–¡Pero si lo querían muerto! –protestó.
–¿Y dónde preferiríais vos hacer eso, señor? ¿Delante de quién sabe quién, a cielo abierto, o bajo un techo, entre cuatro paredes?
Ferbin frunció el ceño, se caló la gran hoja azul sobre la cara y le respondió a su criado con tono gruñón.
–Con todo, y a pesar de todo tu cinismo, Holse, fue el destino.
–Como digáis, señor –dijo Holse con un suspiro y él también se caló la hoja sobre la cara–. Que durmáis bien, señor.
Le respondió un simple ronquido.
Cuando despertaron lo hicieron bajo unas condiciones más frías, oscuras y ventosas. El día largo iluminado por Obor todavía estaba en sus primeras horas de la tarde, pero el tiempo había cambiado. Unas pequeñas nubes grises cruzaban de un lado a otro el cielo encapotado y el aire olía a humedad. A los caudes les costó despertar y se pasaron buena porte de la siguiente media hora defecando con gran ruido y en grandes cantidades. Ferbin y Holse se tomaron su pequeño desayuno a cierta distancia, por donde soplaba el viento.
–Tenemos el viento en contra –dijo Ferbin mientras miraba desde el borde de la plantación las olas rápidas y cortantes de la cuenca marina. Un horizonte oscuro se alzaba ominoso en la dirección que iban a tomar.
–Menos mal que ayer adelantamos mucho camino –dijo Holse mientras masticaba un poco de carne curada.
Ataron sus escasas pertenencias, comprobaron el mapa, se llevaron unas cuantas frutas calvas con ellos (para los caudes, los humanos no podían digerir aquella fruta) y despegaron bajo una brisa refrescante. El viento hacía aumentar la sensación de frío aunque estaban volando mucho más bajo que antes debido a los grandes bancos y jirones de nubes oscuras y grises que estriaban el cielo. Rodearon las nubes más grandes y atravesaron solo las más pequeñas. De todos modos, los caudes eran reacios a atravesar las nubes densas aunque lo hacían si se les obligaba. Una vez dentro de las nubes, a los animales se les daba tan mal como a los humanos calcular si iban erguidos y volaban en línea recta o si estaban describiendo un círculo ladeado y estaban a punto de estrellarse contra alguna torre cercana. Los caudes eran los rowel del aire, bestias de carga fiables más que criaturas de carreras de pura raza como los lyges, así que solo volaban a unos cincuenta o sesenta kilómetros por hora. Con todo, estrellarse contra una torre a esa velocidad por lo general era suficiente para matar tanto a la bestia como al jinete y, si no, la subsiguiente caída al suelo tendía a terminar el trabajo.
Ferbin seguía vigilando el cronómetro y marcando el paso de las torres que dejaban a la derecha (en ese momento volaban más cerca de las estructuras, a solo unos kilómetros de ellas, para no saltarse ninguna, algo que Ferbin sabía por experiencia que resultaba muy fácil), pero se encontró recordando un sueño que había tenido la noche anterior y con él, el único viaje que había hecho a la superficie, cuando no era más que un jovencito.
Aquel viaje también le parecía un sueño en aquel momento.
Había caminado en suelo extraño sin cubierta ni techo alguno salvo la propia atmósfera, contenido por un círculo lejano de muros y sujeto solo por la gravedad. Un lugar sin torres, nada menos, donde la curva de la tierra bajo sus pies continuaba sin fin, sin soportes, ininterrumpida, intacta, increíble.
Había observado el giro de las estrellas y, cada uno de la media docena de días que había pasado allí, se había maravillado con aquel punto diminuto y cegador que era Meseriphine, el Sol Invisible, aquel pivote lejano, conectado pero a la vez sin conexiones alrededor del que giraba poco a poco el propio Sursamen. Había cierta inexorabilidad en aquellos días en la superficie: un solo sol, una única fuente de luz, una sola serie de días y noches, siempre lo mismo, aparentemente invariable, mientras que todo lo que él había conocido quedaba en las profundidades, bajo niveles enteros que eran mundos en sí mismos, y por encima, solo la nada. Una nada auténtica y oscura, salpicada con un sarpullido de tenues puntos de luz que le dijeron que eran otros soles.
Se suponía que su padre iba a estar allí, pero había tenido que anular la visita en el último momento. Ferbin había ido con su hermano mayor Elime, que ya había estado allí antes pero que quería volver. Era todo un privilegio que los trataran así. Su padre podía ordenarles a los oct que llevaran a alguien a otros niveles, incluyendo la superficie, al igual que algunos otros gobernantes y los eruditos mayores de las euridicías, pero cualquier otra persona viajaba al dictado de los caprichos de los oct, y estos casi nunca concedían tales deseos.
Se habían llevado a un par de amigos y unos cuantos viejos criados. El gran cráter en el que se habían quedado durante la mayor parte de la visita era verde, con inmensas praderas y altos árboles. El aire olía a unos perfumes inidentificables. Era denso, fresco y embriagador a la vez, los jóvenes se habían sentido llenos de energía, casi drogados.
Se habían instalado en un complejo subterráneo situado en la cara de un alto acantilado que se asomaba a una gigantesca red de lagos hexagonales unidos por finas franjas de tierra, un patrón que se extendía hasta el horizonte. Se habían encontrado con varios nariscenos e incluso con un morthanveld. Ferbin ya había visto a su primer oct en la ascensonave que los había subido por la torre hasta la superficie. Eso había sido antes de que se abriera la embajada oct en el palacio de Pourl y Ferbin les tenía el mismo miedo supersticioso que la mayor parte de la gente. Había leyendas, rumores e historias sin confirmar que decían que los oct salían de sus torres en plena noche para llevarse a la gente de sus camas. A veces desaparecían familias enteras e incluso aldeas. Los oct se llevaban a los capturados a sus torres y experimentaban con ellos, o se los comían, o los transportaban a otros niveles para divertirse y cometer todo tipo de crueldades.
El resultado era que la gente común detestaba tanto a los propios oct como la idea de que los llevaran y trasladaran por una torre. A Ferbin ya hacía mucho tiempo que le habían dicho que todo eso eran tonterías pero, con todo, se había puesto nervioso. Había sido un alivio descubrir que los oct eran muy pequeños y de aspecto delicado.
El oct de la ascensonave había insistido mucho en que ellos eran los herederos auténticos y los descendientes directos de los involucra, los constructores originales de los mundos concha. A Ferbin le había impresionado mucho eso y había sentido una indignación indirecta al saber que no era un hecho aceptado por todos.
Le había maravillado la despreocupada familiaridad del oct con aquella nave y la facilidad que tenía para controlar un aparato que podía elevarse por una torre y dejar atrás un nivel apenas vislumbrado tras otro, hasta el exterior. Eso era controlar el mundo, comprendió. Parecía más real, más relevante y de algún modo más importante e impresionante que controlar la infinitud del espacio incomprensible que se extendía más allá del mundo en sí. Eso, había pensado, sí que era poder.
Después había visto cómo se trataban entre sí los oct y los nariscenos y se dio cuenta de que los nariscenos eran los amos y señores; eran los seres superiores que se limitaban a consentir a aquella extraña especie que para el pueblo de Ferbin, los sarlos, tenían poderes casi mágicos. ¡Qué humildes debían de ser los sarlos, para ser simple mercancía, simples seres primitivos para los oct, que a su vez eran tratados como poco más que niños por sus mentores nariscenos!
Ver, después, cómo interactuaban los nariscenos y los morthanveld fue casi desesperante, porque los morthanveld, a su vez, parecían considerara los nariscenos algo parecido a niños y los trataban con una indulgencia divertida. Otro nivel, y otro, todos ellos por encima del suyo, sobre las cabezas de su pueblo.
Se dio cuenta de que, en algunos sentidos, ellos eran lo más bajo de lo bajo. ¿Por eso invitaban a la superficie a tan pocos miembros de su pueblo?
Quizá si todo el mundo viera lo que él, su hermano y sus amigos estaban viendo, los sarlos se hundirían en la apatía y la depresión porque sabrían lo poco que contaban en realidad sus vidas entre las siempre crecientes jerarquías de poderes alienígenas que estaban por encima de ellos. Esa era la opinión de Elime. Su hermano también creía que era una estratagema deliberada por parte de sus mentores para alentar a los que detentaban el poder, o a los que algún día asumirían el poder, para que presenciaran las maravillas que les estaban mostrando a ellos de modo que nunca sintieran la tentación de volverse unos engreídos, para que siempre supieran que poco importaba lo magníficos que creyeran parecer o parecieran ante los que los rodeaban y por mucho que hubieran logrado, todo quedaba dentro del contexto de aquella realidad más grande, más poderosa, sofisticada y, en último caso, muy superior a ellos.
–¡Intentan hacer que nos derrumbemos! –le había dicho Elime a Ferbin. Elime era un joven grande, fornido y enérgico, siempre lleno de entusiasmo y con opiniones sobre todo, incansable y dispuesto siempre a cazar, beber, pelear o follar–. Intentan poner una vocecita en nuestras cabezas que diga siempre: «Tú no importas. ¡Lo que haces no significa nada!».
Elime, al igual que su padre, no pensaba consentirlo. Así que los alienígenas podían moverse por las torres, cruzar las estrellas y construir mundos enteros, ¿y qué? Había poderes por encima de ellos que ellos tampoco entendían del todo. ¡Quizá esa nidificación, ese principio de concha tras concha hasta más allá de lo conocido continuase hasta el infinito! ¿Acaso los alienígenas se rendían y se quedaban sin hacer nada? ¡No! Tenían sus disputas y disensiones, sus desacuerdos y alianzas, sus ganancias y sus pérdidas, aunque fueran de algún modo más tangenciales y enrarecidas que las guerras, victorias y derrotas que los sarlos disfrutaban y sufrían a la vez. Las estratagemas y juegos de poder, las satisfacciones y desilusiones que los sarlos experimentaban les importaban tanto como las de los alienígenas les importaban a sus presuntuosas, cosmopolitas y civilizadas almas.
Vivías en tu nivel y lo aceptabas; jugabas según las reglas de ese nivel y ahí se hallaba la medida de tu valor. Todo era relativo y al negarse a aceptar la lección que los alienígenas estaban intentando enseñarles de forma implícita (compórtate, acéptalo, inclínate y confórmate) un puñado de seres primitivos y peludos como los sarlos podían lograr su propia victoria contra lo más global y sofisticado que tenía que ofrecer la galaxia.
Elime se había emocionado como un loco. Aquella visita había reforzado lo que había visto la primera vez que había visitado la superficie, y había hecho cobrar sentido todo lo que su padre les llevaba diciendo desde que tenían edad para entenderlo. Ferbin se había quedado asombrado, Elime resplandecía de alegría ante la perspectiva de regresar a su nivel natal con una especie de mandato de las civilizaciones para continuar el trabajo de su padre, unificar el Octavo y... quién sabía, quizá mucho más.
En aquel momento, a Ferbin, que empezaba a interesarse por esas cosas, le preocupaba bastante más que su preciosa prima segunda Truffe, que era un poco mayor que él y de la que le parecía que estaba empezando a enamorarse, hubiera sucumbido (con una facilidad aterradora e indecente) a los francos encantos de Elime durante la visita a la superficie. Esas eran las conquistas que empezaban a interesarle a Ferbin, mira tú, y resultaba que Elime ya le había vencido.
Habían regresado al Octavo, Elime con un brillo mesiánico en los ojos y Ferbin con una sensación melancólica. Puesto que se le había negado Truffe para siempre (no le parecía que su primita se fuera a conformar con él después de lo de su hermano y además, de todos modos tampoco estaba muy seguro de quererla ya) su joven vida ya se había acabado. También tenía la sensación de que (de un modo extraño e indirecto) los alienígenas habían logrado rebajar sus expectativas del mismo modo que habían aumentado sin querer las de Elime.
Se dio cuenta de que se había adormilado con su ensueño cuando oyó a Holse gritándole. Miró a su alrededor. ¿Se había saltado una torre? Vio lo que parecía una torre nueva a cierta distancia a su derecha y algo más adelante. Parecía extrañamente brillante en su palidez, pero eso era por el gran muro de oscuridad que llenaba el cielo ante él. Ferbin estaba empapado, debían de haber atravesado una nube. Lo último que recordaba era que habían estado volando justo por debajo de la superficie de una larga masa gris de vapor con unos zarcillos de bruma que se extendían como enredaderas a su alrededor.
–¡... nube de grava! –oyó que chillaba Holse.
Levantó la cabeza, miró el acantilado de oscuridad que tenía delante y se dio cuenta de que estaba frente a una nube de silse; una masa de lluvia pegajosa que sería peligroso y quizá letal intentar atravesar. Hasta el caude que montaba parecía haberse dado cuenta de que las cosas no iban del todo bien, temblaba bajo él y lo oía gemir y quejarse. Ferbin miró a ambos lados. No había forma de rodear la gran nube oscura y era demasiado alta para que pudieran pasar por encima. Además, la nube estaba perdiendo su granulada carga de lluvia, grandes velos arrastrados de oscuridad barrían el suelo bajo ella.
Tendrían que aterrizar y esperar a que pasara. Le hizo una señal a Holse y los dos giraron en redondo y volvieron por donde habían venido, después descendieron a toda velocidad hacia el bosque más cercano, al lado de una alta colina rodeada por tres sitios por el recodo de un amplio río. Varias gotas húmedas acariciaron la cara de Ferbin y el príncipe olió algo parecido al estiércol.
Aterrizaron en la cima amplia y pantanosa de la colina, cerca de un estanque de bordes desiguales de agua oscura y salobre, atravesaron chapoteando el fango tembloroso de un suelo estremecido y llevaron a los quejosos caudes hasta una fila de árboles. Convencieron a los caudes para que pisotearan unos cuantos arbolitos elásticos y pudieran meterse todos por allí. Se refugiaron bajo los árboles mientras el día entero se oscurecía hasta parecerse casi a la noche. Los caudes no tardaron en quedarse dormidos.
La lluvia de grava susurraba en las ramas más altas, cada vez más estruendosa. Desapareció la cima de la colina y una línea de luz que permanecía en el cielo.
–Qué no daría yo por una buena pipa de hoja de unge –dijo Holse con un suspiro–. Qué puñetera lata, ¿eh, señor?
Ferbin apenas podía distinguir la cara de su criado en la penumbra, aunque lo tenía tan cerca que casi podía tocarlo.