Matrimonio de sabuesos (20 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Matrimonio de sabuesos
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—Es muy serio lo que acaba de referir —dijo—. Crea, como usted ha dicho bien, una fuerte sospecha de que el remitente de los dulces es alguien que vive sin duda bajo su propio techo. Sin embargo, le ruego me perdone si insisto en decirle que no veo todavía motivo alguno que justifique su decisión de no acudir a la policía.

Lois Hargreaves le miró durante unos instantes serenamente a los ojos.

—Yo se lo diré, mister Blunt. Quizá necesite mantener este asunto en el más absoluto secreto.

—En ese caso —respondió Tommy, volviéndose a alejar—, ya veo que no está dispuesta a hacernos partícipes de sus sospechas.

—No sospecho de nadie en particular —dijo—. Admito sólo que existe la posibilidad.

—Bien. Ahora, ¿quiere usted hacerme el favor de describirme detalladamente a todos cuantos hoy viven en la casa?

—Los sirvientes, con excepción de la doncella, son antiguos criados que han permanecido en la familia un gran número de años. Debo explicarle, mister Blunt, que he crecido junto a mi tía lady Radcliffe, cuyo marido le dejó al morir una inmensa fortuna. Fue él quien compró Thurnly Grange, pero a su muerte, ocurrida dos años después de haberse establecido allí, mi tía envió a buscarme y decidió que me quedase a vivir con ella. Al fin y al cabo, era yo el único pariente que le quedaba con vida. El otro huésped de la casa era Dennis Radcliffe, sobrino de su marido, y a quien siempre he llamado primo, no obstante no ligarme a él lazo alguno de consanguinidad. Tía Lucy tenía el pro-pósito, con excepción de una pequeña suma destinada a atender mis gastos, de dejar todo su dinero a Dennis. Era dinero de los Radcliffe, decía, y a un Radcliffe, por lo tanto, debía ir a parar. Sin embargo, al cumplir Dennis los veintidós años, hubo una violenta disputa entre tía y sobrino, según creo por ciertas deudas que éste había contraído, y al morir tía Lucy un año después quedé sorprendida al enterarme de que, contrariamente a lo que en principio decidiera, había testado a mi favor. Fue, lo sé, un gran golpe para Dennis y nadie como yo sintió tanto lo ocurrido. Quise hacer una declaración de renuncia, pero Dennis no la aceptó. No obstante, y cuando llegué a la mayoría de edad, me apresuré a hacer un testamento, poniéndole todo de nuevo a su nombre. Es lo menos que podía hacer por él. Así, si algo me ocurre, volverá Dennis a disfrutar de lo que en justicia le per-tenece.

—Y..., ¿cuándo cumplió usted su mayoría de edad, si puede saberse?

—Hace exactamente tres semanas.

—¡Ah! —exclamó Tommy—. ¿Quiere usted darme ahora toda clase de particularidades acerca de los que viven en la casa en estos momentos?

—¿Criados o...?

—De todos.

—Los sirvientes, como he dicho, y con una sola excepción, llevan muchos años en la casa. Está la vieja mistress Holloway, cocinera, y su sobrina Rose como ayudanta. Luego hay dos criados, también de edad, y Hannah, que lo fue de mi tía y que a mí me tiene un gran afecto. La doncella se llama Esther Quant, y parece una buena muchacha. En cuanto a no sirvientes, están miss Logan, que fue compañera de tía Lucy y que prácticamente es la que lleva la casa; Dennis, el capitán Radcliffe, de quien ya le he hablado, y una joven llamada Mary Chilcott, amiga mía del colegio, que ha venido a pasar una temporada con nosotros.

Tommy quedó pensativo unos instantes.

—Bien, todo parece estar claro, miss Hargreaves —dijo después—. Admito que no tenga usted un motivo especial para dudar de alguien en particular, pero..., ¿no es verdad también que existe en usted el temor de que no haya sido precisamente un criado quien haya tenido la mala ocurrencia de enviar esas chocolatinas?

—Eso es cierto, mister Blunt; pero sigo sin tener la menor idea de quién pudo haber sido el que empleó el pedazo de papel al que antes he hecho referencia.

—Entonces sólo queda una cosa por hacer, y es que yo me persone en el lugar del suceso. La muchacha le miró sorprendida.

—Sugiero —prosiguió Tommy después de pensar unos momentos— que prepare usted el camino para la llegada a su casa... digamos de Mr. y Mrs. Van Dusen, amigos suyos de Estados Unidos. ¿Podrá hacer esto sin despertar sospechas?

—¡Claro! ¿Cuándo vendrán ustedes? ¿Mañana... o pasado?

—Mejor mañana. No conviene que perdamos tiempo.

—Entonces, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

La muchacha se levantó y tendió una mano en señal de despedida.

—Una pequeña advertencia, miss Hargreaves. Ni una palabra a nadie, ¿me entiende usted bien?, a nadie, acerca de nuestra verdadera personalidad.

—¿Qué te parece todo esto, Tuppence? —preguntó Tommy después de haber acompañado a la visita hasta la puerta.

—Que no me gusta —respondió decididamente Tuppence—. En especial lo de que las chocolatinas hayan tenido esa cantidad tan pequeña de arsénico.

—¿Qué quieres decir?

—¿Pero no lo ves, acaso? Todas esas chocolatinas las está distribuyendo alguien para dar la sensación de que hay un maníaco en la localidad. Así, cuando la muchacha fuese envenenada, que lo será tarde o temprano, todos creerían que se trataba meramente de la obra de un irresponsable. A no ser por ese pequeño detalle de los peces, ¿quién se habría imaginado que el envío de los dulces se había hecho desde la propia casa?

—Tienes razón. ¿Crees entonces que se trata de un complot contra la muchacha?

—Me temo que sí. Recuerdo haber leído algo acerca del testamento de lady Radcliffe y de la enorme cantidad de dinero que se relacionaba con él. Esa muchacha ha entrado en posesión de una inmensa fortuna.

—Si, y ya la has oído. Hace sólo tres semanas que testó en favor del capitán Radcliffe. ¿No te parece algo sospechoso? Éste es el único que sale ganando con su muerte.

Tuppence asintió con un movimiento de cabeza.

—Y lo malo es que, por lo visto, ella lo sabe. Así se comprende que no haya querido poner el asunto en manos de la policía. Debe de estar muy enamorada de él para obrar en la forma que lo ha hecho.

—En ese caso —dijo Tommy, pensativo—, ¿por qué diablos no se casa con ella? La solución sería más sencilla y más segura.

Tuppence le miró fijamente unos segundos.

—Creo que has dicho una gran verdad —observó. —¡Claro! ¿Por qué apelar al crimen cuando hay un medio legal de conseguir el mismo fin? Tuppence quedó pensativa.

—Ya lo tengo —anunció de pronto—. Con toda seguridad se habría casado con alguna camarera durante su estancia en Oxford. Esto explica asimismo el motivo de la riña con su tía.

—Entonces, ¿por qué no haber enviado también unos cuantos dulces a la camarera? —sugirió Tommy—. Habría sido lo más práctico. Por lo que más quieras, Tuppence, no tengas esa mala costumbre de establecer conclusiones antes de tiempo.

—No son conclusiones —replicó Tuppence con dignidad—. Son deducciones. ¡Cómo se ve que ésta es tu primera corrida, queridísimo esposo! Cuando lleves, como yo, algún tiempo en la arena...

Tommy le tiró a la cara el primer almohadón que halló a mano.

Capítulo XVIII
-
La muerte al acecho (Continuación)

Oye, Tuppence, ven en seguida. Era la hora del desayuno de la mañana siguiente. Tuppence abandonó apresuradamente sus habitaciones y se presentó en el comedor. Tommy se paseaba nervioso a lo largo de la estancia con un periódico entre las manos.

—¿Qué ocurre?

Tommy le entregó el diario señalándole uno de los encabezamientos de la primera plana. Decía así:

CASO MISTERIOSO DE ENVENENAMIENTO MUERTES PRODUCIDAS POR INGERIR EMPAREDADOS DE PASTA DE HIGOS

Tuppence leyó al detalle la noticia. Esta misteriosa intoxicación por tomainas había ocurrido precisamente en Thurnly Grange. Los informes de las muertes ocurridas hasta el momento de la publicación se referían a miss Lois Hargreaves, la dueña de la casa, y a la camarera, Esther Quant. También decía que un tal capitán Radcliffe y una cierta miss Logan se hallaban en estado grave. La causa del cataclismo se atribuía a la pasta de higos empleada para la confección de unos emparedados. Una tal miss Chilcott, que se había abstenido de comerlos, no experimentó molestia alguna.

—Debemos salir al instante para Thurnly Grange —dijo Tommy—. ¡Esa muchacha! ¡Pobrecilla! ¿Por qué no se me habría ocurrido ir ayer en vez de hoy?

—De haberlo hecho —replicó Tuppence—, seguramente te habría dado la mala idea de probar los emparedados y estarías ya en el otro mundo. Bueno, no lo pensemos más. Aquí dice que Dennis Radcliffe es otro de los que resultaron intoxicados.

—¡El muy cochino...! No te quepa duda de que está haciendo una comedia.

Llegaron a Thurnly Grange casi al mediodía, y una mujer entrada en años y con los ojos enrojecidos por el llanto, salió a abrirles la puerta.

—Óigame —se adelantó a decir Tommy—, no soy ningún periodista ni nada que se le parezca. Miss Hargreaves fue a visitarme ayer y me suplicó que viniese. ¿Hay alguien en la casa con quien yo pudiera entrevistarme?

—Si quiere usted hablar con el doctor Burton —contestó la mujer, muy recelosa—, está aquí en estos momentos. También está miss Chilcott. Ella es la que se encarga de recibir las visitas. Pero Tommy optó por la primera invitación.

—Prefiero hablar con el doctor Burton —dijo con acento autoritario—. Y, a ser posible, al instante.

La criada le condujo a un pequeño saloncito. Cinco minutos después se abrió la puerta y entró un hombre alto, canoso, de hombros encorvados y una honda preocupación reflejada en el rostro.

—¿Doctor Burton? —inquirió Tommy, entregándole su tarjeta profesional—. Miss Hargreaves me visitó ayer con referencia a unas chocolatinas envenenadas y vengo a investigar el asunto a requerimiento suyo. Demasiado tarde, por lo que tengo entendido.

El doctor Burton le miró con fijeza.

—¿Es usted el propio míster Blunt?

—Sí. Y ésta es mi ayudante, miss Robinson.

El doctor hizo una ceremoniosa reverencia a Tuppence.

—En las presentes circunstancias, no creo necesario recurrir al empleo de la reticencia. De no ser por el episodio de las chocolatinas, yo hubiese dicho que las muertes se debieron a una fuerte intoxicación por tomainas; tomainas, dicho sea de paso, de un carácter en extremo virulentas. En todos los casos hay una gran inflamación intestinal, seguida de hemorragias. Antes de hacer mi dictamen, he decidido llevarme la pasta de higos para proceder a su debido análisis.

—¿Sospecha usted de intoxicación por arsénico?

—No. El veneno, si es que en realidad lo hay, es algo mucho más activo y de acción rápida. Más bien parece una potente toxina vegetal.

—¡Ah! Quisiera preguntarle, doctor Burton, si está usted seguro de que el capitán Radcliffe sufre los efectos de una intoxicación análoga a la que usted acaba de citar. El doctor le miró fijamente unos instantes.

—El capitán Radcliffe no sufre ya los efectos de ninguna clase de envenenamiento.

—¡Ah! —exclamó Tommy—. Ya me...

—El capitán Radcliffe murió esta mañana a las cinco.

Tommy se quedó de una pieza.

—¿Y la otra víctima, miss Logan? —añadió el detective al ver que el doctor se disponía a partir.

—Habiendo sobrevivido hasta este momento, tengo todas las razones para creer que se repondrá totalmente. Siendo como es ya vieja, parece que el veneno no ha actuado con tanta virulencia. Ya le comunicaré el resultado del análisis, míster Blunt, mientras tanto, espero que miss Chilcott podrá ponerle al corriente de todo cuanto desee.

Al acabar de pronunciar esas palabras se abrió de nuevo la puerta y en ella apareció una joven. Era alta, con piel quemada por el sol y grandes y profundos ojos azules. El doctor hizo las necesarias presentaciones.

—Me alegro de que haya usted venido, míster Blunt —dijo Mary Chilcott—. Esto ha sido algo horrible. ¿Puedo serle de utilidad?

—Sí. ¿Se sabe de dónde vino esa pasta de higos?

—De Londres. Es una clase que, según parece, la piden aquí con frecuencia. Nadie sospechó que este tarro en particular difiriese en lo más mínimo de los demás que hasta ahora se han venido recibiendo. A mí personalmente me desagrada el sabor del higo. A ello se debe realmente mi inmunidad. Lo que no puedo comprender es cómo pudo resultar afectado Dennis habiendo salido precisamente a tomar el té fuera de casa. A no ser, claro que cabe en lo posible, que se le ocurriese tomar un emparedado a la vuelta.

Tommy sintió en el brazo la presión de los dedos de Tuppence.

—¿A qué hora regresó? —preguntó.

—No lo sé exactamente, pero en seguida puedo averiguarlo.

—No hace falta, miss Chilcott. Muchas gracias. ¿Tendría usted inconveniente de que ahora interrogara a los criados?

—¡Claro que no! Puede usted hacer cuanto guste, míster Blunt. Y siento no poder ayudarle como quisiera, porque estoy deshecha. Dígame, usted no cree que haya habido aquí..., ¿cómo le diré...?, una mano criminal, ¿verdad?

—No sé qué pensar. Pronto lo sabremos.

—Sí, he oído decir al doctor Burton que piensa mandar analizar la pasta...

Dando una excusa, salió por el ventanal para dar unas órdenes a los jardineros.

—Tú ocúpate de los criados, Tuppence, mientras yo voy a echar un vistazo a la cocina. ¡Ahí, oye, miss Chilcott dijo que estaba «deshecha», pero a mi no me lo pareció. ¿Y a ti?

Tuppence hizo un gesto de duda, pero se marchó sin responder.

Marido y mujer se reunieron media hora más tarde.

—Ahora confrontemos nuestros resultados —dijo el detective—. Los emparedados fueron servidos con el té y la camarera se comió uno de ellos. Todos sabemos cuáles fueron las consecuencias. La cocinera está segura de que Dennis Radcliffe no había vuelto a la hora en que salió a recoger el servicio. Qué extraño, ¿verdad? ¿Cómo pudo entonces haberse envenenado?

—Dennis llegó a las siete menos cuarto —añadió Tuppence—. La criada le vio desde una de las ventanas. Tomó un combinado antes de cenar, en la biblioteca. Hace sólo un momento que iban a retirar la copa, pero afortunadamente llegué a tiempo y se la quité a la criada de las manos. Dicen que fue después de tomar el combinado cuando Radcliffe empezó a sentirse mal.

—Bien —dijo Tommy—. Se la llevaremos al doctor Burton dentro de un momento. ¿Algo más?

—Me gustaría ver a Hannah, la criada de confianza de lady Radcliffe. He oído decir que es un poco rara.

—¿Rara? ¿En qué sentido?

—En que no anda muy bien de la cabeza.

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