—Sólo deja que reúna fuerzas, Gurnisson, y volveremos.
—¿Quieres más? —preguntó Gotrek, y se encogió de hombros.
—No, príncipe —intervino Narin, que alzó los ojos del tajo que estaba curándose en un brazo—. Ya basta. Esto no puede continuar.
—Sí —asintieron, a coro, los hermanos Rassmusson.
—Por favor, príncipe mío —dijo Thorgig—, al menos espera hasta después de que recuperemos la fortaleza.
—¿Le impediréis a un enano que pelee por su honor? —preguntó Hamnir, ofendido.
—Nunca, príncipe —respondió Narin—, pero te sugeriré que pares. Esto es una locura.
—Cuando Gurnisson admita que estaba equivocado —dijo Hamnir—, pararé.
—Cuando Ranulfsson me pague lo que me robó, daré el asunto por zanjado —dijo Gotrek.
—Si es una cuestión de oro —propuso Félix—, yo le pagaré a Gotrek lo que piense que se le debe. Sólo pongámonos en marcha.
—No seas estúpido, humano —gruñó Gotrek—. No servirá de nada que me pagues tú. Tiene que hacerlo él, o nadie.
—Pero ¿de qué va todo esto? —gritó Félix, rota ya su paciencia—. ¿Qué hay de difícil en el reparto del botín? No lo entiendo.
—Por supuesto que no —dijo Gotrek—. No eres un enano.
—La dificultad —dijo Hamnir— reside en la definición de botín.
—¡La dificultad —lo interrumpió Gotrek— es que tú y yo juramos con sangre que repartiríamos equitativamente el botín! ¡Todo el botín! Que ninguno de los dos se guardaría nada, ni escondería nada. Hicimos ese juramento en el primer día de nuestro viaje, y tú lo rompiste.
Hamnir suspiró y se sentó, cansado, sobre la rueda de una vieja vagoneta.
—Lo que sucedió fue esto. Gurnisson y yo nos habíamos enrolado en el ejército de un noble de Tilea que estaba en guerra con otro noble tileano. Las habituales disputas mezquinas entre los humanos.
Félix bufó al oír eso, pero Hamnir no se dio cuenta de la ironía, y continuó.
—Luchamos por todo el territorio para recuperar aldeas que el rival de nuestro patrón había saqueado y ocupado. En una de ellas, había un tabernero enano que tenía una hija guapa que, para demostrarme su agradecimiento por haber liberado la población… —Hamnir se sonrojó—. Bueno, era una moza muy dulce, y durante la semana que pasé allí, nos encariñamos el uno con el otro, y ella me dio un regalo de despedida —explicó al mismo tiempo que miraba a Gotrek con ferocidad—. Un regalo de amor, un pequeño libro de antiguos poemas de amor de nuestro pueblo. —Miró a Félix—. Cuando nos pusimos a repartir el botín de batalla, Gurnisson quiso incluirlo en la cuenta, y yo me negué. No había sido obtenido en la guerra, sino regalado en el amor, y por lo tanto, no formaba parte del botín.
—Fue obtenido en la guerra —gruñó Gotrek—. Ella te lo regaló por ganar la batalla y libertar la ciudad. El herrero me dio a mí una moneda de oro y un casco nuevo porque impedí que los hombres de Intero le quemaran la forja. Yo los incluí en el botín. No hay diferencia ninguna.
—La hay, a menos que besaras al herrero en los labios y pasaras la noche en sus brazos —dijo Hamnir con tono seco.
Narin rió entre dientes.
—¿Era valioso el libro ese? —preguntó Félix a bocajarro.
Hamnir se encogió de hombros.
—Era una copia de una copia; valía unos pocos pfenings imperiales, como mucho. —Desvió los ojos hacia la mochila—. De no ser por el valor sentimental que tiene, lo habría tirado hace mucho tiempo.
—¿Unos pocos pfenings? —La voz de Félix se alzó por voluntad propia—. ¡Unos pocos pfenings! ¿Vosotros dos, lunáticos, no os habéis dirigido la palabra en cien años a causa de unos pocos pfenings? —Se dio una palmada en la frente y se volvió a mirar a Hamnir—. ¿Por qué no te limitaste a pagarle a Gotrek la mitad del precio del libro y acabaste con el asunto? —Giró la cabeza hacia Gotrek—. ¿Y por qué no le dijiste a Hamnir que unos pocos pfenings no tenían importancia entre amigos, y te olvidaste del tema?
—Es una cuestión de principios —replicaron ambos enanos al unísono.
—Él pone los sentimientos empalagosos por encima de la ley —declaró Gotrek.
—Él pone la ley por delante de la decencia —contraatacó Hamnir.
—Los dos ponéis la testarudez por delante del sentido común —declaró Félix, que se volvió a mirar a los otros enanos—. ¿A ninguno de vosotros le parece que esto es una locura?
Los enanos se encogieron de hombros.
—Yo no le he dirigido la palabra a mi primo Riggi durante casi cincuenta años porque no me preguntó si quería un trago cuando le tocaba invitar a él —dijo Karl.
—Mi clan interrumpió todo comercio con otro clan a causa de un pañuelo —explicó Barbadecuero.
Félix gimió. Había olvidado con quién estaba hablando, pero tenía que hacer algo. En caso contrario, continuarían con esa estupidez hasta el fin del mundo.
—¿Puedo verlo? —le preguntó a Hamnir—. Me gustaría mirar el libro que ha mantenido separados a dos amigos durante cien años. Tiene que ser maravilloso de contemplar.
Hamnir abrió la mochila, rebuscó en el interior y sacó un libro pequeño que había en el fondo.
—No es una cosa muy digna de contemplación —dijo al mismo tiempo que se lo entregaba a Félix con cuidado—. Los recuerdos raras veces lo son.
Félix miró el librito. Era de pergamino encuadernado en cuero, con los bordes tan gastados por los cien años pasados en el fondo de la mochila de Hamnir que tenía una forma casi ovalada. Lo abrió por el centro. Las palabras estaban escritas en runas khazalid de mala caligrafía.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó—. Me refiero a la hija del posadero que te lo regaló.
—¿Eh…? —dijo Hamnir—. Yo… ¿Morga? No… ¿Margi? ¿Drus? Ya lo recordaré.
Félix bufó, rompió el libro por la mitad y le tendió una parte a Hamnir y otra Gotrek.
—Ya está —dijo—; ahora ha sido repartido equitativamente. Vuestros agravios han quedado zanjados.
Los enanos lanzaron una exclamación ahogada; incluso Gotrek.
Hamnir comenzó a levantarse.
—¿Qué has hecho, humano?
Tendió una mano hacia el hacha. Thorgig acudió a su lado, con los ojos encendidos.
—¡Maldito estúpido entrometido! —gritó Gotrek al mismo tiempo que avanzaba hacia él—. ¡Acabas de darle una excusa para no pagarme!
Félix retrocedió, tragó y se sintió aterrorizado. No había pensado en lo que haría después de romper el libro. Iban a matarlo.
Entonces, Narin se puso a reír con tremendas carcajadas. Pasado un segundo, Galin se unió a él. Gotrek y Hamnir se volvieron a mirarlos con ojos coléricos.
—¿Esto os resulta divertido? —les espetó Hamnir.
—¿Continuaréis riendo cuando os haga tragar los dientes de un golpe? —preguntó Gotrek con los puños alzados.
Galin señaló una mitad del libro y luego la otra, a la vez que intentaba hablar; pero reía demasiado para articular palabra. Las lágrimas le caían por las mejillas hacia el interior de la barba.
—¡El Escudo de Drutti! —jadeó Narin entre espasmos de risa. Cogió el trozo de madera quemada que llevaba en la barba y lo agitó hacia ellos—. ¡El humano ha destrozado vuestro Escudo de Drutti!
Él y Galin estallaron en un nuevo ataque de carcajadas.
—No es tan divertido cuando te sucede a ti, ¿verdad, Matador? —gritó Galin.
Hamnir y Gotrek arrebataron de las manos de Félix las mitades del libro, y se volvieron el uno contra el otro, con los ojos relumbrantes de furia. Agitaron las páginas el uno ante el otro, tartamudeando y esforzándose por encontrar las palabras. El pergamino antiguo se rajó y se rompió, y una lluvia de trocitos cayó al suelo como nieve sucia.
Gotrek observó cómo caían, y luego miró a Hamnir con ferocidad.
—¿Cuándo fue la última vez que leíste este libro?
Hamnir miró las páginas que se le desmenuzaban en la mano.
—Yo… —Bufó—. Yo… —Estalló en carcajadas que le hicieron temblar todo el cuerpo.
—¿Qué, maldito? —gritó Gotrek, furioso—. ¿Qué es tan gracioso?
—Nunca lo leí —gritó Hamnir con los ojos llorosos de risa—. ¡Era malísimo!
Gotrek permaneció de pie, petrificado durante un largo momento, mirando a Hamnir como si fuera a cortarle la cabeza. Luego, con un estruendo como la explosión de un motor de vapor, también él se puso a reír con carcajadas roncas y violentas.
Narin y Galin estallaron en un nuevo ataque de risa, pero Thorgig y los hermanos Rassmusson se quedaron mirándolos, nerviosos y confusos. Félix simplemente se alegraba de que parecieran haberse olvidado de matarlo.
—Eres un testarudo… —Gotrek jadeó, señalando a Hamnir—. Nunca lo leíste. No te acuerdas de su nombre. Lo conservaste durante todo este tiempo sólo por…
—¡Por una cuestión de principios! —gritó Hamnir, histérico de risa.
El Matador y el príncipe se desplomaron, y cada uno apoyó la cabeza sobre el hombro del otro. Sacudiéndose de risa, se daban palmadas en la espalda.
—Tal vez —dijo Gotrek, atragantado—, tal vez seas un enano, después de todo.
—Y tal vez tú… seas algo más que una hacha —hipó Hamnir.
Las carcajadas de ambos continuaron durante largo rato, mientras los otros permanecían de pie en torno a ellos, incómodos, pero al final cesaron.
Hamnir retrocedió un paso, a la vez que se enjugaba los ojos.
—Han sido cien años muy silenciosos al no tenerte a ti para discutir, Gurnisson.
—Sí —dijo Gotrek, mientras se agitaba la cresta con una mano y bufaba sonoramente—. Y ha sido un alivio no tenerte quejándote de todo lo que hay bajo el sol, noche y día. Cuando viajaba contigo, olvidé que existía una cosa llamada silencio. —Se encogió de hombros—. Incluso lo mejor tiene que acabar.
Se dispusieron a recoger las mochilas y rehacerse.
Thorgig frunció el entrecejo.
—¿Así que… vuestros agravios han quedado zanjados? —preguntó—. ¿Ya no sois enemigos? —La idea no parecía gustarle lo más mínimo.
—Así es —replicó Hamnir—. El humano ha zanjado el asunto, y lo ha hecho muy bien. —Se volvió para mirar a Félix con enojo—. Aunque me debes un libro de poesía muy mala, hombre, o tendré un agravio nuevo.
—Y a mí me debes poesía muy buena —gruñó Gotrek—. Por esta travesura, será mejor que el poema épico de mi muerte sea el más grandioso jamás escrito.
Félix hizo una reverencia para ocultar la sonrisa. La cosa había salido mejor de lo que cabía esperar. Había pensado que continuarían odiándose, pero ambos habían dejado a un lado el resentimiento para odiarlo aún más a él.
—Haré todo lo posible para complaceros a ambos.
Hamnir asintió con la cabeza, y se volvió a mirar a los hermanos Rassmusson.
—Vamos —dijo—, ya hemos perdido bastante tiempo aquí. Conducidnos hasta el Undgrin, mineros.
—Sí, príncipe —replicó Ragar.
—Está justo allí —informó Karl, y señaló al otro lado de la estancia.
—Ya casi hemos llegado —añadió Arn.
Los enanos acabaron de vendarse las heridas, se echaron las mochilas a la espalda y recogieron picos y hachas mientras los trolls continuaban transformándose en huesos negros dentro del rugiente fuego. Barbadecuero se puso la máscara reparada. Estaba toscamente cosida y no se le ajustaba tan bien como antes, pero ocultaba su vergüenza y él parecía conforme. Cuando todos estuvieron preparados, siguieron a los Rassmusson hacia el otro lado de la vasta estancia, en un ambiente de mayor camaradería que antes. Incluso Galin y Narin parecían haber olvidado los agravios contra Gotrek y contra el clan del otro, y hablaban de esto y aquello. Sólo Thorgig continuaba mostrándose hosco y se volvía a mirar a Gotrek con franco desprecio.
Al llegar al final de una larga rampa descendente, por cuyo centro corrían dos parejas de raíles anchos, salieron al Undgrin. El sistema de tornos y poleas que había hecho subir y bajar las vagonetas por la pendiente aún existía, polvoriento y herrumbroso, pero las vagonetas habían desaparecido.
Cuando atravesaron la ancha arcada del final de la rampa, Félix se quedó mirándolo todo, boquiabierto. La escala de aquello era vertiginosa: un túnel descomunal, de al menos doce metros de ancho por quince de alto, con paredes de granito tan pulimentadas que la luz de los faroles de los enanos se reflejaba en ellas como en un espejo. Por el centro del túnel corría una doble pareja de raíles que destellaban como hojas de espadas hasta desaparecer en la oscuridad. A ambos lados corrían plataformas elevadas por las que podían avanzar diez enanos, hombro con hombro. El suelo estaba cubierto por una uniforme y gruesa capa de polvo. Nadie había recorrido el camino subterráneo en varias décadas.
Los hermanos Rassmusson le dedicaron a Félix una ancha sonrisa.
—Ya te dijimos que lo reconocerías cuando lo vieras —dijo Ragar.
—No está mal, ¿eh? —añadió Arn.
A Félix le resultaba difícil concebir la idea de que se hubiese construido un túnel así, no sólo entre Duk Grung y Karak-Hirn, sino entre casi todas las fortalezas de los enanos, desde las Montañas del Fin del Mundo a las Montañas Negras.
—Es…, es pasmoso —dijo al fin.
—Éste es sólo un camino lateral —le aseguró Galin—. El verdadero Undgrin es el doble de grande.
—Es una verdadera pena que Duk Grung se haya agotado —dijo Karl—. Cuando estaba en activo, funcionaba el tren de vapor que llevaba el mineral a la fundición de Karak-Hirn. Podríamos haber saltado encima de él y haber llegado a la fortaleza en un día.
Ragar suspiró.
—Aquéllos sí que eran buenos tiempos. Diez días en el frente de arranque, y dos días para darle azotes a mi Iylda y hacerle cosquillas, otro día pasado en el Undgrin, y de vuelta al trabajo.
—Sí —convino Arn—. Dos días con una moza, es más o menos el tiempo correcto.
—Con un descanso de doce días entre medio —asintió Karl.
—Al trabajar en las minas de la fortaleza, las vemos cada noche —añadió Ragar, taciturno.
—Las vemos cada noche, y ellas se ponen a hablar de cosas —dijo Arn.
—De boda, por ejemplo —precisó Karl.
—Y de bebés —añadió Ragar, y tragó.
—Espero que el jefe encuentre pronto una mina nueva —dijo Arn.
Los otros hermanos asintieron con fervor mientras los enanos echaban a andar hacia la derecha, a paso vivo, con las linternas balanceándose colgadas de los cinturones. Los Rassmusson se pusieron a cantar una vieja canción de marcha, y los otros no tardaron en unírseles. Después del verso decimosexto, Félix comenzó a sentir dolor de cabeza.