Me llamo Rojo (62 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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Cuando vi que Seküre se levantaba, cogía su sobretodo preparaba su hatillo me sentí tan aliviada que temí echarme a reír. Me senté y me tomé un par de cucharadas de la sopa de lentejas.

Negro fue lo bastante inteligente como para no acercarse a la puerta de la casa. A pesar de que en cierto momento Sevket se encerró en la habitación de su difunto padre y corrió el cerrojo desde dentro y nosotras pedimos ayuda, Negro no puso el pie en la casa ni permitió que sus hombres entraran. Por fin Sevket consintió en dejar la casa cuando su madre le dio permiso para que se llevara la daga con la empuñadura de rubíes de su tío Hasan.

—Temed a Hasan y a su espada roja —dijo el suegro más que con tono de derrota y venganza con auténtica preocupación.

Besó a sus nietos oliéndoles el pelo y susurró algo al oído de Seküre.

Al ver que miraba a toda prisa y por última vez la puerta de la casa, los muros y el horno, recordé una vez más que allí era donde Seküre había pasado los años más felices de su vida junto a su primer marido. ¿Se daba cuenta de que aquella misma casa se había convertido ahora en el refugio de dos hombres infelices y solitarios y que olía a muerte? No me acerqué a ella en el camino de vuelta porque me había roto el corazón.

Lo que hizo que en el camino de vuelta por fin nos aproximáramos los dos huérfanos y las tres mujeres, una esclava, una judía y una viuda, no fueron ni el frío ni la oscuridad de la noche, sino la estrechez de las calles casi impracticables de aquellos barrios extraños y el miedo a Hasan. Nuestra multitudinaria comitiva, protegida por los hombres de Negro, como si fuera una caravana que transporta un tesoro, avanzaba por caminos apartados, calles laterales y barrios por los que no había un alma para no darse con serenos, jenízaros, matones de barrio demasiado curiosos, bandidos ni con Hasan. A veces, en medio de una oscuridad negra como la pez en la que no se veía a un palmo, encontrábamos el camino chocando unos con otros o con los muros. Nos abrazábamos con fuerza creyendo que los espectros, los duendes y los diablos subterráneos nos llevarían en la oscuridad. Tras los muros y los postigos cerrados que sentíamos a tientas oíamos en el frío de la noche los ronquidos y las toses de la gente que dormía y los gemidos de las bestias en los establos.

Aunque yo misma, Ester, que me he pateado todas las calles de Estambul, excepto los barrios más pobres y peores, o sea, donde habitan los emigrantes y todo tipo de gente desdichada, creyera de vez en cuando que desapareceríamos entre aquellas callejuelas que daban vueltas y revueltas sin parar en una oscuridad sin fondo, había no obstante ciertos rincones que reconocía por haber pasado por allí de día llevando mi hatillo pacientemente: reconocí los muros de la calle del Sastre Mayor, el intenso olor a estiércol, que casi parecía canela, del establo que había junto al jardín del Maestro Nurullah, los solares incendiados de la calle de los Titiriteros y el pasaje de los Halconeros y la plaza de la Fuente del Peregrino Ciego, a la que daba el pasaje, y comprendí que no nos dirigíamos a la casa del difunto padre de Seküre sino a algún otro sitio que no pude adivinar.

Me di cuenta de inmediato de que Negro había encontrado otro lugar que sirviera de refugio porque quería ocultar a su familia de Hasan, que era imprevisible cuando se dejaba llevar por la ira, y de aquel demoníaco asesino. Si hubiera podido saber de qué sitio se trataba os lo diría ahora mismo y a Hasan a la mañana siguiente. No porque sea malvada, sino porque estaba segura de que Seküre querría atraerse de nuevo el interés de Hasan, por eso. Pero el inteligente Negro no confiaba ya en mí, y con toda la razón.

Estábamos en una calle oscura por detrás del Mercado de Esclavos cuando nos llegaron voces, gritos y llamadas desde el otro extremo de la calle. Oímos un forcejeo, ese estrépito incomparable que se escucha cuando empieza la pelea y entrechocan las hachas, las espadas y los garrotes y reconocí con pánico aullidos de agonía.

Negro le entregó su enorme espada a un hombre de confianza, le arrebató a la fuerza a Sevket la daga que llevaba, naciéndole llorar, e hizo que Seküre, Hayriye y los niños se alejaran de allí acompañados por el aprendiz de barbero y otros dos hombres. El estudiante de medersa me dijo que me llevaría directamente a casa; no me dejaría ir con los demás. ¿Era una casualidad o era para ocultarme astutamente el lugar en que iban a esconderlos?

Al final de la estrecha calle, nos vimos obligados a cruzarla, había un establecimiento que comprendí que era un café. Quizá la pelea había terminado antes de empezar. Una multitud que entraba y salía a gritos —en un primer momento pensé que lo estaban saqueando— estaba destruyendo el café. Primero sacaban las tazas, las cafeteras, los vasos y las mesas cuidadosamente y a la luz de las antorchas para que nosotros, los curiosos, lo observáramos y nos sirviera de ejemplo, y luego lo rompían todo ante nuestros ojos. Estuvieron golpeando un rato a uno que intentó detener aquello pero por fin pudo librarse. Al principio pensé que su única preocupación era el café, como decían. Explicaban los peligros del café, cómo estropeaba la vista y el estómago, cómo confundía la mente y provocaba que los hombres abandonaran la fe, cómo era un veneno franco y cómo el Profeta Mahoma lo había rechazado a pesar de que el Diablo se lo había ofrecido disfrazado de una hermosa mujer. Aquello parecía una función nocturna educativa, hasta el punto de que en cuanto volviera a casa pensaba reñir a Nesim y decirle: «No tomes mucho de ese veneno».

Como por los alrededores había bastantes pensiones de solteros y fondas baratas, rápidamente se reunió una multitud de espectadores, compuesta de piojosos sin oficio ni beneficio y vagos que habían entrado ilegalmente en la ciudad, que envalentonó a los enemigos del café. Fue entonces cuando me di cuenta de que se trataba de los hombres de Nusret, el famoso predicador de Erzurum. Iban a limpiar Estambul de nidos de bebida y prostitución y de cafés y castigarían a todos aquellos que se apartaran del camino del Profeta Mahoma y a los que bailaban moviendo las caderas al ritmo de la música en los monasterios con la excusa de que se trataba de ceremonias religiosas. Maldijeron a los enemigos de la religión, a los que colaboraban con el Diablo, a los idólatras, a los impíos y a los ilustradores. Entonces recordé que aquél era el café de cuyas paredes se colgaban pinturas, donde se difamaba la religión y al predicador de Erzurum y se cometían tantas obscenidades.

Del interior salió un mozo con la cara cubierta de sangre; creí que iba a desplomarse pero se limpió la sangre de la frente y las mejillas con la manga de la camisa, se unió a nosotros y comenzó a contemplar el asalto. La multitud, temerosa, se había retirado ligeramente. Me di cuenta de que Negro reconocía a alguien entre la multitud y de que dudaba por un instante. Comprendí que estaban llegando los jenízaros o cualquier otro grupo armado de garrotes por la manera en que se dispersaron los erzurumíes. Las antorchas se apagaron y en la multitud se produjo una enorme confusión.

Negro me agarró del brazo y me apartó para que siguiera al estudiante. «Id por calles laterales —dijo—. Te llevará a tu casa». El estudiante quería desaparecer lo antes posible, así que nos alejamos a la carrera. Seguía pensando en Negro, pero si retiran a esta Ester vuestra de la acción ya no puede contaros cómo sigue la historia.

54. Yo, la mujer

¡Señor cuentista, puedes imitar cualquier cosa pero no puedes ser una mujer! Eso dicen pero yo afirmo lo contrario. Sí, nunca he podido casarme porque he estado continuamente de ciudad en ciudad narrando historias hasta medianoche e imitando cualquier cosa hasta enronquecer en bodas, diversiones y cafés. Pero eso no significa en absoluto que no conozca a las mujeres.

Conozco muy bien a las mujeres e incluso he tratado personalmente con cuatro de ellas, les he visto la cara y les he hablado. Son las siguientes:

1. Mi difunta madre. 2. Mi querida tía. 3. La mujer de mi hermano mayor, el mismo que siempre me pegaba, que me decía que saliera de la habitación en cuanto me veía (fue de la primera de la que me enamoré). 4. Una mujer a la que vi por un instante en una ventana abierta en Konya durante uno de mis viajes. Aunque nunca le hablé, durante años, todavía ahora, alimenté por ella lujuriosos sentimientos. Quizá ya haya muerto.

Como ver a una mujer con la cara descubierta, hablar con ella y verla en su condición humana puede provocar en nosotros, los hombres, profundos dolores carnales y espirituales, lo mejor es no verlas antes de la boda, como ordena nuestra religión, especialmente a las hermosas. Para satisfacer las necesidades del cuerpo la única solución es buscar la amistad de apuestos muchachos que no tienen nada que envidiar a las mujeres, y esto acaba por convertirse en una dulce costumbre. En las ciudades de los francos las mujeres se pasean llevando al descubierto no sólo sus rostros sino también sus brillantes cabellos, lo más atractivo de una mujer, y además sus cuellos, sus brazos, sus hermosas gargantas y, si lo que cuentan es cierto, parte de sus preciosas piernas, y por esa razón los hombres andan con sus partes siempre erectas y caminan avergonzados, doloridos y a duras penas, lo cual, por supuesto, lleva a la parálisis de su sociedad. Ése es el motivo por el que cada día los infieles francos pierden una fortaleza ante el Otomano.

Así pues, tras comprender ya en mi primera juventud que el camino más acertado para la felicidad y la paz de mi alma era vivir alejado de las mujeres hermosas, sentí aún más curiosidad por ellas. Como por entonces no había visto a otras que mi madre y mi tía, mi curiosidad adquirió una misteriosa peculiaridad, era como si la cabeza me hormigueara y comprendiera que sólo podría sentir lo que sentían haciendo lo que ellas, comiendo lo que ellas, repitiendo sus palabras, imitando sus actitudes y vistiendo sus ropas. Y un viernes en que mi madre, mi padre, mi hermano mayor, mi tía, todos en suma, fueron a visitar el jardín de rosas de mi abuelo en las orillas del Fahreng, les dije que estaba enfermo y me quedé en casa.

—Ven, mira, en el campo puedes ver perros, árboles y caballos, imitarlos y hacernos reír. ¿Qué vas a hacer solo en casa? —me dijo mi difunta madre.

«Ponerme tus ropas y convertirme en mujer, madre mía.» Eso no se lo dije, por supuesto, sino que me excusé.

— Me duele el estómago.

—No seas quejica —intervino mi padre—. Ven y haremos unos asaltos de lucha.

Ahora, hermanos ilustradores y calígrafos, voy a describiros lo que sentí cuando se fueron y me fui poniendo una a una las prendas de ropa interior y los vestidos de mi madre y mi tía y a explicaros los secretos de ser mujer, que comprendí ese día. Primero tengo que confesaros algo: al contrario de lo que tantas veces hemos leído en los libros y escuchado a los predicadores, cuando uno se convierte en mujer en realidad no se siente como si fuera el Diablo.

Justo al contrario. Cuando me puse los calzones de lana con rosas bordadas de mi difunta madre, se extendió por mi interior un dulce bienestar y me sentí tan sensible como ella. Cuando la camisa de seda verde pistacho de mi tía, que ella misma apenas se atrevía a ponerse, tocó mi piel desnuda, se elevó en mi corazón un enorme cariño por todos los niños, incluido yo. Me habría apetecido cocinar para el mundo entero y amamantar a todos. Y así, después de sentir un poco cómo sería si tuviera pechos, me metí todo tipo de cosas —calcetines, pañuelos— para comprender aquello por lo que verdaderamente sentía curiosidad: qué tipo de sensación sería la de ser una mujer de grandes tetas, y al ver aquellas grandes protuberancias entonces sí, me sentí tan orgulloso como el Diablo. Me sentí con mucho poder porque comprendí de inmediato que los hombres correrían tras ellas con sólo ver sus sombras y que se agitarían implorantes por llevárselas a la boca. Pero ¿quería ser poderoso? Estaba confuso: quería serlo pero también provocar pena; tanto quería que un hombre desconocido pero rico, fuerte y sutil me amara enloquecidamente como me daba miedo la idea. Me puse las ajorcas de oro torcido que mi madre guardaba en el interior de unos calcetines de lana que olían a almizcle y que estaban junto a las sábanas con bordados de hojas en el fondo del cofre de su ajuar, el colorete que se ponía al regresar de los baños para enrojecer todavía más sus mejillas, la túnica verde pino de mi tía, me recogí el pelo y me coloqué el velo del mismo color y cuando me contemplé en el espejo con marco de nácar me recorrió un escalofrío. Aunque no los había tocado lo más mínimo, mis ojos y mis pestañas se habían convertido en los de una mujer. Sólo podía verme los ojos y las mejillas pero era una mujer muy hermosa y aquello me hizo muy dichoso. Mi miembro viril lo notó antes que yo y se levantó. Aquello me hizo desdichado.

Contemplé en el espejo que sostenía el fluir de una lágrima que se me había desprendido del ojo y en ese momento me surgió del corazón un amargo poema que nunca he podido olvidar. Porque al mismo tiempo, con una inspiración divina, recité aquella poesía rítmicamente, como si fuera una canción, intentando olvidar mi pena:

Dice mi corazón indeciso que cuando está en Oriente quiere

estar en Occidente

y cuando en Occidente en Oriente.

Dicen mis otras partes que si soy hombre quieren ser mujer

y si mujer hombre.

Qué difícil es ser humano, y aún más arduo

vivir como tal.

Quiero disfrutar por delante y por detrás,

por Oriente y por Occidente.

Os iba a decir que, por el amor de Dios, no se enteren nuestros hermanos los erzurumíes de esta canción que brotó de mi interior porque se irritarían bastante. De todas formas, ¿por qué voy a tener miedo? Quizá no se enfaden porque, mirad, no lo digo por cotillear, pero ¿habéis oído hablar de ese famoso predicador, Su Excelencia Nisiquierahusret Efendi?, pues lo que es casado, lo está, pero al parecer, como os pasa a vosotros, sensibles ilustradores, le gustan más los muchachos apuestos que nosotras las mujeres, y yo sólo digo lo que me han contado, así que no soy responsable si no es verdad. Pero yo no le hago demasiado caso porque lo considero un mal hombre y además es viejo. Se le han caído los dientes y, según los apuestos jovencitos que se le han acercado, le apesta la boca, con perdón, como a culo de oso.

Bien, cierro la boca y vuelvo a la cuestión principal. En cuanto comprendí que era muy hermosa ya no quise lavar la ropa ni fregar ni salir a la calle como las esclavas. La pobreza, las lágrimas y la infelicidad, el mirarse al espejo y decepcionarse y llorar son cosas de mujeres tristes y feas. Tenía que encontrar un marido que me tuviera en palmitas, pero ¿quién?

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