Félix tosió.
—Eh…, no hay necesidad de molestarlos —se apresuró a decir—. Tal vez con unos lanceros bastaría.
—Por supuesto, por supuesto —replicó Von Geldrecht, y se volvió otra vez hacia Von Volgen, mientras Félix, Kat y los matadores se encaminaban hacia la escalera—. ¿Y vos os ocuparéis de la defensa del cuerpo de guardia, mi señor?
Von Volgen hizo una reverencia.
—Por supuesto, señor comisario. Lo defenderemos hasta el último hombre.
Félix pensó que era notable lo bien que lograba que el desprecio no aflorara a su voz.
Unos minutos más tarde, Félix, Kat y Snorri deambulaban arriba y abajo por el muro de contención del puerto, rechazando los murciélagos gigantes que descendían en barrena desde el cielo y cortando en pedazos a cualquier zombie que se atreviera a asomar la cabeza por encima de las olas, mientras Rodi ataba una cuerda alrededor de la cintura de Gotrek, y éste se sujetaba el hacha rúnica a una muñeca mediante una cadena. Estaban todos apiñados en el rincón más recogido del puerto, detrás de la escalera por la que se subía a la torre del homenaje, junto a la puerta del río. Los lanceros solicitados por Gotrek estaban situados entre la escalera y el muro de contención, para bloquear a cualquier zombie que fuera hacia ellos desde el patio de armas. Sin embargo, no podían impedir el paso a los que intentaban salir del agua, y Félix, Kat y Snorri estaban muy atareados.
—¿Estás seguro de tener aliento suficiente? —preguntó Rodi mientras tensaba la cuerda.
—No tardaré mucho —replicó Gotrek.
Félix tragó saliva. No se le ocurría ninguna experiencia más desagradable que la de saltar a las oscuras aguas de un puerto llenas de no muertos y hombres bestia, pero resultaría imposible cerrar el agujero mientras no supieran el tamaño que tenía, y la única manera de averiguar eso era sumergirse para mirar. Gotrek quería ver cómo lo habían hecho los zombies. ¿Habían apartado las piedras? ¿Habían cavado a través del lodo? ¿Cómo habían podido hacerlo en tan poco tiempo?
Rodi ató la cuerda, y luego se agachó y se apartó a un lado cuando una gran roca se estrelló junto a ellos, destrozó las losas de piedra del suelo, rebotó y se alejó; una demostración de que la batalla no se había detenido para que ellos pudieran realizar sus investigaciones. En realidad, había arreciado. En lo alto de las torres, los cañones de Volk continuaban disparando para intentar acabar con las catapultas y onagros de Kemmler, los cuales aún bombardeaban el patio de armas con inmundas piedras y muerte llameante. Sobre las murallas, los caballeros y lanceros de Von Geldrecht seguían con la batalla interminable de empujar las escalas de los zombies lejos de las murallas. Y en el patio, Von Volgen y su compañía de hombres escogidos guardaban las puertas del cuerpo de guardia contra la creciente manada de zombies que continuaba saliendo del puerto en infinita marea para atacarlos con mecánica concentración.
A menos que Gotrek hallara una manera de cerrar el agujero que había en la puerta del río, el resultado de la batalla sería inevitable. Los hombres de Von Volgen resistían bien, pero enfrentados a una fuerza que no huía, ni se cansaba, ni disminuía, acabarían muriendo por agotamiento, y el cuerpo de guardia caería. Entonces, los zombies abrirían las puertas, y entraría en masa el resto de la horda. Se perdería el patio de armas inferior, y probablemente también la torre del homenaje. El castillo Reikguard quedaría en manos de Kemmler, y los refuerzos, cuando llegaran, tendrían que ponerle cerco en lugar de rescatar a la guarnición.
Gotrek avanzó hasta el muro de contención.
—Preparado, Muerdenarices —dijo—. Ya es hora.
Snorri se enfundó el martillo a la espalda, y se envolvió el extremo de la cuerda de Gotrek alrededor del enorme puño.
—Snorri está preparado.
—Preparado —anunció Rodi al mismo tiempo que recogía una jarra de aceite de lámpara y una antorcha.
Gotrek asintió con la cabeza y se zambulló en el agua, con el hacha en una mano. En cuanto desapareció debajo de las olas, Rodi rompió la jarra de aceite de lámpara contra el muro de contención de piedra, y dejó que el contenido se derramara sobre el agua, para luego acercar la antorcha al aceite que se extendía.
Una bola de fuego se alzó del aceite con una repentina y apagada detonación, y luego el oleoso líquido ardió con brillantez sobre las olas, serpenteando como si estuviera vivo entre las ondas y salpicones.
Un zombie salió a la superficie en medio de él e intentó trepar a la orilla, mientras las llamas se le adherían a la cabeza y los hombros. No pareció darse cuenta, y tendió una mano encendida hacia Kat. Ella retrocedió, luego le hendió el cráneo con un destral y le rebanó la garganta con el otro. El zombie cayó hacia atrás, manoteando débilmente, y se oyó un siseo al apagarse las llamas cuando se hundió bajo las olas.
Un segundo más tarde, las llamas se apagaron al consumirse todo el aceite, y un segundo después de eso, la cuerda de Gotrek comenzó a tironear y agitarse en el agua.
—¡Tira, Snorri! —gritó Rodi—. ¡Tira!
El viejo matador tiró de la cuerda con todas sus fuerzas, y empezó a recogerla con un puño tras otro, pero ofrecía una resistencia enorme. Rodi sumó sus fuerzas a las de él y continuaron tirando juntos, mientras Félix y Kat se acercaban más al borde, con las armas preparadas.
El agua se agitó con violencia a sus pies, y entonces una cabeza afeitada y unos anchos hombros salieron bruscamente del agua, hacia atrás, seguidos al instante por la cornuda cabeza de cabra de un hombre bestia muerto y las putrefactas extremidades de zombies humanos, agitándose. Gotrek estaba infestado de ellos. El cadáver del hombre bestia tenía los dientes cerrados sobre su hombro izquierdo, y los humanos se aferraban a sus piernas y torso, todos arañando y mordiendo, mientras él blandía el hacha rúnica y les rugía farfullados retos.
Félix le asestó al monstruo con cabeza de cabra un golpe de soslayo que bastó como distracción para que Gotrek le clavara el hacha debajo de la mandíbula, y el monstruo lo soltó y cayó. Kat cercenó la espina dorsal de uno de los hombres, y Gotrek se quitó de encima a los otros dos con el hacha, para luego desplomarse sobre el muro de contención, tosiendo violentamente, mientras Félix y Kat hundían al resto bajo las olas.
—¿Y bien? —preguntó Rodi a la vez que dejaba caer la cuerda.
Gotrek se sentó, sin parar de toser, y se echó la cresta hacia atrás para apartársela de los ojos.
—Lo bastante grande como para que pase un hombre bestia —informó—, pero no más. Y atraviesa la puerta.
Abrió la mano izquierda para enseñarle un trozo de barra metálica. Félix y Kat lo miraron por encima del hombro. Era un trozo roto de la reja de hierro que conformaba las puertas de la entrada del río, pero tenía un curioso aspecto de fragilidad, y cuando Rodi lo tocó con un dedo, se desmenuzó como si fuera creta.
—El saboteador —gruñó—. Pensaba que el señor Tripa Mantecosa iba a «dar pasos».
Gotrek gruñó y se puso de pie. Tenía profundas marcas de mordisco en el hombro izquierdo y señales de garras por todas partes.
—Olvídate del saboteador. Tenemos que cerrar el agujero —su único ojo enfocó el templo de Sigmar que estaba al otro lado del puerto—. Y el parche es ése.
—¡No podéis llevaros mi puerta! —gritó el padre Ulfram mientras su acólito, Danniken, se encogía al fondo—. ¡Este es el templo de Sigmar! ¡Estáis cometiendo un sacrilegio!
Los matadores no le hicieron ni caso, y continuaron golpeando con sus martillos y cinceles los goznes de una enorme puerta reforzada con hierro.
—Lo siento padre —dijo Félix—, pero es la única manera. Es lo bastante fuerte y lo bastante grande, y…
—Vos habéis rezado a Sigmar para que nos proteja ¿no es cierto sacerdote? —lo interrumpió Kat con un ligero tono de urgencia en la voz.
—Por supuesto que lo he hecho —replicó Ulfram—. De manera constante.
—¿Y si ésta fuese la respuesta? —preguntó Kat.
El sacerdote abrió la boca para contestar; luego hizo una pausa, y sus cejas se fruncieron detrás del trapo que le ocultaba los ojos.
—Ya cae —dijo Rodi y retrocedió cuando la enorme puerta se soltó de repente de los goznes para luego irse hacia delante e impactar sobre los escalones del frontal del templo con un golpe ensordecedor.
Ulfram lanzó un lamento al oír aquel sonido, y se volvió hacia el altar del fondo del templo, mientras hacía la señal del martillo sobre su pecho hundido.
—¡Oh, Sigmar!, si ésta es tu voluntad, entonces concédeme…
—Volveremos a por el altar —dijo Gotrek.
—¡¿Qué?! —gritó Ulfram—. ¡No! ¡Hasta ahí podíamos llegar! No podéis…
Pero los tres matadores ya habían recogido la pesada puerta y la transportaban hacia el bote requisado.
Para cuando los remeros hubieron apartado del embarcadero el bote con su pesada carga para comenzar a remar hacia la puerta del río con Gotrek, Félix, Snorri, Rodi y Kat acuclillados precariamente sobre la puerta y el altar, a Félix ya le resultaba evidente que Kemmler se había dado cuenta de lo que estaban haciendo e intentaba impedirlo.
Los zombies que salían de las aguas del puerto ya no iban hacia la asediada formación en cuadro de los defensores de Von Volgen que se encontraban ante el cuerpo de guardia. Ahora salían a flote alrededor del bote, y tendían hacia los costados sus garras hinchadas por el agua mientras, al mismo tiempo, cada murciélago gigante que había en el cielo se lanzaba en picado e intentaba chocar contra ellos para derribarlos a todos al agua.
Era una pesadilla. Félix, Kat y Rodi gateaban de un lado a otro por la embarcación, asestando frenéticamente tajos a los zombies, mientras Gotrek y Snorri iban de un lado a otro con sus pesados pasos y rechazaban a los murciélagos que chillaban y aleteaban por encima de ellos. Los aterrados guardias fluviales le rezaban a Manann y dedicaban tanto tiempo a golpear a los zombies con los remos como a remar.
A cada segundo, Félix temía que el sobrecargado bote volcara y ellos se hundieran en el agitado caldo de zombies, pero, de algún modo —¿por la gracia de Sigmar?—, llegaron a la puerta del río con apenas treinta centímetros de agua en el fondo de la embarcación, y sólo dos de los guardias fluviales arrastrados a la muerte.
Gotrek amarró el bote lateralmente a las barras de hierro de las puertas, lo que permitió a los remeros abandonar los remos, empuñar los chafarotes y unirse a Kat, Félix y Snorri en la defensa, mientras Gotrek y Rodi se ponían al trabajo.
Félix nunca había estado en una lucha tan febril. Era una acometida constante desde el agua y el aire; una locura de brazos, alas, garras y dientes que chasqueaban, mientras el bote se mecía y chocaba bajo sus pies. Un murciélago le arañó la frente, y él continuó luchando, cegado por la sangre. Un zombie le mordió un tobillo, y sus mandíbulas permanecieron cerradas aun después de que le hubiera cortado la cabeza. Kat oscilaba como si estuviera borracha, con todo el costado izquierdo cubierto de fango negro. Los remeros luchaban como ratas acorraladas y gruñían con miedo rabioso.
En las pocas y breves miradas por encima del hombro que pudo echar, Félix vio que los dos matadores trabajaban febrilmente, sujetando la puerta a la reja con largas cadenas que habían pasado en torno a los quicios y luego atando cuerdas alrededor del enorme altar para hacer lo mismo con él.
Para entonces, el bote se mecía tan hundido en el agua que Félix temió que un solo zombie que pusiera las manos encima de la borda lo enviara al fondo.
—En cualquier momento, Gotrek —siseó con los dientes apretados—. En cualquier momento.
—Ya casi estamos humano —replicó Gotrek.
El y Rodi se volvieron hacia la proa donde había dos de las cargas de pólvora de Volk, medio sumergidas. De los cinturones sacaron largos trozos de mecha para artillería que ardía lentamente sin llama y se volvieron a mirar a los remeros.
—La explosión aturdirá a los zombies que se encuentren en el agua y lanzara hacia atrás a cualquiera que este atravesando el agujero —dijo Gotrek—. También hundirá la embarcación.
—¡Hundirá la embarcación! —gritó uno de los remeros—. No habíais dicho…
—Deberíais tener tiempo de nadar hasta la orilla antes de que los zombies se recuperen —replicó Rodi con una sonrisa burlona—. Pero si no, bueno, al menos moriréis salvando a vuestros compañeros.
Los remeros lanzaron un lamento al oír eso, pero había poco que pudieran hacer. Gotrek y Rodi encendieron las mechas lentas de las cargas de pólvora con las cuerdas cuyo extremo ardía sin llama, y las lanzaron hacia el centro del puerto, donde cayeron al agua, entre chapoteos. Félix había sentido un cierto escepticismo ante esa parte del plan, pero cambió de opinión al ver que las chisporroteantes llamas de las mechas continuaban ardiendo mientras se sumergían hacia el fondo.
Los zombies, puesto que eran zombies, no prestaron la más mínima atención y continuaron atacando sin mas, al igual que los murciélagos, pero el corazón de Félix latía aceleradamente mientras esperaba la llegada de la detonación ¿Sería muy potente la explosión? ¿Y si los estrellaba contra la puerta?
Un golpe sordo, sentido más que oído, impactó contra las plantas de los pies y sacudió el bote con violencia; a continuación, ascendió en el aire, en medio del puerto, un géiser de agua, humo y trozos de zombies que los regó a todos y creó una gran onda en forma de anillo que fue agrandándose en todas direcciones.
—¡Aquí llega! —gritó uno de los remeros, que dejó caer el chafarote.
La onda los elevó muy arriba y, como Félix había temido, estrelló el bote contra las puertas, pero luego el agua pasó entre los barrotes y el nivel volvió a bajar. La embarcación descendió, bamboleándose, y luego se deslizó de debajo de la puerta del templo encadenada y el altar atado con cuerdas, y se hundió en el agua.
Los remeros se pusieron a nadar como locos hacia el muro de contención a través de una muchedumbre de flotantes zombies inmóviles, pero Félix y Kat se quedaron aferrados a los barrotes de la reja, asestando tajos a los murciélagos que giraban en círculos sobre ellos, hasta que la última pieza del plan de Gotrek encajó literalmente en su sitio.
Al hundirse el bote, la pesada puerta del templo descendió, unida a la cadena, hasta desaparecer bajo el agua, y Félix sintió que golpeaba contra la reja del río y quedaba adherida a ella.