—No hay fuego, joven Félix —replicó Snorri—. Snorri no lo ha encendido aún.
Félix miró más allá de él, hacia el hogar, y vio que era verdad. El fuego se había reducido a ascuas cenicientas, y a través de los postigos se colaba una luz rosada. Era por la mañana…, aunque Félix no tenía ni idea de qué mañana era.
Se frotó la frente grasienta con el dorso de una mano.
—Yo… ¿Cómo está Gotrek? ¿Se ha…?
—Sigue dormido, joven Félix —replicó Snorri—. Snorri no sabe si volverá a despertar.
Félix se estremeció e intentó sentarse. La cabeza le daba vueltas y los brazos no aguantaban su peso. El que tenía herido y tanto le había dolido el día anterior ahora estaba entumecido y lo sentía como distante, pero al mismo tiempo tan inflamado e hinchado como una salchicha demasiado rellena. Tenía los dedos negros, y tan gruesos que no podía cerrarlos.
Snorri lo ayudó con cuidado a ponerse de pie y lo sostuvo para que no cayera.
—¿Necesitas ir al retrete, joven Félix?
Félix negó con la cabeza.
—Llévame junto a Gotrek.
Servicial, el viejo matador se pasó un brazo de Félix por encima de los anchos hombros, y lo ayudó a llegar hasta el sitio en que yacía Gotrek, junto al hogar. Inestable, Félix bajó hasta el suelo para sentarse junto al Matador, y una vez más le apoyó la cabeza sobre el pecho.
Al principio no pudo oír nada más que su propio pulso golpeándole dentro del oído, pero una vez que su oído se habituó a eso, su corazón recalentado por la fiebre se volvió más frío porque le pareció que no oía nada en absoluto. Apoyó la oreja con más fuerza, esperando oír algo, por débil que fuera.
Su corazón se encendió de esperanza cuando al fin oyó algo, muy suave y que apenas podía definirse como latido, pero era algo. Volvió a escuchar para asegurarse. Sí, allí estaba, una continua vibración grave, como un redoble de tambor, o como el oleaje, o como un trueno distante, o…
—Snorri piensa que oye caballos que se acercan —dijo Snorri.
Félix alzó la mirada hacia él, maravillado. Apenas podía oír el corazón de Gotrek con la oreja pegada a su pecho, y Snorri podía oírlo desde un paso de distancia. Verdaderamente, los sentidos de los enanos eran… Entonces, lo oyó también él —el mismo sonido que había oído cuando escuchaba para ver si percibía el latido del corazón de Gotrek—, el estruendo de muchos caballos en movimiento, pero que le llegaban apagados a través de las paredes de la casita.
Miró otra vez a Gotrek. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso no había oído nada? ¿Estaba muerto Gotrek? ¿O era que el sonido había enmascarado el latido del corazón de Gotrek? ¿Y cómo iba a poder escuchar otra vez si los cascos de los caballos hacían cada vez más ruido?
Espera.
Espera un momento.
¿Caballos?
¿Cada vez más ruido?
—¡Snorri! —dijo—. ¡Ayúdame a levantarme!
—Muy bien, joven Félix.
El viejo matador bajó una mano y, sólo con ella, lo puso de pie, para luego echarse el brazo de Jaeger otra vez por encima de los hombros.
—Afuera —dijo Félix—. Salgamos a la calle.
Snorri avanzó con su martillo convertido en muleta y, cojeando, ayudó a Félix a avanzar. Con lentitud e inestabilidad, salieron con paso tambaleante por la puerta al fangoso camino que atravesaba el poblado. Félix miró hacia el oeste, en la dirección de la que procedía el ruido. El camino giraba dentro de una arboleda que había al otro lado del extremo occidental del poblado, y no pudo ver nada; pero el ruido de trueno estaba aumentando de volumen, y los pájaros del bosque alzaron el vuelo.
—Pongámonos a cubierto —dijo Félix, señalando un costado de la última casa del poblado—, hasta que sepamos de quién se trata.
Complaciente, Snorri lo acompañó hasta la casa con ayuda de su martillo muleta, y desde detrás de ella observaron cuando la fuente del estruendo salió por fin de los árboles. En primer lugar iban arcabuceros sobre caballos rápidos, los cuales se desplegaron a medio galope para observar el poblado y los terrenos circundantes, mientras leñadores armados con arcos largos salían con paso cauteloso de entre los árboles de ambos lados del camino, explorando entre los arbustos en busca de peligros. Luego venía una compañía de caballeros, magísteres y sacerdotes guerreros que montaban caballos con coloridas bardas y gualdrapas, y que avanzaba majestuosamente hacia el poblado, con los estandartes desplegados y las lanzas en alto.
¡La fuerza de rescate había llegado al fin!
—Vamos, Snorri —dijo Félix al mismo tiempo que apremiaba al viejo matador para que avanzara—. Debemos ir a su encuentro. No hay tiempo que perder.
Salieron con precipitación de detrás de la casa, y comenzaron a avanzar con paso bamboleante hacia el ejército, como un par de borrachos que se marcharan de la taberna a casa. Félix agitó un brazo, y los arcabuceros lo vieron y galoparon hacia ellos, a la vez que desenfundaban las armas.
—En el nombre de Sigmar, ¿quiénes sois? —preguntó un joven de elegante bigote, mientras acababan de acercarse y los rodeaban, con los arcabuces preparados—. ¿Estáis vivos? —El muchacho no podía tener más de dieciocho años.
Félix alzó una mano en una débil aproximación a un saludo militar.
—Félix Jaeger y Snorri Muerdenarices —dijo, arrastrando las palabras—. Los últimos defensores del castillo Reikguard.
Los arcabuceros se miraron unos a otros, y el primero volvió a hablar.
—¿Defensores? —dijo—. ¿Qué quieres decir, campesino? No parecéis estar defendiendo nada de nada.
—Quiero decir —replicó Félix con elaborada precisión— que habéis llegado demasiado tarde, arcabucero. El castillo Reikguard ha caído.
Los arcabuceros lanzaron gritos de incredulidad ante eso, y el elegante muchacho lo miró con indignación.
—¿Qué disparate es ése? —gruñó—. ¡El castillo Reikguard no ha caído nunca!
Félix abrió la boca para discutir con él, pero se dio cuenta de que no serviría de nada.
—Si me lleváis ante vuestro jefe, le contaré todo lo que ha acontecido.
El arcabucero se mofó de él.
—¿Llevarte a ti, viejo mendigo enfermo? ¿A ver a Horst von Uhland? ¿Cómo sabemos nosotros que no eres un peón del Caos, enviado para transmitirle una enfermedad?
Snorri aferró el martillo al oír eso y lo alzó hasta la posición de lucha, al mismo tiempo que se equilibraba sobre su única pierna.
—¡Snorri Muerdenarices no es ningún peón del Caos! —gruñó, mientras Félix luchaba por mantenerse de pie—. ¡Y luchará contra cualquier necio humano que diga lo contrario!
Los arcabuceros hicieron retroceder los caballos y echaron atrás el martillo de la pistola, pero antes de que las cosas pudieran escaparse de las manos, se oyeron más pataleos de cascos de caballo, y Félix vio que otro contingente de jinetes se separaba al trote de la fuerza principal.
—Tranquilos, caballeros —dijo en voz alta un caballero de blancas barbas que llevaba la sobrevesta de la Reiksguard—. Primero, se pregunta. Luego, se dispara.
—Mi señor general —dijo el joven arcabucero—, ¡cuidado, por favor! Podrían ser los no muertos. O adoradores del Caos. O…
El general soltó una risotada.
—¿Un matatrolls y un adorador del Caos? Necesitáis ver más mundo, muchacho.
Se detuvo ante Félix y Snorri, mientras el séquito de caballeros y acompañantes frenaban detrás de él.
—Y ahora, vamos a ver —dijo, posando sobre Félix y Snorri una mirada de ojos brillantes—. ¿Quiénes sois? ¿Y de dónde habéis salido? Hablad con rapidez.
El arcabucero ansioso saludó.
—Dicen que son los últimos defensores del castillo Reikguard, mi señor. Dicen que el castillo ha caído.
El general lo miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué no dejáis que ellos cuenten…?
—¡Félix Jaeger! —gritó una voz detrás de él—. ¡Y Snorri Muerdenarices! ¡Como que vivo y respiro que son ellos!
Félix frunció el ceño y miró detrás del general. Uno de sus acompañantes, un hombre alto que iba cubierto por una capa beige de viaje con capucha, estaba bajando del caballo y avanzó con paso vivo hacia ellos.
El general y los otros se volvieron a mirarlo con sorpresa.
—¿Los conocéis, magíster?
El hombre se echó atrás la capucha y dejó a la vista una plateada melena y una cara con arrugas y de expresión preocupada.
—Así es, general —dijo—. Aunque apenas si los he reconocido. Félix, Snorri, parecéis muertos en un noventa por ciento.
Era Max Schreiber.
El corazón de Félix se reanimó. Le faltó poco para llorar.
Soltó los hombros de Snorri y avanzó con paso tambaleante, tendiendo los brazos hacia él.
—¡Max! —dijo—. Gotrek. Kat. Yo… —El mundo comenzó a dar vueltas y oscurecerse. Se le doblaron las piernas—. ¡Creo que el Matador ha encontrado su muerte al…!
—¡Félix!
El suelo ascendió a toda velocidad y golpeó a Félix en la cara. Allá lejos, la gente estaba gritando, pero no le importaba. La oscuridad estaba cerrándose otra vez a su alrededor. Era tibia, suave y adorable.
—Ha despertado —dijo alguien.
—Gracias hermana —contestó alguien más—. Ahora volved con los otros.
Félix no quería abrir los ojos. La oscuridad había sido demasiado reconfortante, y sabía que abandonarla le dolería, pero ya estaba desvaneciéndose por su propia cuenta, y él no podía seguirla. Estaba dejándolo atrás.
Alzó los párpados para mirar a su alrededor, y por un momento se sintió confuso. De despertares anteriores reconocía las vigas que había en lo alto. Estaba de vuelta en la casita. ¿Acaso la llegada de la fuerza de rescate sólo había sido otro sueño? ¿Habría sido Max un sueño?
Un hombre calvo y de barba blanca apareció en su campo visual y lo miró desde arriba con ojos duros, y luego apareció Max a su derecha, seguido por un ansioso joven acorazado, de pelo oscuro, y…, y… Félix parpadeó, pensando que aún alucinaba. Al lado de Max había dos hombres, uno con el negro hábito de los sacerdotes de Morr, y el otro con el ropón violeta oscuro de los hechiceros del Colegio Amatista, pero ambos tenían la misma larga cara triste y la misma cabeza afeitada. Eran idénticos.
—
Herr
Jaeger —dijo el hombre de barba blanca a quien Félix reconoció ahora como el general de la Reiksguard sin el yelmo, a quien el arcabucero había llamado Von Uhland—. ¿Estáis lo bastante bien como para hablar? Tenemos poco tiempo.
Félix apartó los ojos de los inquietantes gemelos, e hizo una comprobación mental de cómo se sentía. Desorientado, ciertamente. Dolorido, ¡ah!, sí, bastante, pero no tanto como antes. Y los febriles sudores gélidos habían cesado, así que, en términos relativos, no estaba demasiado mal. —Sí —dijo.
—Bien —asintió el general, que se sentó e hizo un gesto para que los otros lo imitaran.
Félix miró a su alrededor mientras lo hacían. Yacía sobre un camastro militar, tenía el brazo pulcramente vendado y sus dedos casi habían recuperado el tamaño y color normales. Al fondo, una hermana de Shallya se movía de un lado a otro, y a través de la puerta veía que el poblado era un hervidero de soldados. El hacha de Gotrek estaba apoyada cerca del hogar, donde la había colocado Snorri, pero el Matador no se encontraba allí. El corazón de Félix se aceleró con pánico repentino.
—Intentaremos ser tan breves como podamos —prometió el general, mientras un escriba que estaba junto a él comenzaba a tomar notas en un gran libro—. Pero debemos formularos algunas…
—¿Dónde está el Matador? —preguntó—. Gotrek. ¿Está…?
Max se inclinó y lo interrumpió.
—Está con los cirujanos, Félix. Están haciendo todo lo que pueden.
—No —dijo Félix, con el corazón acelerado—. Tú no lo sabes. Ellos no lo saben. El hacha. El hacha de Krell. Lo hirió. Dejó esquirlas envenenadas en la herida. ¡Es lo que está matándolo!
Los sombríos gemelos alzaron la cabeza, y los ojos de Max se desorbitaron.
—¿Esquirlas envenenadas? —preguntó.
Félix asintió con la cabeza.
—El Matador dijo que se clavan hasta llegar al corazón. Temo que ya hayan llegado a él.
Max palideció y se volvió hacia el general.
—Mi señor, si me excusáis…
—Marchaos —dijo—. Tomaremos notas de la conversación que mantengamos aquí.
Max se levantó y salió con prisa de la casita. Félix tenía ganas de levantarse e ir con él. Debería estar con Gotrek, no allí, hablando.
El general Von Uhlan se volvió a mirarlo.
—Estará bien cuidado,
herr
Jaeger. Os lo prometo. Y ahora, hemos oído la historia de boca de vuestro amigo, el que tiene los…, los clavos en la cabeza, pero estaba un poco confundido. Nos gustaría que vos…
—Mi padre y mi madre —interrumpió el joven de pelo oscuro, inclinado hacia él con ojos ansiosos—. ¿Aún viven? —Félix lo miró, desconcertado.
—Yo… ¿Quiénes son vuestro padre y vuestra madre?
—Este es maese Dominic Reiklander —dijo el general—, hijo del graf y la grafina.
La cara de Félix se entristeció al recordar la última ocasión en que los había visto, cuando el graf no muerto le había arrancado la garganta a su mujer. El muchacho interpretó correctamente la expresión, y apartó la mirada antes de que pudiera responderle.
—Lo siento. Ellos no… —Félix no quería entrar en detalles—. No han sobrevivido.
Dominic asintió con la cabeza, y luego se levantó con brusquedad para avanzar hasta el hogar y quedarse con la vista fija en el fuego.
Von Uhland lo miró, y luego, se volvió hacia Félix. —Este Krell que habéis mencionado. ¿Es el jefe de los no muertos?
Félix negó con la cabeza.
—Krell es un teniente. El nigromante que ha reunido la horda se llama Kemmler. Sé poco de él, pero es capaz de levantar miles de no muertos, además de arruinar la comida y la bebida, y…
—Sé quién es —dijo el general con tono lúgubre—. Creía haber oído decir que estaba muerto, que lo había matado el duque Tancred de Quenelles en Bretonia. —Maldijo y volvió a mirar a Félix—. ¿Y qué sabéis de sus planes? El mensaje que envió el general Nordling decía que ese demonio tenía intención de marchar sobre Altdorf. ¿Sabéis el número de no muertos con que cuenta?
—Yo calculo que más de ocho mil —dijo Félix—. Tal vez hasta diez mil. Hombres y hombres bestia por igual, además de tropas escogidas de guerreros antiguos, murciélagos gigantes, necrófagos, espíritus. Y… —Miró con aprensión la espalda de Dominic—, y temo que tenga algunos otros planes para el graf y la grafina.