse.
Lucas me acaricio la mejilla con un dedo, delicado como la suave punta de un pincel. En ese momento recordé
El beso
de Klimt, con sus dorados y sus brumas, y por un instante tuve la sensación de haber sido atraída junto a Lucas al interior del cuadro, envueltos por su belleza y pasión. Escondidos detrás de los estantes como estábamos, perdidos en un laberinto de cuero viejo y cuarteado, satén arrugado y hebillas con diamantes de imitación ajados por el tiempo, Lucas y yo podríamos habernos besado durante horas sin que nos encontraran. Me imaginé la escena un momento: Lucas colocando un abrigo negro de pieles en el suelo, dejándome encima de la manta improvisada, inclinándose sobre mí…
Apreté mis labios contra su cuello, sobre las cicatrices, como cuando mi madre solía besar un cardenal o un rasguño para que sanara. Su pulso era firme. Lucas se puso tenso y pensé que tal vez había ido demasiado lejos.
«Tampoco debe de ser fácil para él. A veces pienso que voy a volverme loca si no lo toco, así que ¿cuánto peor no ha de ser para él? Sobre todo cuando no sabe el por qué».
Las campanillas de la puerta nos sacaron del trance en que habíamos caído. Ambos echamos un vistazo para ver quién había entrado.
—¡Vic! —Lucas sacudió la cabeza—. Debí imaginarme que aparecerías por aquí.
Vic se acercó tranquilamente, con los pulgares bajo las solapas de la chaqueta a rayas que llevaba debajo de su abrigo de invierno.
—Este aspecto no se consigue así como así, ¿sabes? Hay que trabajárselo para tener esta planta. —Al fijarse en el abrigo de tweed de Lucas, Vic lo miró con envidia y protesto—. Los tíos altos siempre os lleváis lo mejor.
—No voy a comprármelo.
Lucas se lo quitó, preparado para irse. Seguramente quería que tuviéramos unos minutos más de intimidad, porque ya casi era la hora de volver al autocar. Sabía cómo se sentía. Por mucho que me gustara Vic, no quería que se nos pegara.
—Lucas, estás loco. Si algo así me sentara bien, no me lo pensaría dos veces.
Vic suspiró. Estaba claro que no había pasado el peligro de que quisiera acompañarnos hasta el autocar, así que intenté pensar en algo rápidamente.
—¿Sabes? Creo que he visto unas corbatas con chicas hawaianas al fondo de la tienda.
—¿De verdad?
Vic se fue sin más, abriéndose camino entre el revoltijo de ropa en busca de las corbatas hawaianas.
—Buen trabajo. —Lucas me quitó el sombrero y luego me cogió la mano—. Vamos.
Casi estábamos en la puerta cuando pasamos junto al expositor de bisutería y un objeto oscuro y brillante me llamó la atención. Era un broche con una piedra tallada, negra como la noche, aunque de un brillo intenso. Se trataba de un par de flores de pétalos exóticos y afilados, como la de mi sueño. El broche era tan pequeño que me cabía en la mano y estaba profusamente trabajado, pero lo que más me sorprendía era cuánto se parecía a la flor que había empezado a creer que solo existía en mi imaginación. Me detuve en seco para mirarlo con detenimiento.
—Mira, Lucas, es precioso.
—Es azabache auténtico de Whitby. Joyas de luto de la época victoriana. —La dependienta nos escrutó con la mirada por encima de sus gafas de lectura de montura azul, evaluando si éramos clientes potenciales o solo unos chavales a los que debía espantar—. Muy caro.
A Lucas no le gustaba que lo pusieran en entredicho.
—¿Cómo de caro? —dijo con toda la naturalidad del mundo, como si se apellidara Rockefeller en vez de Ross.
—Doscientos dólares.
Es probable que los ojos se me salieran de las órbitas. Con unos padres que trabajaban de profesores, la paga que recibes no es la mayor del mundo precisamente. Lo único que me había comprado que me hubiera costado más de doscientos dólares había sido el telescopio y eso con la ayuda de mis padres. Reí un poco, intentando ocultar mi incomodidad y la tristeza que sentía al tener que olvidarme del broche. No había pétalo negro que no fuera más bello que el anterior.
Lucas se limitó a sacar la cartera y le tendió a la dependienta una tarjeta de crédito.
—Nos lo llevamos.
La mujer enarcó una ceja, pero aceptó la tarjeta y fue a pasarla por la máquina.
—¡Lucas! —Lo cogí por el brazo e intenté hablarle en susurros—. No puedes.
—Ya lo creo.
—¡Pero son doscientos dólares!
—Te has enamorado de él —dijo con toda tranquilidad —, lo sé por cómo lo miras, y si te gusta tanto, deberías tenerlo.
El broche seguía en el expositor. Lo miré fijamente, intentando imaginar que algo tan bello pudiera ser mío.
—Sí… Me gusta, es decir, pero… Lucas, no quiero que te endeudes por mi culpa.
—¿Desde cuándo los pobres van a Medianoche?
Vale, en eso tenía razón. No sé por qué, pero nunca se me había ocurrido que Lucas pudiera nadar en la abundancia. Y era probable que sucediera lo mismo con Vic. Raquel había llegado hasta allí gracias a una beca, pero había muy pocos alumnos becados. En realidad, a la mayoría de los humanos les estaba costando un riñón poder estar rodeados de vampiros, aunque, por descontado, de esto último no tenían ni la más remota idea. Si los humanos no sobresalían por comportarse como unos esnobs tal vez se debiera a que no habían tenido la oportunidad de hacerlo. Los únicos que realmente se comportaban como niños ricos eran los que habían estado ahorrando dinero durante siglos o quienes compraron acciones de IBM cuando la máquina de escribir era lo último en cuanto a inventos. La jerarquía de Medianoche era tan estricta, vampiros en lo alto y humanos apenas merecedores de atención, que no había caído en que la mayoría de los humanos también procedían de familias adineradas.
En ese momento, recordé que Lucas había intentando hablarme de su madre en una ocasión y de lo controladora que podía llegar a ser. Habían viajado por todo el mundo, incluso habían vivido en Europa, y había dicho que su abuelo o su bisabuelo o no sé quién también había estudiado en Medianoche, al menos hasta que lo expulsaron por batirse en duelo. Tendría que haber sabido que no le faltaba el dinero.
Tampoco es que se tratara de una sorpresa desagradable precisamente. En mi opinión, todos los novios deberían ser ricos sin que una lo supiera, aunque eso también me hizo recordar que por mucho que adorara a Lucas, todavía nos encontrábamos a las puertas de conocernos.
Además de los secretos que guardaba yo.
La dependienta nos preguntó si queríamos que envolviera el broche, pero Lucas lo cogió y me lo prendió en el abrigo. Estuve acariciando con el dedo los afilados pétalos mientras paseábamos de la mano por la plaza del pueblo.
—Gracias. Es el mejor regalo que me han hecho nunca.
—Entonces, es el mejor dinero que he empleado nunca.
Bajé la cabeza, azorada y feliz. Habríamos seguido poniéndonos sentimentales si no hubiéramos entrado en la plaza del pueblo y nos hubiéramos topado con los alumnos que rodeaban el autocar, charlando animados sin ningún profesor a la vista.
—¿Por qué está todo el mundo esperando abajo? ¿Por qué no han subido todavía al autocar?
Lucas parpadeó, obviamente contrariado por el brusco cambio de tema.
—Eh, no sé. Tienes razón —dijo, cuando consiguió situarse—. A estas horas ya deberían haber empezado a llamarnos.
Nos acercamos al corro de estudiantes.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Rodney, un chico que conocía de las clases de química.
—Es Raquel. Se ha largado.
Eso no podía ser cierto. Insistí.
—No se habría marchado sola. Se asusta con facilidad.
Vic se había abierto paso entre la gente hasta nosotros. Llevaba una bolsa de plástico transparente llena de corbatas chillonas.
—¿De verdad? Pues a mí siempre me ha parecido un poco distante —se interrumpió enseguida, como si se hubiera dado cuenta de que tal vez no era demasiado apropiado hablar mal de una persona desaparecida—. La he visto antes en la cafetería. Un chico del pueblo estaba intentando hablar con ella, aunque sin demasiado éxito. Ya no la he vuelto a ver después de eso.
Cogí a Lucas de la mano.
—¿Crees que ese chico ha podido hacerle algo?
—Puede que solo se esté retrasando.
Lucas intentó aparentar tranquilidad, pero no resultó demasiado convincente. Vic se encogió de hombros.
—Eh, igual el tío al final dijo lo que ella quería oír y ahora están dándose el lote por ahí.
Raquel nunca haría una cosa así. Era demasiado prudente y demasiado desconfiada como para liarse con alguien que no conocía llevada por un impulso. Con cierto remordimiento, me arrepentí de no haberle dicho que se viniera con Lucas y conmigo, en vez de dejarla sola.
Al ver aparecer a mi padre en la plaza con el ceño fruncido, comprendí que estaba incluso más preocupado que yo.