Oramen observó a Harne, que acariciaba con aire ausente a un ynt dormido que tenía acurrucado en el regazo (el pelo del animal se había teñido de rojo para que hiciera juego con su vestido) y se preguntó por qué lo habían invitado. Quizá fuera un gesto de conciliación. Igual de probable era que quisiera que contara en persona su más bien horripilante relato. Y, por supuesto, era el heredero del trono; Oramen había notado que había muchas personas que sentían la necesidad de desfilar delante de él con la mayor frecuencia posible. Tenía que recordarse eso constantemente.
Le sonrió a Renneque y la imaginó desnuda. Después de Jish y sus amigas, ya tenía una plantilla, algo en lo que basarse. También estaba otra de las damas de compañía de Harne llamada Ramile, una rubia esbelta con el cabello muy rizado. La joven le había llamado la atención y no parecía ofenderle el interés del príncipe, le devolvía las miradas con timidez pero con frecuencia y le sonreía. Oramen notó que Renneque le echaba un vistazo a la joven y después la miraba furiosa. Quizá podría utilizar a una para conseguir a la otra. Estaba empezando a entender cómo funcionaban esas cosas. Y después, por supuesto, estaba la dama del teatro, que era la mujer más bella de la sala. Había una franqueza refrescante en su mirada que a Oramen le gustaba bastante.
–Era sabido que el médico se complacía en el uso de las curas y pociones de efectos más agradables de su oficio, según creo –dijo el sacerdote y después tomó un sorbo de su infusión. Se habían reunido para tomar una amplia variedad de bebidas de última moda, la mayor parte llegadas no mucho tiempo atrás de una amplia variedad de lugares extranjeros, todas posesiones recién añadidas al gran reino. Las infusiones no tenían alcohol, aunque algunas eran levemente narcóticas.
–Era un hombre débil –se pronunció Harne–. Si bien un buen médico.
–Así estaba escrito en sus estrellas –dijo un hombre pequeño que Oramen había visto y medio reconocido, el último astrólogo favorito de Harne.
El filósofo, que se había sentado tan lejos del astrólogo como había sido posible, lanzó un pequeño bufido y sacudió la cabeza. Le murmuró algo a la dama de compañía más cercana y esta lo miró sin expresión aunque con gesto cortés. El astrólogo representaba las últimas tendencias en astrología, que afirmaban que los asuntos humanos se veían afectados por estrellas que estaban más allá de Sursamen. La antigua astrología les había atribuido influencias a las estrellas fijas y a las estrellas rodantes del Octavo y otros lugares, sobre todo a las del Noveno, que, después de todo, pasaban justo bajo sus pies así que, técnicamente hablando, estaban más cerca que las que tenían a cientos de kilómetros, en el cielo. Oramen no tenía mucho tiempo ni siquiera para las viejas teorías, pero a él le parecían más plausibles que esas nuevas tonterías. Sin embargo la astrología externa a Sursamen (pues así se denominaba) era nueva y solo por eso, suponía Oramen, poseía un atractivo irresistible para cierta clase de razonamientos.
Renneque asentía con gesto sabio a las palabras del pequeño astrólogo. Oramen se preguntó si debería intentar de verdad llevarse a la cama a Renneque, lady Silbe. Era consciente, y le inquietaba, de que una vez más estaría siguiendo los pasos de su hermano. No cabía duda de que la corte lo averiguaría, Renneque y sus compañeras fio eran demasiado discretas. ¿Qué pensaría la gente de él por ir donde ya había estado el gandul de su hermano? ¿Pensarían que estaba intentando demostrar que tenía apetitos equivalentes a los de su hermano o que pretendía emularlo, incapaz de decidir cuáles eran sus propios gustos? ¿O acaso pensarían que lo que ansiaba era rendirle homenaje? Seguía preocupado por eso y sin escuchar en realidad la conversación (que parecía haber virado hacia una charla un tanto cohibida e inteligente sobre curas y adicciones, beneficios y maldiciones) cuando Harne sugirió de repente que los dos dieran un paseo por el balcón, fuera de la sala.
–Mi señora –dijo Oramen cuando las altas contraventanas se cerraron tras ellos. El atardecer se extendía por el cielo de polo lejano y llenaba el aire de violetas, rojos y ocres. La parte inferior del palacio y la ciudad estaba casi toda a oscuras, solo brillaban unas cuantas luces públicas. El vestido de Harne parecía más oscuro allí fuera, casi negro.
–Según me han dicho, estáis intentando procurar el regreso de vuestra madre –dijo Harne.
Bueno, por lo menos iba al grano.
–Así es –dijo el príncipe. Le había escrito varias veces desde la muerte del rey y le había dicho que esperaba traerla de regreso a Pourl, de regreso a la corte, lo antes posible. También había enviado mensajes telegrafiados más formales, aunque tendrían que trasladarse a un mensaje en papel en algún momento ya que los cables del telégrafo no se extendían tan lejos, hasta aquel ignorante lugar del mundo al que habían exiliado a su madre (ella hablaba con frecuencia de lo hermoso que era aquel lugar, pero Oramen suponía que disimulaba para evitarle sufrimientos). Suponía que Harne se había enterado a través de la red telegráfica, las operarías tenían fama de ser unas cotillas–. Es mi madre –le dijo a Harne–. Debería estar aquí, a mi lado, sobre todo una vez que me coronen.
–Y yo no intentaría impedir su regreso aunque estuviera en mi mano, creedme por favor –dijo Harne.
Pues bien que se te ocurrió provocar su exilio,
quiso decir Oramen, pero se contuvo.
–Muy... conveniente –dijo.
Harne parecía inquieta, su expresión, incluso bajo la luz incierta del prolongado atardecer y las velas de la sala que habían dejado atrás, evidentemente confusa e indecisa.
–Por favor, entended que mi preocupación no es por el lugar que pueda ocupar yo tras su regreso, no le deseo ningún mal, ninguno en absoluto, pero me gustaría saber si su ascenso requiere mi degradación.
–No si la decisión es mía, señora –dijo Oramen. Percibió lo delicioso de la situación. Sentía que ya era un hombre, pero todavía se acordaba muy bien de cuando era un niño, o al menos de cuando lo trataban como tal. Y ahora esa mujer, que en otro tiempo le había parecido una reina, la madrastra más estricta del mundo, una especie de poderoso y caprichoso ogro, estaba pendiente de cada una de sus palabras y giros y le suplicaba desde fuera de la ciudadela de su nuevo y repentino poder.
–¿Mi posición es segura? –preguntó Harne.
Lo había pensado mucho. Todavía le ofendía lo que había hecho Harne, ya hubiera exigido directamente que se desterrara a su madre, ya hubiera hecho elegir al rey entre las dos o se hubiera limitado a inducir, intrigar y sugerir la idea de que tal elección se debía hacer, pero en lo único que podía pensar Oramen eran en Aclyn, lady Blisk, su madre. ¿Le haría bien el descenso social de Harne? El príncipe lo dudaba.
Harne era popular y querida, y mucho más en aquellos momentos. La compadecían como viuda trágica y madre afligida, todo en uno. Ese dolor representaba algo que sentía el reino entero. Si se percibía que la perseguía, él quedaría desprestigiado y, por extensión, también su madre. A Harne, lady Aelsh, había que mostrarle el mayor respeto o el justo ascenso de su madre y su regreso a la corte serían acontecimientos vacíos y amargos. Oramen hubiera preferido que fuera de otro modo, pues en el fondo ansiaba desterrar a Harne como habían desterrado a su madre, pero no podía ser y tenía que aceptarlo.
–Señora, vuestra posición está perfectamente asegurada. Os respeto como la que fue reina en todo salvo nombre. Deseo solo ver a mi madre otra vez y que ocupe el lugar que le pertenece en la corte. No será, en ningún sentido, a vuestra costa. A ambas os amó mi padre. Él os eligió a vos antes que a ella y el destino me ha elegido a mí antes que a vuestro hijo. Vos y ella sois iguales en eso.
–Es una triste igualdad.
–Es lo que tenemos, diría yo. Me gustaría recuperar a mi madre pero no por encima de vos, ella jamás podría estarlo en el cariño del pueblo. Vuestra posición es intocable, señora, yo no lo querría de otra manera. –
Bueno, en realidad, sí,
pensó Oramen. ¿Pero qué arreglaría diciéndoselo?
–Os lo agradezco, príncipe –dijo Harne mientras posaba la mano por un instante en el brazo masculino. Después respiró hondo y bajó la cabeza.
¡Vaya,
pensó Oramen,
cómo afecta mi poder a las personas y las cosas! ¡Ser rey podría ser muy agradable!
–Deberíamos entrar –dijo Harne, mirándolo con una sonrisa–. ¡O la gente podría empezar a hablar! –dijo y lanzó una carcajada casi coqueta que, solo por un instante y sin que de ningún modo la llegara a desear para sí, hizo comprender a Oramen qué era lo que tenía aquella mujer para cautivar de tal modo a su padre, que había sido capaz de desterrar a la madre de dos de sus hijos para conservarla a su lado o aunque solo fuera para hacerla feliz. La dama hizo una pausa cuando cogió el pomo de la puerta que llevaba a la sala–. ¿Príncipe? –dijo mientras levantaba la cabeza y lo miraba a los ojos–. Oramen... ¿si me lo permitís?
–Pues claro, mi querida señora. –
¿Y ahora qué?,
pensó él.
–Vuestras palabras tranquilizadoras, por perverso que sea, merecen lo contrario.
–¿Disculpad?
–Yo tendría mucho cuidado, príncipe regente.
–No termino de entenderos, señora. Siempre se tiene cuidado, siempre se tienen preocupaciones. ¿Hay algo más concreto...?
–Concreta no puedo ser, Oramen. Mi preocupación se basa en vaguedades, asociaciones que podrían ser del todo inocentes, coincidencias que quizá no sean más que eso. En simples insinuaciones de rumores y cotilleos. Nada sólido ni incontrovertible. De hecho, solo lo suficiente para decir que el príncipe regente debería tener cuidado. Eso es todo. Todos estamos a perpetuidad al borde de lo que el destino tenga reservado para nosotros, aunque quizá no lo sepamos. –La dama volvió a ponerle la mano en el brazo–. Por favor, príncipe regente, no creáis que pretendo desconcertaros, no hay malicia alguna en esto. Si pensara solo en mí, tomaría lo que acabáis de decirme para mi gran alivio y no diría más, comprendo que lo que estoy diciendo ahora puede parecer inquietante, incluso una especie de amenaza, aunque no lo sea. Y por favor, creedme, no lo es. He recibido informaciones muy oscuras y reticentes que sugieren (y nada más que eso) que no todo es lo que parece, así que os lo ruego: cuidaos mucho, príncipe regente.
Oramen no
sabía
muy bien qué decir. Buscó los ojos de la dama con los suyos.
»Por favor, decidme que no os he ofendido, Oramen. Vos me habéis hecho un generoso servicio al tranquilizarme como lo habéis hecho y me desagradaría haber provocado vuestra retractación en algún aspecto pero tal cortesía exige que halle al menos un retazo que pueda ofreceros como agradecimiento y lo que os he dicho es lo único que tengo. Os ruego que no lo menospreciéis ni lo desechéis. Temo que los dos suframos si lo rechazáis.
Oramen todavía se sentía muy confundido y ya había decidido reflexionar sobre aquella conversación con tanto detalle como pudiese en cuanto tuviese la oportunidad, pero en aquel momento se limitó a asentir con expresión grave aunque también con una pequeña sonrisa.
–Entonces podéis quedaros doblemente tranquila, señora –dijo–. No os tengo en menor estima por lo que habéis dicho. Os agradezco vuestra amabilidad y vuestro consejo. Podéis tener la seguridad de que pensaré en ello.
El rostro de la dama, iluminado por un lado por la luz de las velas, parecía de repente lleno de ansiedad, pensó Oramen. La mirada femenina se cruzó de nuevo con los ojos del príncipe y de nuevo la dama esbozó una sonrisa trémula, asintió y permitió a Oramen que le abriera la puerta. El ynt rojo que había estado durmiendo en su regazo se coló por la abertura, gimió y rodeó los pies de su ama.
–Oh,
Obli
–exclamó la dama mientras se inclinaba para coger al animal en brazos y lo frotaba con la nariz–. ¿Es que no puedo dejarte ni un momento?
Los dos regresaron a la sala.
Cruzaron una noche y una región de terreno baldío al mismo tiempo. Era la combinación menos propicia que conocían los supersticiosos e incluso los más prácticos y realistas que había entre ellos sentían la desazón. Era una gran extensión pero allí no quedarían depósitos de suministros ni pequeños fuertes, ordenarles a los hombres que se quedaran en un lugar así era como condenarlos a una muerte en vida. Los animales se quejaban con todas sus fuerzas, odiaban la oscuridad y quizá aquella sensación extraña y suave del suelo que pisaban. Las carretas y transportes de vapor no podían estar más adaptados al terreno, o falta de él, y se adelantaban a toda prisa. Una buena disciplina, las órdenes dadas con firmeza en las sesiones informativas durante los días anteriores y quizá cierto miedo conseguían que el ejército no se retrasara demasiado. Los faros iluminaban las alturas para guiar a las escoltas aéreas y las patrullas de reconocimiento que regresaban. Tendrían que soportar tres días largos de eso.
La noche estaba causada por una serie de grandes aspas que colgaban del techo (y obstruían todo salvo el fulgor más leve de la estrella fija Oausillac, hacia polo lejano) y que a la vez salían, como la hoja de un cuchillo infinito, del suelo, a unos diez kilómetros a su derecha hasta aposentarse como un trozo de noche sobre ellos, a seis o siete kilómetros de altura, y engarfiarse y curvarse como una garra incomprensible y colosal.
Los hombres se sentían, como era de esperar, diminutos a la sombra de semejante inmensidad manufacturada. En un lugar como aquel, las cabezas de incluso los más poco imaginativos de los seres comenzaban a llenarse de preguntas, si no de auténtico pavor. ¿Qué titanes habían forjado semejante geografía inmensa? ¿Qué orgullo desmesurado y estelar había dictado la ubicación de esas enormes aspas de ese modo, como cimitarras que propulsaran naves del tamaño de planetas? ¿Qué volúmenes oceánicos de qué estrafalarios materiales podrían haber requerido jamás semejante ímpetu prodigioso?
Se levantó un viento fiero que se precipitó directamente hacia ellos al principio y obligó a las bestias aéreas a bajar en busca de refugio. Barrió los últimos granos de arena y grava del terreno baldío y dejó claro por qué aquella árida región había terminado despojada no solo del recubrimiento del suelo sino del propio suelo. Atravesaban los mismísimos huesos de aquel inmenso mundo, pensó Tyl Loesp, la base absoluta y fundamental de todo lo que les daba vida.
Cuando el viento se calmó un poco y giró, le ordenó a su vehículo semioruga de mando que se detuviera y se bajó. La máquina gruñía a su lado y los faros iluminaban conos gemelos del cremoso terreno baldío que tenía delante. El ejército pasó a su alrededor con ritmo cansado, los motores balaban como ovejas ruidosas y los vapores invisibles se elevaban hacia el cielo negro. El regente se quitó un guante, se arrodilló y apretó el terreno baldío con la palma de la mano, apoyándola en la materia prima pura del ser de Sursamen.