Matrimonio de sabuesos (22 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Matrimonio de sabuesos
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—El choque del fuego ha sido demasiado fuerte para su corazón. Ha muerto. Después de todo, y dadas las circunstancias, creo que es lo mejor que le podía haber sucedido. Se detuvo unos instantes y luego añadió:

—Había cierta cantidad de ricino también en el vaso que me enviaron.

—Ha dicho bien el doctor —dijo Tommy después de haber dejado a Hannah bajo el cuidado de Burton, y como se encontrara de nuevo a solas con su mujer en el descansillo de la escalera, añadió—: Es lo mejor que podía haberle ocurrido. Tuppence, has estado como de costumbre, sencillamente maravillosa.

—Como has visto, no ha habido necesidad de representar el papel de Hanaud —replicó Tuppence.

—No, el asunto era muy serio para andarse con teatralerías. Pero vuelvo a repetirte: has estado inconmensurable. Empleando una cita muy inteligente, te diré: «Que es una gran ventaja la de ser inteligente sin parecerlo».

—Tommy —le contestó Tuppence, echándole una mirada de basilisco—, eres un perfecto animal.

Capítulo XIX
-
Coartada irrebatible

Tommy y Tuppence estaban entretenidos en leer su correspondencia. De pronto, Tuppence lanzó una exclamación y pasó a su esposo la carta que en aquel momento tenía entre las manos.

—Un nuevo cliente —dijo con orgullo.

—¡Ja! —respondió Tommy después de haberse enterado de su contenido—. ¿Qué consecuencia podemos sacar de su lectura, Watson? Muy poca, con excepción del hecho de que mister..., ¿cómo dice que se llama? ¡Ah, si!, Montgomery Jones, es un educado a lo rico, a juzgar por su deplorable ortografía.

—¿Montgomery Jones...? —se preguntó Tuppence—. ¿Qué es lo que sabemos acerca de alguien que se llame Montgomery Jones? ¡Ah, sí, ahora me acuerdo! Creo haber oído mencionar este nombre a Jane Saint Vincent. Su madre era una tal lady Aileen Montgomery, muy encopetada y llena de condecoraciones, que se casó con un hombre muy rico.

—Vamos, la vieja historia. ¿A qué hora dice que quiere vernos este mister J.M.? ¡Ah!, a las once y media.

Exactamente a la hora indicada, un joven muy alto, de aspecto amable e ingenuo, entró en el recibidor y se dirigió a Albert, el mensajero de la oficina.

—Escuche, jovencito. ¿Puedo ver... a mister Blunt?

—¿Tiene usted alguna hora convenida previamente para verle? —preguntó Albert.

—Pues... le diré. Si, creo que sí. Quiero decir que le escribí una carta y...

—¿Cuál es su nombre, caballero?

—Míster Montgomery Jones.

—Voy a comunicárselo a mister Blunt. Volvió después de un breve intervalo.

—Dice que tenga la bondad de esperar unos instantes. Míster Blunt está ahora ocupadísimo con una importante conferencia.

—Bien, bien. Esperaré.

Habiendo, así lo esperaba, impresionado suficientemente a su cliente, Tommy oprimió el pulsador que había en su mesa y Albert condujo a mister Montgomery Jones al despacho privado de su jefe.

Tommy se levantó y, después de estrechar calurosamente la mano del visitante, le hizo señas de que tomase asiento.

—Ahora, mister Montgomery Jones, usted dirá a qué debo el honor de su agradable visita —añadió Tommy vivamente.

Mister Montgomery Jones dirigió una inquieta mirada en dirección al tercer ocupante de la habitación.

—Ésta es mi secretaria confidencial, miss Robinson —dijo Tommy—, y puede usted hablar delante de ella con entera libertad. Supongo que el asunto que le trae aquí es familiar y de naturaleza un tanto delicada, si me permite calificarlo así.

—Pues... no, no es eso exactamente —contestó mister Montgomery Jones.

—Me sorprende —replicó Tommy—. Espero que no se trate de algún grave aprieto personal. —¡Oh, no!

—En ese caso le agradecería se sirviera exponerme los hechos con la mayor sencillez posible.

Esto, sin embargo, era algo que, aparentemente, mister Montgomery Jones no sabía hacer.

—Es algo enrevesado lo que tengo que comunicarle —dijo con cierto titubeo—, y no sé cómo empezar a relatárselo.

—Quiero poner en su conocimiento que no nos dedicamos a asuntos en que vaya involucrado el divorcio —advirtió Tommy.

—¡Oh, no!, no se trata de nada de eso. Se trata simplemente de... no sé cómo llamarlo... de una especie de... broma.

—¿Alguna broma pesada de carácter un tanto misterioso?

—No, tampoco.

—Entonces —añadió Tommy batiéndose discretamente en retirada— tómese el tiempo que crea conveniente y díganos después de qué se trata. Hubo una pausa.

—Pues —prosiguió al fin mister Jones— el caso ocurrió durante una cena. Yo estaba sentado al lado de una muchacha.

—Muy bien —añadió Tommy tratando de alentarle.

—Ella es, no sé cómo describirla, es la mujer más simpática y desenvuelta que he conocido en mi vida. Venía de Australia y comparte con una amiga un pisito de la calle Clarges. No puedo explicar la impresión tan profunda que esa muchacha llegó a producir en mí.

—Nos la podemos imaginar, mister Jones —intercaló Tuppence.

Veía claramente que era inútil tratar de extraer nada definitivo del joven Montgomery sin añadir un toque femenino al método tosco y materialista empleado por su marido.

—Sí, le comprendemos perfectamente —añadió.

—Como les digo, todo ocurrió sin que ni siquiera me diese cuenta de cómo ni por qué. Había en mi vida otra muchacha, mejor dicho, dos. Una era alegre y festiva, pero con una barbilla que no me acababa de gustar. Bailaba maravillosamente, eso sí. La otra era una artista del Frivolity. Muy simpática, muy cariñosa, pero del corte de las que producen grandes fricciones en el seno de una familia como la mía. No es que en realidad tuviese yo ganas de casarme con ninguna de ellas, pero..., ¿qué quería usted? Seguí disfrutando de su amistad hasta que un día, como por arte de encantamiento, me encontré sentado Junto a la joven a que antes hice referencia y...

—No siga —interrumpió Tuppence—. Un nuevo mundo pareció surgir ante sus ojos.

Tommy se agitó impaciente en su silla. Estaba un tanto aburrido de oír aquella insípida historia de los amores del joven Montgomery.

—Usted lo ha dicho, señorita —respondió éste—. Es exactamente lo que yo sentí en aquel momento. Sólo que... ella no pareció fijarse mucho en mí. Era natural. ¿Quién era yo para una mujer tan encantadora como aquélla? Ésta es la razón por la que he decidido seguir adelante con este asunto. Es mi única oportunidad. Se trata de una señorita incapaz de echarse atrás en su palabra.

—Bien, tenga la seguridad de que le desearemos toda la suerte del mundo en su empresa —insistió Tuppence con amabilidad—, pero..., ¿se puede saber qué es lo que quiere que hagamos nosotros?

—¡Ah!, ¿no lo he dicho?

—Que yo sepa, no —contestó Tommy.

—Pues es lo siguiente. Estábamos un día hablando de historias policíacas. Una, así se llama la joven, es una gran aficionada a este género de novelas. Discutimos acerca de una cuyo argumento giraba alrededor de una coartada. Después dije, no ella, mejor dicho, no recuerdo, no sé con seguridad quién de los dos...

—No importa quién lo dijera. Siga usted —interpuso Tuppence.

—Yo decía que la coartada era una cosa sumamente difícil de preparar. Ella opinaba lo contrario. Llegamos a acalorarnos y de pronto ella exclamó: «No se hable más del asunto. Voy a hacer una proposición un tanto arriesgada para mi. ¿Qué se apuesta a que soy capaz de forjar una coartada que nadie pueda rebatir?».

»—Lo que usted quiera —contesté.

»—No. Le concedo el derecho de elección.

»—Pues bien. Lo que usted pide contra... contra su mano. ¿Acepta?

»Ella se echó a reír.

»—No sé si sabrá que vengo de familia de jugadores —dijo—. Acepto.

—¿Y bien...? —insinuó Tuppence al ver que aquél se detenía y la miraba con ojos de súplica.

—¿Acaso no ven lo que quiero decir? El asunto está ahora en mis manos y es la única oportunidad que tengo de conseguir a una mujer como ésa. No tienen ustedes idea de lo decidida que es. El verano pasado salió a pasear en lancha con unos amigos y alguien apostó a que no se atrevería a lanzarse vestida al mar y nadar hasta la orilla. Pues lo hizo.

—Es una proposición muy curiosa —dijo Tommy—, pero todavía no acabo de comprender su alcance.

—No puede ser más sencilla —añadió Montgomery Jones—. Se trata de algo que estarán ustedes cansados de hacer a diario. Destruir coartadas.

—Sí, sí, claro —contestó Tommy—. Ésa es una de las fases de nuestro trabajo.

—Alguien ha de hacerlo por mí, porque yo, señores, me siento completamente incapaz de resolver problemas de esta naturaleza. Para ustedes esto no pasa de ser un mero juego infantil. Para mí, en cambio, es asunto de suma importancia. Pagaré, como es natural, toda suerte de gastos en que incurran, y si los resultados son satisfactorios, cualquier cantidad que se dignen ustedes estipular.

—Está bien —dijo Tuppence—. Creo que mister Blunt se encargará de su caso.

—Sí, sí —corroboró Tommy—. Me haré cargo de él.

Mister Montgomery Jones soltó un suspiro de alivio, sacó un montón de papeles del bolsillo y separó uno.

—Aquí está —dijo—. Es de ella y reza así: «Le envió una prueba de cómo logré estar en dos sitios diferentes al mismo tiempo. Según una de las versiones, yo comí sola en el restaurante Bon Temps, del Soho, y fui al teatro Duke y cené en el Savoy con mister Le Marchant. Pero también estuve en el Hotel Castle, en Torquay, y no volví a Londres hasta primera hora de la mañana siguiente. A usted le corresponde probar cuál de las dos historias es la verdadera y el modo como me las compuse para llevar a cabo la otra».

»Bien —prosiguió Montgomery Jones al terminar de leer—. Supongo que sabe ya lo que tiene que hacer.

—Sí, sí —respondió Tommy—. Es un problema reconfortante, y de lo más ingenuo que pueda darse, por añadidura.

—Aquí tiene usted un retrato de Una. Le será muy útil llevarlo consigo.

—¿Cuál es el nombre completo de la joven? —inquirió Tommy.

—Miss Una Drake. Y sus señas, calle Clarges, numero180.

—Gracias —dijo Tommy—. Tenga la seguridad de que pondré todo mi empeño en su caso y espero que no he de tardar en poder comunicarle algo satisfactorio.

—Muchísimas gracias —respondió Montgomery Jones le-yantándose y estrechándole la mano—. No sabe usted el peso que me ha quitado de encima.

Después de acompañar hasta la puerta a su cliente, Tommy volvió al despacho interior, donde encontró a Tuppence, atareada en revisar detenidamente los clásicos de la biblioteca.

—Inspector French —dijo Tuppence.

––¿Eh?

—Nada. Que es un caso a propósito para el inspector French. Siempre anda ocupado en la destrucción de coartadas. Conozco su sistema. Hemos de leer detenidamente los detalles y luego comprobarlos uno por uno. Por muy naturales que nos parezcan. no resisten, por lo general, un escrupuloso análisis.

—No creo que tengamos gran dificultad en resolver este jeroglífico —asintió Tommy—. Quiero decir que, sabiendo que una de las historias es falsa, tenemos ya un buen punto de partida. Pero hay una cosa que me preocupa.

—¿Cuál?

—La muchacha. Vamos a obligarla a casarse con ese hombre, lo quiera o no.

—Entonces, veo que eres todavía un perfecto pipiolo. Las mujeres no son nunca lo arriesgadas que pretenden aparentar. De no haber estado dispuesta a casarse con ese hombre, por muy calabacín que pueda parecerte, jamás habría aceptado una proposición así. Créeme, Tommy, ella se casará con él con más entusiasmo y respeto si gana la apuesta, que esperando un arranque que jamás ha de llegar. —Cualquiera diría que eres doña Sabelotodo.

—Pues lo soy, aunque tú no lo creas.

—Está bien. Ahora examinemos nuestros datos —dijo Tommy recogiendo los papeles—. Primero la fotografía. ¡Hum! Estupenda muchacha, y estupenda reproducción.

—Debes llevar también las de otras muchachas.

—¿Las de otras muchachas? ¿Para qué?

—Para enseñárselas todas juntas a los camareros y ver si consiguen reconocer a la verdadera.

—¿Y esperas que lo hagan? —preguntó Tommy.

—Al menos eso es lo que ocurre casi siempre en los libros.

—Es una pena que la vida real sea tan diferente de la ficción. Pero sigamos. ¿Qué es lo que tenemos aquí? Ah, sí, éste es el lote de Londres. Comió en el Bon Temps a las siete treinta. Fue al teatro Duke y vio el
Delphiniums Bine
. Incluye la entrada. Cenó en el Savoy con mister Le Marchant. Creo que podríamos entrevistarnos con mister Le Marchant.

—¿Para qué? —objetó Tuppence—. ¿No comprendes que si es un amigo de ella forzosamente habrá de seguirle el juego? Descartemos cuanto éste pueda decir de momento.

—Bien, entonces vamos al capítulo de Torquay. A las doce tomó el tren en Paddington, comiendo en el vagón restaurante. Adjunta recibo del mismo. Se hospedó en el Hotel Castle durante la noche. También incluye la cuenta correspondiente.

—Todo esto me parece poco consistente. Cualquiera puede comprar una entrada de teatro sin acercarse siquiera a él. La muchacha se limitó a ir a Torquay. Todo el asunto de Londres es una farsa.

—Si es así, tenemos tarea para rato —contestó Tommy—. Insisto en que veamos primero a ese mister Le Marchant.

Éste resultó ser un joven campechano y jovial que no mostró sorpresa alguna al verse objeto de la atención del matrimonio.

—Sí, es cierto que Una se trae algo entre manos —repuso—. ¿Qué? No lo sé.

—Tengo entendido, mister Le Marchant —inquirió Tommy—, que miss Drake cenó con usted en el Savoy el martes pasado.

—Es cierto. Recuerdo que fue el martes porque Una lo recalcó y hasta me lo hizo escribir en mi librito de notas.

Con cierto orgullo mostró un pequeño apunte hecho con lápiz que decía así: «Cenando con Una, Savoy, martes, 19».

—¿Sabe usted dónde estuvo miss Drake antes de esa hora?

—Sí, viendo una función que se llamaba
Pink Peonies
o algo por el estilo. Un desastre, según ella misma me confesó.

—¿Está usted completamente seguro de que miss Drake estuvo con usted la noche que he mencionado? Le Marchant le miró sorprendido.

—¡Hombre, qué pregunta! ¿No le acabo de decir que sí?

—Quizá lo dijera usted por mera insinuación de ella —intercaló Tuppence.

—No. lo que he dicho es la pura verdad. Ahora bien, en el curso de la cena ocurrió algo que me llamó verdaderamente la atención. Me dijo algo así como: «Tú crees que estás cenando ahora conmigo, ¿verdad, Jimmy? Pues en realidad yo estoy cenando en estos momentos a trescientos kilómetros de aquí. En Devonshire». ¿No les parece a ustedes algo raro todo esto? Y lo gracioso es que un amigo mío que estaba allí precisamente, un tal Dicky Rice, dice haberla visto esa misma tarde.

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