–Las Cataratas miden, ¿qué? ¿Diez mil pasos de anchura? –le preguntó Oramen a Poatas cuando se retiraron.
Poatas asintió.
–De orilla a orilla, en línea recta. Y hay que añadir otros dos mil si se sigue la curva de la caída.
–Y unos mil pasos de eso no tienen agua, ¿no es eso? Allí donde las islas del arroyo, río arriba, bloquean el flujo.
–Más bien dos mil pasos –dijo Poatas–. La cifra cambia de forma constante, son muchas las cosas que cambian aquí. En un momento dado podría haber trescientas o cuatrocientas cascadas independientes dentro de la gran catarata.
–¿Tantas? ¡Yo había leído que solo había doscientas!
Poatas sonrió.
–Hace un puñado de años largos era verdad. –Su sonrisa quizá pareciera un poco crispada–. Es obvio que nuestro joven señor ha investigado en sus libros, pero debe ceder la autoridad a lo que en realidad es pertinente.
–¡Por supuesto! –chilló Oramen cuando el aullido de una ráfaga de viento llena de lluvia sacudió el vagón–. ¡Qué rápido cambia todo, eh!
–Como ya os he dicho, señor, son muchas las cosas que cambian aquí.
La residencia del alcalde de Rasselle había sido saqueada y quemada durante la toma de la ciudad. La madre de Oramen y su nueva familia se alojaban en el antiguo palacio ducal de Hemerje mientras se efectuaban las reparaciones y renovaciones.
Construida sobre una amplia y fértil planicie, la capital deldeyna había crecido según un plan bastante diferente al de Pourl, sobre su colina, con amplios bulevares bordeados de árboles que separaban una gran variedad de extensos enclaves: haciendas de nobles, palacios, monasterios, patios de comercio de los gremios y las ligas y la Cámara de los Comunes. En lugar de murallas, el interior de la ciudad estaba rodeado por un conjunto doble de canales vigilados por seis grandes torres: altas fortalezas que eran los edificios más altos de la ciudad y seguirían siéndolo por ley. La ciudadela, cerca del Gran Palacio, era un barracón gigante con forma de barril, un lugar al que se acudía como último recurso y sin pretensión alguna de lujo, del mismo modo que el Gran Palacio era una simple gran casa real con poca posibilidades intrínsecas de ser defendida.
Todos los elementos de la ciudad estaban unidos por los bulevares y, en un principio, por canales y después vías. Antes de ese cambio y después de la Revuelta de los Mercaderes, se había construido sobre parte de los bulevares, lo que había dejado simples calles entre las murallas del enclave y los nuevos edificios y una avenida central muy reducida en lo que había sido el centro de cada bulevar. Tres generaciones después, algunos nobles seguían quejándose.
El palacio ducal de Hemerje era un edificio imponente de techos altos y sensación de solidez, con suelos oscuros y gruesos de madera pesada y sonora. Las altas murallas del complejo encerraban un jardín antiguo lleno de céspedes bien cuidados, árboles umbrosos, riachuelos cantarines, estanques tranquilos y una huerta generosa.
Aclyn, lady Blisk, la madre de Oramen, lo recibió en el vestíbulo, se acercó a él corriendo y lo cogió por los hombros.
–¡Oramen! ¡Minino! ¿Eres tú de verdad? ¡Pero mírate! ¡Cómo has crecido! ¡Te pareces tanto a tu padre! Entra, entra. ¡A mi Masyen le habría encantado verte, pero está tan ocupado! Pero debes venir a cenar. Quizá mañana o pasado mañana. ¡Mi Masyen se muere por conocerte! ¡Y es el alcalde! ¡Alcalde! ¡De veras! ¡De esta gran ciudad! Oh, dime, ¿quién lo habría pensado?
–Madre –dijo Oramen mientras la rodeaba con los brazos–. Ansiaba tanto verte... ¿Cómo te encuentras?
–Estoy bien, estoy bien. Suéltame, tonto, que me vas a arrugar el vestido –le dijo la dama con una carcajada mientras lo apartaba con las dos manos.
Aclyn era mayor y más gruesa de lo que Oramen se había imaginado. Suponía que era inevitable. Su rostro, aunque más arrugado e hinchado de lo que se veía tanto en los retratos como en la imaginación de su hijo, parecía resplandecer. Iba vestida como si fuese a un baile, aunque con un delantal sobre el vestido. El cabello cobrizo lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza y empolvado según la última moda.
–Por supuesto –dijo– todavía me estoy recuperando del pequeño Mertis, eso fue horrible. Ah, los hombres, no tenéis ni idea. ¡Le dije a mi Masyen que no me iba a volver a tocar jamás! Aunque solo era una broma, por supuesto. Y el viaje hasta aquí fue horrendo, no se acababa nunca, pero... ¡esto es Rasselle! ¡Tantas cosas que ver y hacer! ¡Tantas galerías, tiendas, recepciones y bailes! ¿Quién podría estar bajo de ánimo aquí? ¿Vas a comer con nosotros? –dijo la dama–. ¡Aquí el ritmo de los días es tan raro! Seguimos comiendo a horas extrañas, ¿qué pensara la gente de nosotros? Estábamos a punto de sentarnos a almorzar en el jardín, el tiempo es tan agradable... Acompáñanos, ¿quieres?
–Será un placer –le dijo Oramen mientras se quitaba los guantes y se los daba junto con la capa de viaje a Neguste. Recorrieron un vestíbulo bien iluminado, con los suelos oscuros envueltos en gruesas alfombras. Oramen ajustó su paso al de su madre y frenó un poco. Varios sirvientes sacaban cajas de aspecto pesado de otra habitación y se retiraron un poco para dejar pasar a Oramen y su madre.
–Libros –dijo Aclyn con lo que parecía desagrado–. Todos totalmente incomprensibles, por supuesto, aunque alguien quisiera leerlos. Estamos convirtiendo la biblioteca en otro salón de recepción. Intentaremos vender todas esas antiguallas, pero el resto tendremos que quemarlos. ¿Has visto a Tyl Loesp?
–Creí que lo vería –dijo Oramen mientras se asomaba al borde de una de las cajas llenas de libros–. Pero me han dicho que acaba de dejar Rasselle para visitar una provincia remota. Se diría que las comunicaciones de este nivel siguen siendo erráticas.
–¿No es una maravilla de hombre? ¡Tyl Loesp es un hombre extraordinario! Tan valiente y gallardo, qué autoridad. A mí me impresionó mucho. Con él estás en buenas manos, Oramen, mi pequeño príncipe regente, te quiere mucho. ¿Te alojas en el Gran Palacio?
–Así es, aunque hasta el momento solo ha llegado allí mi equipaje.
–¡Así que has venido aquí primero! ¡Qué encanto! Por aquí, ven a conocer a tu nuevo hermanito.
Los dos bajaron hasta las terrazas perfumadas.
Oramen se encontraba en una alta torre dentro de la inmensa garganta del retroceso formado por las Hyeng-zhar, se asomaba a otro gran edificio que, si los ingenieros y excavadores no se habían equivocado, había sido socavado de forma fatal y definitiva por el oleaje que levantaba espuma alrededor de su base, buena parte del cual descendía del cercano edificio Fuente; esa sería la segunda construcción cuyo destino el extraño edificio había precipitado. La construcción en la que se encontraba el príncipe era estrecha y con forma de daga, y se suponía que todavía contaba con cimientos sólidos. La pequeña plataforma circular que tenía debajo se asentaba en la cima como un anillo que se hubiera colocado en la punta de la daga. El edificio al que miraba también era alto y delgado, pero plano como la hoja de una espada, sus bordes resplandecían bajo la luz tenue de color azul grisáceo de Kiesestraal.
La debilitada estrella era ya casi la única luz que quedaba, una cinta fina en el cielo, una simple línea en el horizonte que brillaba hacia polo lejano, en la dirección de Rasselle. Enfrente, por donde Clissens y Natherley habían desaparecido unos días antes, solo el ojo más imaginativo podía detectar algún resto de su paso. Unas cuantas personas, quizá con una vista algo diferente a la norma, afirmaban que todavía podían vislumbrar una insinuación de rojo que quedaba por allí, pero nadie más lo veía.
Con todo, pensó Oramen, los ojos se acostumbraban, o quizá lo hacía la mente. La vista carecía de brillo bajo la escasa luz de Kiesestraal pero la mayor parte de las cosas seguían siendo visibles. El efecto conjunto de la presencia de Clissens y Natherley en el cielo había conseguido solo que el tiempo fuera opresivo, demasiado cálido cuando alcanzaban el cénit, según había oído, y la luz había sido excesiva para muchos ojos. Quizá estuvieran mejor bajo esa luz más racionada. Oramen se estremeció y se levantó el cuello cuando una ráfaga de viento cortante envolvió la fina cima de la torre.
Había nevado, aunque no había cuajado. El río estaba frío y se empezaba a formar hielo corriente arriba, en los estanques tranquilos que había junto a las orillas. Más arriba, junto al nacimiento, los informes decían que el mar Sulpine Superior (la primera parte del sistema fluvial que experimentaba la desaparición completa de las dos estrellas rodantes de los cielos) estaba empezando a congelarse.
El aire pocas veces se quedaba quieto, incluso lejos de las Cataratas en sí, donde el extraordinario peso del agua que caía creaba su propio torbellino enloquecido de ráfagas y remolinos eternos. Estas ráfagas podían concentrarse, y de hecho lo hacían, en tornados laterales capaces de llevarse en volandas hombres y equipo, secciones enteras de la vía del tren y trenes enteros sin apenas aviso previo.
En ese momento, cuando la amplia franja de tierra del Noveno a la que se le negaba toda luz salvo la de Kiesestraal se iba enfriando poco a poco mientras el resto del continente que la rodeaba permanecía templado, los vientos soplaban casi de forma constante, haciendo gemir los engranajes del inmenso motor de la atmósfera que intentaba equilibrar los paquetes fríos y calientes de aire, se creaban vendavales que duraban varios días y grandes tormentas que levantaban paisajes enteros de arena, sedimentos y polvo a varios cientos de kilómetros de distancia y los arrojaban por todo el cielo, le robaban a la tierra la poca luz que había y entorpecían el trabajo en las excavaciones de las Cataratas cuando los generadores, los cables de alta tensión, las máquinas y las luces luchaban por penetrar en la penumbra que lo envolvía todo, todo se detenía con una sacudida, con los mecanismos bloqueados por el polvo. Las grandes ventiscas de arena eran capaces de dejar tanto material en el río, corriente arriba, que (según la dirección de la última tormenta y el color del desierto del que hubiera levantado su cargamento de granos arremolinados) las aguas de la catarata se ponían de color pardo, gris, amarillo, rosa o rojo oscuro, del mismo color que la sangre.
Ese día no había velos de arena, ni siquiera una nube normal, el día podría haber estado tan oscuro como la noche. El río seguía precipitándose por las rocas que coronaban las cataratas y caía a un océano de saltos, el rugido hacía estremecerse las rocas y el aire, aunque Oramen había notado que, en cierto sentido, él ya apenas si oía el ruido y se había acostumbrado enseguida a modular la voz al nivel adecuado sin ni siquiera pensar en ello. Incluso en su alojamiento, un pequeño complejo del asentamiento a un kilómetro del barranco, podía oír la voz de la catarata.
Sus dependencias, que en otro tiempo habían sido las del archipontino de la misión Hyeng-zhar (el hombre que estaba al mando de los monjes que habían elegido morir antes que abandonar sus puestos) estaban formadas por varios vagones lujosamente amueblados y rodeados por una serie de muros de alambres muy sólidos pero móviles que se podían trasladar por las arenas y matorrales para mantenerse a la altura de los vagones según se fuera necesitando. Junto al barranco se había tendido todo un sistema de vías anchas que formaban el distrito más organizado y disciplinado de la ciudad móvil. A medida que el barranco se retiraba y las cataratas subían corriente arriba, se iban tendiendo más vías y cada cincuenta días, más o menos, la parte oficial del asentamiento, casi toda metida en vagones de viajeros y mercancías, se trasladaba para seguir el progreso imparable de la cascada río arriba. El resto de la ciudad (los distritos no oficiales de mercaderes, mineros y peones y todo el personal asociado de apoyo: empleados de bares, banqueros, proveedores, prostitutas, hospitales, predicadores, artistas y guardias) se trasladaban con sacudidas espasmódicas, más o menos al ritmo que imponía el corazón burocrático del asentamiento.
El complejo de Oramen siempre se encontraba cerca del canal que no se dejaba de cavar ni un instante en la orilla paralela al río, por delante de la retirada de las cataratas, al ritmo del progreso de las vías del tren. El canal proporcionaba agua potable y de aseo para el asentamiento y energía para los varios sistemas hidráulicos que bajaban y subían a los hombres y el equipo que entraban y salían del barranco, además de sacar el botín saqueado. Por la noche, en las extrañas ocasiones en las que los vientos se callaban, a Oramen le parecía oír, incluso por encima del lejano estruendo de las cataratas, los quedos gorgoteos del canal.
Qué rápido se había acostumbrado a ese extraño lugar, siempre temporal. Por extraño que pareciera, lo había echado de menos los cinco días que había pasado en Rasselle y los cuatro días que le había llevado ir y volver. Era algo parecido al efecto de la extraordinaria voz de la catarata, ese rugido inmenso e incesante. Te acostumbrabas tan pronto a él que cuando te ibas, su ausencia parecía un vacío interior.
Entendía a la perfección por qué tantas de las personas que llegaban no se iban, no durante mucho tiempo, no sin querer siempre regresar otra vez. Se preguntó si no debería irse antes de que él también se habituara demasiado a las Hyeng-zhar, como a alguna droga temible. Se preguntó si eso era lo que quería en realidad.
La bruma seguía trepando y adentrándose en los cielos de color pizarra. Los vapores se enroscaban y retorcían alrededor de las torres expuestas (la mayor parte totalmente erguidas, muchas inclinadas y varias más caídas) de la Ciudad Sin Nombre. Más allá de la altura condenada del edificio de los filos planos, el edificio Fuente seguía irguiéndose como uno especie de adorno perturbado del jardín de un dios, sembrando de lentas oleadas de agua todo lo que lo rodeaba. Al otro lado de ese edificio, visible de vez en cuando entre la espuma y la bruma, se podía ver el borde horizontal ribeteado de negro que marcaba el comienzo de la gran meseta situada a media altura de los edificios más altos y que muchos de los estudiosos y expertos de las Cataratas pensaban que correspondía al centro de la extraña ciudad, largo tiempo enterrada. Un muro de agua se precipitaba por ese borde y caía como una cortina plisada de crema oscura hasta la base del barranco, levantando al mismo tiempo más espuma y más brumas.
Mientras Oramen miraba, algo destelló con un tono azul apagado tras las aguas y las iluminó desde dentro. El príncipe se sobresaltó durante un segundo. Las explosiones de los canteros y los especialistas en explosivos por lo general solo se oían, no se veían. Cuando resultaban visibles en la oscuridad, el destello era de un color blanco amarillento, a veces naranja si la carga no explotaba del todo. Entonces se dio cuenta de que seguramente era el personal encargado de los cortes. Uno de los descubrimientos más recientes que habían hecho los deldeynos era el modo de atravesar ciertos metales utilizando arcos eléctricos. Un método que podía producir unos destellos azules fantasmales como el que acababa de ver.