–¡Espera! –gritó Ferbin y se aferró a aquella forma redonda y lisa, la rodeó con los dos brazos e intentó evitar que desapareciera. Estaba fría y parecía hecha de metal; habría sido resbaladiza de todos modos pero la llovizna hacía que lo fuera más, y se fue deslizando hacia abajo sin inmutarse, como si los esfuerzos del príncipe por retenerla no sirvieran para nada.
Entonces pareció dudar. Se detuvo y volvió a alzarse hasta su altura. La forma gris octogonal (una especie de pantalla, comprendió Ferbin) cobró vida otra vez con un fulgor en la superficie.
–¡Soy Ferbin, príncipe de la casa de Hausk –gritó Ferbin antes de que la pantalla pudiera decir nada–, con documentos que respaldan mi derecho a viajar con la garantía de la protección de nuestros estimados aliados los oct! Me gustaría hablar con el administrador de la torre, Aiaik.
–La denigración es... –había empezado a decir el cilindro, después se interrumpió–. ¿Documentos? –dijo la voz unos momentos después.
Ferbin se desabrochó la cazadora, sacó los sobres grises del grosor de un dedo y los blandió delante de la pantalla.
–Por la autoridad de Seltis, erudito mayor de la euridicía Anjrinh –dijo Ferbin–, del Octavo –añadió, en parte por si había alguna confusión y en parte para demostrar que estaba familiarizado con las realidades del mundo y no era un paleto descerebrado que había llegado de algún modo a la cima para ganar una apuesta.
–Esperar –dijo la voz áspera como un crujido de hojas. La pantalla se desvaneció de nuevo, pero esa vez el cilindro se quedó donde estaba.
–¿Señor? –exclamó Holse desde donde se encontraba sujetando las riendas de los caudes, que se habían quedado dormidos como troncos.
–¿Sí? –dijo Ferbin.
–Solo me preguntaba qué estaba pasando, señor.
–Creo que hemos establecido algún tipo de relación. –El príncipe frunció el ceño y volvió a pensar en lo que había dicho la voz la primera vez que había hablado con él–. Pero me parece que no somos los primeros que pasamos por aquí, últimamente no. Quizá. –Se encogió de hombros y miró al preocupado Holse–. No lo sé. –Ferbin se giró en redondo y miró a su alrededor, intentaba ver entre la brillante bruma azul creada por la llovizna. Vio algo oscuro que se movía en el aire a un lado de Holse y los caudes, una sombra enorme que se dirigía directamente hacia ellos–. ¡Holse! –exclamó mientras señalaba la aparición.
Holse miró a su espalda y se agachó de inmediato. La gran forma se precipitó por el aire justo encima de las dos monturas dormidas, no golpeó la cabeza de Holse por menos de un palmo. El ruido del batir de unas alas inmensas resonó en el aire con un sonido seco. Parecía un lyge, pensó Ferbin, con un jinete encima. Un crujido áspero y una diminuta fuente de chispas amarillas anunciaron que Holse le estaba disparando con su pistola a la veloz bestia que los dejaba atrás.
El lyge se alzó, se detuvo y se dio la vuelta, se paró con un único gran batir de sus alas inmensas y aterrizó al otro lado de la torre. Una figura pequeña saltó de su lomo con un arma larga en la mano. El aviador hincó una rodilla en el suelo y apuntó a Holse, que estaba dándole palmadas a su pistola con la mano libre y maldiciendo. Holse se puso a cubierto de golpe entre los caudes, los dos animales habían levantado la cabeza al oír el disparo y miraban adormilados a su alrededor. El rifle volvió a disparar y el caude más cercano al tirador se sacudió y chilló. Intentó levantarse de la superficie batiendo un ala y moviendo una pata de un lado a otro. Su compañero levantó la cabeza todavía más y dejó escapar un gemido aterrorizado. El aviador del lyge cargó otro cartucho en el rifle.
–Pequeñas detonaciones –dijo la voz del oct justo encima de la cabeza de Ferbin. Ni siquiera se había dado cuenta de que se había agachado y solo asomaba la cabeza por el costado del cilindro para poder seguir viendo al aviador que los atacaba–. Celebraciones inapropiadas –continuó la voz–. Anunciar lo indeseado. Cesar.
–¡Déjanos entrar! –dijo Ferbin con un susurro ronco. Detrás de la figura del rifle, el lyge se agachó. El caude herido que estaba cerca de Holse chilló y agitó las alas contra la superficie de la torre. Su compañero gimió, cambió de postura y se alejó arrastrándose y extendiendo él también las alas. El aviador volvió a apuntar con el arma y les gritó.
–¡Mostraos! ¡Rendíos!
–¡Que te follen! –le chilló Holse a su vez. Ferbin apenas podía oírlo con los chillidos del caude. La criatura se estaba moviendo poco a poco hacia atrás por la superficie de la torre al tiempo que batía las alas y chillaba. El segundo caude se puso en pie de repente y pareció darse cuenta solo entonces de que estaba suelto. Se giró, saltó al borde de la torre, extendió las alas y se lanzó a la oscuridad con un gemido miserable, después desapareció de inmediato.
–¡Por favor! –dijo Ferbin aporreando la superficie del cilindro con los nudillos–. ¡Dejadnos entrar!
–El cese de niñerías –anunció la voz del cilindro–. Necesario si no suficiente.
El caude herido rodó un poco hacia un lado como si se estuviera estirando, sus gritos se fueron desvaneciendo a medida que se quedaba ronco.
–¡Y vos! –chilló el aviador del lyge al tiempo que se giraba para apuntar a Ferbin con el rifle–. Los dos. Fuera. No dispararé a ninguno si se rinden. La caza ha terminado. No soy más que una patrulla de reconocimiento. Vienen veinte más detrás de mí. Todos hombres del regente. Se acabó. Rendíos. No se os hará ningún daño.
Ferbin oyó un silbido entre los chillidos desesperados del caude herido y una insinuación de luz amarilla pareció iluminar la superficie justo detrás del angustiado animal.
–¡De acuerdo! –gritó Holse–. ¡Me rindo! –Algo subió de golpe detrás del caude herido y voló por encima del batir de sus alas en un arco de chispas naranjas. El aviador del rifle se sobresaltó y levantó el cañón del rifle sin darse cuenta.
La granada con aletas aterrizó a tres pasos del aviador del lyge. Cuando la bombita rebotó, el caude tras el que se había estado refugiando Holse dio una última y gran sacudida de alas y un último grito antes de perder el equilibrio y precipitarse por el borde de la torre entre una desesperada maraña de alas que revelaron a Holse tirado en la superficie. Los gemidos de la criatura se fueron desvaneciendo poco a poco mientras caía.
La granada aterrizó y rodó un poco, giró sobre su cola cruciforme y después la mecha emitió una pequeña bocanada de humo naranja y se apagó al tiempo que el aviador del lyge se alejaba de ella arrastrándose. En el silencio relativo que siguió a la desaparición del caude, Ferbin oyó que Holse intentaba disparar su pistola, los repetidos chasquidos del arma parecían más desesperados que los gritos del caude herido. El aviador del lyge se hincó sobre una rodilla otra vez y apuntó a Holse, que en ese momento estaba totalmente expuesto y que sacudió la cabeza.
–¡Bueno, pues que te follen igual! –gritó.
El cronómetro golpeó al aviador del lyge en el puente de la nariz. El rifle apuntó por un instante hacia arriba y disparó, lo que envió la bala a veinte centímetros de la cabeza de Holse. Este se había levantado y corría hacia la figura aturdida del otro lado del tejado antes de que el cronómetro que había lanzado Ferbin llegara al borde de la cima de la torre y se desvaneciera entre la llovizna. El lyge observó la figura desconectada que rodaba delante de él y pareció simplemente confundido cuando Holse se precipitó sobre su jinete.
–Que me jodan, señor, sois mejor tirador que él –dijo Holse mientras se arrodillaba sobre la espalda del aviador y le quitaba el rifle de entre los dedos. Ferbin había pensado en un principio que su atacante era una mujer, pero no era más que un hombre menudo. Los lyges eran más rápidos que los caudes pero no podían llevar tanto peso así que por lo general se elegía a sus aviadores por su constitución pequeña.
Ferbin vio sangre oscura en la banda azul reluciente que había bajo el aviador caído. Holse comprobó el rifle y lo volvió a cargar, todavía presionando con una rodilla la espalda del aviador del lyge, que no dejaba de resistirse.
–Gracias, Holse –dijo Ferbin. Levantó la cabeza y miró la cara fina, oscura y confundida del lyge, que se levantó un poco y batió una única vez sus alas antes de volver a acomodarse otra vez. El aire vibró entre los dos–. ¿Qué podemos hacer con...?
La granada volvió a cobrar vida con un silbido. Se apartaron a toda prisa a cuatro patas mientras Holse intentaba llevarse al aviador del lyge con él. Rodaron y se arrastraron por la dura superficie y Ferbin tuvo tiempo de pensar que al menos si moría allí, sería en el Octavo, no en algún sitio perdido e impío entre las estrellas. La granada estalló con un tremendo ruido seco que pareció coger a Ferbin por las orejas y abofetearlo entre ellas. Oyó un repiqueteo y se quedó tirado donde estaba.
Cuando recobró sus desperdigados sentidos y miró a su alrededor, vio a Holse a un par de pasos de él, mirándolo; el aviador del lyge seguía tirado unos cuantos pasos más atrás, y nada más. El lyge había desaparecido, no sabía si la granada lo había matado o herido o quizá solo lo había asustado, imposible saberlo.
Holse movió la boca como si estuviera diciendo algo, pero Ferbin no oía ni una puñetera palabra.
Un amplio cilindro de sus buenos quince pasos de anchura se alzó en el centro de la cima de la torre y se tragó el tubo delgado con el que había estado hablando Ferbin. Esa nueva extrusión se elevó cinco metros en el aire y se detuvo. Se abrió una puerta lo bastante grande como para dejar pasar tres hombres montados uno al lado del otro y se derramó por el hueco una luz azul grisácea.
Alrededor de la torre empezaron a aparecer un buen número de grandes formas oscuras dibujando círculos.
Ferbin y Holse se levantaron y corrieron a la puerta.
A Ferbin todavía le zumbaban los oídos, así que no llegó a oír el disparo que lo alcanzó.
M
ertis tyl Loesp se encontraba sentado en sus aposentos de descanso, en lo más alto del palacio real de Pourl. En los últimos tiempos aquella habitación había empezado a parecerle en exceso modesta, sin embargo, le había parecido mejor dejar pasar un año corto o así antes de trasladarse a algunos de los apartamentos del rey. Estaba escuchando el informe de dos de sus caballeros más leales.
–Vuestro muchacho conocía el escondite del viejo, en una habitación secreta detrás de un armario. Lo sacamos a rastras y lo convencimos para que nos contara la verdad sobre los acontecimientos previos. –Vollird, que había sido uno de los que guardaban la puerta el día que el fallecido rey se había encontrado con su destino en la vieja fábrica, sonrió.
–El caballero era hombre de un solo dedo –dijo el otro caballero, Baerth. Él también había estado allí el día de la muerte del rey. Usó las dos manos para imitar la rotura de una ramita. El espasmo de los labios quizá también fuera una sonrisa.
–Sí, gracias por la demostración –le dijo Tyl Loesp a Baerth, después miró con el ceño fruncido a Vollird–. Y después te pareció necesario matar al erudito mayor. Contraviniendo mis órdenes.
–Así es –dijo Vollird sin acobardarse–. Supuse que el riesgo de traerle al cuartel y meterlo en una mazmorra era demasiado grande.
–Ten la amabilidad de explicarte –dijo Tyl Loesp sin alterarse mientras se recostaba en su sillón.
Vollird era un tipo alto, delgado, muy moreno, con una expresión que podía, como en ese momento, bordear la insolencia. Por lo general miraba el mundo con la cabeza gacha y los ojos asomándose bajo las cejas. No era en ningún caso un gesto tímido o modesto, más bien parecía receloso y desconfiado, desde luego, pero sobre todo burlón, taimado y calculador, como si esos ojos se mantuvieran con cuidado a cubierto de las cejas que los protegían y evaluaran sin ruido las debilidades y puntos vulnerables para decidir cuál era el mejor momento para golpear.
Baerth era todo lo contrario: rubio, pequeño y fornicio, con buenos músculos; a veces parecía hasta infantil, aunque de los dos, él podía ser el más incontrolado cuando le hervía la sangre.
Pero los dos cumplirían las órdenes de Tyl Loesp, que era lo único que importaba. Aunque en esa ocasión, por supuesto, no lo habían hecho. A lo largo de los últimos años les había pedido que llevaran a cabo ciertas desapariciones, intimidaciones y otras misiones delicadas y siempre habían demostrado ser fiables y dignos de confianza, hasta el momento nunca le habían fallado. Sin embargo, al regente le preocupaba que hubieran desarrollado cierto gusto por el asesinato que podría llevar a la desobediencia. Una de las razones principales de esa inquietud se centraba en quién podía buscar para deshacerse de esos dos si, en suma, resultaban ser más una carga que una ventaja para él. Tenía varias opciones en ese aspecto, pero los más despiadados tendían a ser los menos dignos de confianza, y los menos criminales, los más vacilantes.
–La confesión del señor Seltis fue exhaustiva –dijo Vollird– e incluía el hecho de que el caballero que había estado allí poco antes había pedido de forma explícita que el erudito mayor enviara recado al hermano del dicho caballero, aquí en palacio, sobre el modo en que había muerto el padre de ambos y sobre el peligro que, por tanto, el hermano menor podría correr. No hubo tiempo para que el erudito mayor comenzara a enviar la tal advertencia, pero era algo que parecía lamentar amargamente y tuve la clara impresión de que haría lo que pudiera para pasar esa información, caso de darse la oportunidad, al empleado del cuartel, miliciano o soldado con el que pudiera encontrarse. Así que lo llevamos al tejado con la excusa de visitar el lugar donde se habían ocultado los caballeros que había huido y lo tiramos al vacío. En la euridicía dijimos que había saltado él y asumimos una expresión de lo más conmocionada.
Baerth le echó un vistazo al otro caballero.
–Yo dije que podríamos haberlo mantenido con vida como nos habían ordenado y habernos limitado a arrancarle la lengua.
Vollird suspiró.
–Entonces habría escrito un mensaje de advertencia.
Baerth no parecía muy convencido.
–Podríamos haberle roto el resto de los dedos.
–Habría escrito con una pluma metida en la boca –dijo Vollird, exasperado.
–Podríamos...
–Entonces se habría metido la pluma por el culo –dijo Vollird en voz muy alta–. O habría encontrado alguna otra forma si estaba lo bastante desesperado, cosa que a mí me pareció que estaba. –Después miró a Tyl Loesp–. En cualquier caso, muerto es lo que está.