—¿Qué es eso? —preguntó Thorgig—. ¿Ratas?
—No son trolls —respondió Arn—. Eso, seguro.
—Cualquier cosa que sea —dijo Hamnir— viene hacia aquí.
Narin sacó una antorcha de la mochila, la encendió con el farol que llevaba en el cinturón y la dejó caer hacia el fondo del pozo. Los enanos observaron la bola luminosa, que se alejaba rápidamente de ellos. El corazón de Félix dio un brinco cuando, dos niveles más abajo, la antorcha iluminó, por un instante, una hirviente masa de monstruosidades sin pelo, del tamaño de un perro, y las afiladas garras con las que trepaban por la pared toscamente tallada del pozo. Luego, la antorcha continuó cayendo y devolvió a los seres a la oscuridad. Eran docenas.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Félix, atragantado.
—Garrapatos cavernícolas —dijo Karl, que escupió—. Ratas goblins.
—Pensaba que las habíamos exterminado —comentó Ragar.
—Lo hicimos —asintió Arn—; hace doscientos años.
—Será difícil luchar contra ellas aquí —comentó Thorgig con el ceño fruncido—. Nos harán caer.
Félix se estremeció. Después de todos los años pasados con Gotrek, no le habría importado librar una lucha sobre terreno firme. En el suelo, se habría enfrentado sin temor contra esa manada de horrores, pero ¿colgando de una escalerilla sobre un pozo sin fondo, y con sólo una mano libre para defenderse? No, gracias. Ya sentía sus dientes y garras clavándosele en el cuerpo y arrancándolo salvajemente de los peldaños.
—Esperad aquí —dijo Gotrek, que comenzó a subir a toda velocidad por la escalerilla.
—¿Que esperemos aquí? —preguntó Félix.
—¿Adónde va? —gruñó Galin.
Félix se encogió de hombros. No tenía ni idea.
Los garrapatos se acercaban con rapidez, mucho más velozmente de lo que los enanos podrían haber subido por la escalerilla. Félix oía sus lamentos de hambre y distinguía los movimientos de sus patas en la oscuridad. La mayoría subían por las paredes, pero algunos lo hacían por la escalerilla. A Félix le recordaron cucarachas que ascendieran por una boca de alcantarilla.
Los enanos sacaron las armas y se sujetaron a la escalerilla con una sola mano, para aguardar ceñudamente su suerte. Félix aferró la espada y le rezó a Sigmar para pedirle que, cualquier cosa que estuviera haciendo Gotrek, la hiciera de prisa. Barbadecuero se había abierto el cinturón y, sin quitárselo, lo pasó por un peldaño para luego volver a cerrarlo, de modo que pudiera colgar de él y tener ambas manos libres.
Decenas de ojos brillantes reflejaban la luz de los faroles del grupo, y las formas de los seres comenzaban a ser visibles: calvas masas de carne, llenas de bultos y deformes, todo boca y dientes, con finas patas provistas de garras que parecía que les habían pegado al cuerpo como idea de última hora. Eran posiblemente las cosas más monstruosas que Félix había visto jamás, y eso que había visto una buena cantidad de horrores.
—Preparaos —dijo Hamnir, innecesariamente.
—Calculo que moriremos en el Duk, después de todo —comentó Ragar.
—Siempre pensé que sería así —dijo Karl.
—Nos vemos en los Salones de Grimnir, hermanos —se despidió Arn.
—¡Cuidado ahí abajo! —rugió Gotrek, desde lo alto.
Se oyó un tañido grave, como de la cuerda de un violón bajo, y de repente, el pozo del ascensor fue inundado por un estruendo de golpes y rechinamientos.
Félix miró hacia arriba, y luego se abrazó a la escalerilla y se pegó a ella todo lo posible. Los enanos hicieron lo mismo. Con una ráfaga de viento y rechinos de acero contra piedra, la cabina del ascensor se precipitó hacia ellos, pasó de largo, ladeándose y desintegrándose por el camino, mientras los puntales y las tablas abrían profundos surcos blancos en las paredes del pozo.
Félix miró hacia abajo para seguirla, y apenas alcanzó a ver a los garrapatos, que tenían los ojos desorbitados de miedo y las bocas de sapo abiertas justo antes de que la cabina del ascensor les cayera encima y continuara hacia la oscuridad en medio de un gran estruendo.
Tras lo que pareció una espera interminable, oyeron una atronadora explosión que estremeció las paredes cuando la cabina llegó, por fin, al fondo.
—¿Han caído todos? —preguntó Gotrek, desde arriba.
—Casi —replicó Barbadecuero.
Algunos garrapatos continuaban trepando por la escalerilla, impertérritos ante la suerte corrida por sus compañeros, entrechocando los dientes con ansia de carne de enanos. Sujeto por el cinturón, el Matador enmascarado los esperó con las dos hachas preparadas. Saltaron hacia él entre aullidos de hambre. Barbadecuero asestó furiosos tajos descendentes que hirieron a uno entre los ojos y cortaron una pata delantera a otro. Ambos se precipitaron hacia la oscuridad y derribaron a otros en la caída, pero no a todos. Barbadecuero acometió a la siguiente oleada. Thorgig y Narin dispararon las ballestas por encima de los hombros del enano enmascarado. Los otros enanos gruñían, frustrados porque la estrechez de la escalerilla no les permitía intervenir en la lucha. Félix se contentaba con observar.
Al final, justo cuando Gotrek volvía a aparecer por encima del grupo, la lucha concluyó. Los últimos garrapatos huyeron entre chillidos hacia la oscuridad de abajo y dejaron un rastro de sangre negra, mientras Barbadecuero colgaba del cinturón, respirando trabajosamente.
—Bien hecho, Barbadecuero —dijo Hamnir.
—Has luchado con valor —convino Narin.
—Sí —añadió Gotrek—. Buen trabajo, matagarrapatos.
Barbadecuero gruñó mientras limpiaba las hachas y soltaba el cinturón de la escalerilla.
—No todos hemos sido lo bastante afortunados para encontrarnos con un demonio. Ya me llegará la oportunidad.
—No, si viajas con Gurnisson —dijo Hamnir—. Puede ser que insista en una estricta división del botín, pero se queda con toda la gloria. —Alzó la mirada—. ¿No es cierto, Jaeger?
Félix abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Quería negar las palabras de Hamnir, pero no resultaba fácil. Ciertamente, Gotrek siempre era el que se situaba al frente cuando había problemas, y no era a Félix a quien le pedían que recuperara fortalezas o se aventurara en territorios sin cartografiar. Por supuesto, era así porque Gotrek podía hacer esas cosas. No le arrebataba las oportunidades a Félix, que habría muerto rápidamente en un combate contra aquel demonio.
—¡Deja al humano fuera de esto! —dijo Gotrek—. ¡Venga, continuemos!
Los enanos enfundaron las armas y siguieron bajando. Pasaron por otros siete niveles antes de ver los restos de la cabina del ascensor, que destellaban debajo de ellos, en el fondo del pozo: una destrozada pila de madera partida y metal retorcido, todo mezclado con garrapatos aplastados y huesos descoloridos que demostraban que las monstruosas criaturas no eran los primeros seres vivos que caían por el pozo.
El grupo pasó con cuidado por encima del destrozo y salió a un túnel de mina de talla mucho más tosca que los túneles de niveles superiores, pero a pesar de eso, bien tallado y apuntalado, si bien algo bajo.
—¿Éste es el camino profundo? —preguntó Félix, inclinado. No podía erguirse.
Los enanos se echaron a reír.
—No, herr Jaeger —replicó Hamnir—. Aún estamos en las minas. Reconocerás el camino profundo cuando lo veas.
—Piensa que esto es el camino profundo —comentó Karl, que reía entre dientes.
—Aún tenemos que descender unos cuantos niveles —explicó Arn.
—Síguenos —dijo Ragar.
Los enanos echaron a andar por el túnel, y los faroles que les colgaban de los cinturones formaron una mancha de luz móvil a su alrededor. Félix iba tras el grupo, encorvado como un anciano. Esperaba que el túnel se hiciera más espacioso antes de que pasara mucho tiempo, porque ya empezaba a tener tortícolis. Si se veía obligado a luchar contra algo allí dentro, tendría que ponerse de rodillas.
Gotrek caminó junto a él durante un rato, mascullando para sí y lanzándole miradas penetrantes a Hamnir. Luego, cuando el grupo hubo descendido otros tres niveles en silencio, se adelantó para situarse junto a Barbadecuero.
—Luchaste bien, Matador —dijo—. Hallarás una buena muerte. No me cabe duda. —Miró hacia adelante y alzó la voz lo bastante como para que pudieran oírlo desde el frente de la fda—. Y no tendrá importancia con quién viajes, porque la gloria no es algo que se comparta, sino algo que se obtiene.
Félix frunció el ceño. Ese tipo de camaradería no era propia de Gotrek. ¿Qué le sucedía?
—No debe preocuparte luchar contra oponentes indignos durante este viaje —continuó Gotrek, aún en voz alta—. Incluso un Matador puede dejar a un lado su muerte para cumplir un juramento si, por supuesto, se trata de un enano honorable.
De pronto, todo tenía sentido. Podía ser que Gotrek estuviera hablando con Barbadecuero, pero el mensaje era para Hamnir. Félix se quedó pasmado. Ese nivel de indirectas era inaudito en el Matador. Por lo general, Gotrek era tan franco y directo como, bueno, como un puñetazo en la nariz. Una vez más, se preguntó qué habría sucedido con Hamnir que tanto afectaba a Gotrek.
—¿Quién es el que carece de honor? —preguntó Hamnir, que mordió el cebo. Volvió la cabeza sin dejar de caminar—. Me insultas. Me golpeas, y sabes que no puedo devolverte el golpe porque te necesito en esta empresa. ¿Eso es honorable?
—Más honorable que un enano que le reclama a otro el cumplimiento de un juramento cuando él no cumple con los suyos —contestó Gotrek.
El grupo salió a una estancia enorme, donde confluían muchas vías que llegaban hasta una plataforma situada en el centro; allí las vagonetas podían descargar en grandes trenes repletos de mineral. Vapuleadas vagonetas viejas se hallaban sobre los raíles donde las habían abandonado, y contra la pared más próxima había, ordenadas, pilas de raíles y durmientes de madera. El techo se encumbraba más allá de donde alcanzaba la luz de los faroles de los enanos.
—Sólo tú dices que soy un perjuro —gritó Hamnir—. Sólo tú dices que carezco de honor. Todos los demás me conocen como un enano de palabra. —Su voz resonó en los rincones más alejados de la estancia.
—Eso se debe a que sólo yo te conozco como eres realmente —gruñó Gotrek—. Sólo yo conozco tus trucos. Llevas una máscara que oculta más que la de Barbadecuero.
—No fue un truco —dijo Hamnir, al mismo tiempo que se detenía y se encaraba con Gotrek. El grupo se detuvo en torno a ellos, y se puso a mirar con prevención hacia la oscuridad—. Fue un desacuerdo. Tú dijiste que debía incluirse en el botín. Yo dije que no. No valía nada, de todos modos.
—¡Ja! —Gotrek se volvió hacia los demás—. Ya veis. Siempre tiene una excusa. No valía nada, dice.
—Los otros estuvieron de acuerdo conmigo —dijo Hamnir.
—¡Sólo porque tienes una lengua tan embaucadora como la de un embajador elfo! —bufó Gotrek—. ¡Ajá! A lo mejor es eso. Tal vez tu madre pasó una noche con algún señor elfo que fue a parlamentar.
Se oyeron inspiraciones bruscas de los enanos, y Hamnir quedó inmóvil, con los ojos clavados en el Matador. Finalmente, apartó la mirada, dejó caer el hacha y comenzó a quitarse la mochila.
—Bien —dijo—. Se acabó. Pondremos punto final a esto aquí y ahora, dado que parece que es lo que quieres. Te descargaré de la obligación de ayudarme a recuperar Karak-Hirn, y lucharemos enano contra enano.
—No quiero pelear contigo —dijo Gotrek con una sonrisa despectiva—. Quiero que me pagues lo que me debes. Quiero que me des mi parte de lo que te guardaste del botín.
—No te debo nada más que una paliza —dijo Hamnir—. Tal vez, eso acabará por penetrar a través de tu grueso cráneo. —Dejó caer la mochila y alzó los puños—. Ahora, pelea.
—No merece la pena pelear contigo —declaró Gotrek—. Simplemente, págame y podremos zanjar el agravio sin dolor, como podrías haberlo hecho hace cien años, en Tilea.
—Cobarde —le espetó Hamnir—. Eres como sospechaba desde hacía tiempo. No pelearías sin el hacha en las manos; sin ella, no eres nada.
—¿Qué dices? —preguntó Gotrek, colérico.
—Digo que es el hacha la que merece la fama que tú tienes —declaró Hamnir de forma despectiva—, que cualquier enano que cogiese esa hacha se habría hecho grande. Sin ella, no eres más que otro enano, y tal vez menos que la mayoría.
Hamnir avanzó hacia el Matador, pero Narin y Galin se interpusieron en su camino.
—Príncipe Hamnir —dijo Galin—, éste no es el momento.
—Exacto —convino Narin—. Debes permanecer sano y salvo para conducirnos. No maltrecho…
Hamnir se irguió, indignado.
—¿Quién dice que acabaré maltrecho?
Galin y Narin miraron de soslayo a Gotrek, observaron su físico imponente y lo compararon, escépticamente, con el blando cuerpo de comerciante de Hamnir. Félix coincidía con la silenciosa valoración de ambos. Hamnir no tenía ni la más mínima posibilidad. Gotrek era más ancho y musculoso que cualquier enano que él hubiese conocido, y poseía una resistencia extraordinaria que le permitía recuperarse de heridas y golpes que habrían matado o dejado tullido a otro enano. Hacía menos de cinco días le habían disparado y había caído desde una altura que sólo los dioses conocían, y lo único que podía mostrar de todo eso era una venda en un hombro que no parecía causarle ningún problema.
Narin tosió.
—Esta actitud es muy valiente, príncipe Hamnir, pero no hay necesidad de demostrar…
—No peleo para demostrar mi valentía —lo interrumpió Hamnir—, sino para defender mi honor y el de mi difunta madre. —Avanzó otro paso.
—Pero, príncipe —insistió Galin, que volvió a situarse delante de él—, no puedes vencer. Es obvio. Él…
—En ese caso, moriré; al menos, moriré con la razón de mi parte. —Pasó entre ambos, y le dio a Gotrek el puñetazo más fuerte de que fue capaz en las costillas.
Gotrek ni siquiera gruñó. Hundió un puño en la barriga de Hamnir, y el príncipe se desplomó como un saco vacío, cayó de rodillas y vomitó.
Gotrek posó sobre él una mirada feroz.
—Ahí tienes. ¿Te basta?
Hamnir negó con la cabeza, aturdido, e intentó ponerse de pie, pero perdió el equilibrio y volvió a caer. Desde la oscuridad, les llegó una áspera risa entre dientes. Sonaba como si alguien pulverizara grava entre dos muelas de molino.
Los enanos alzaron la mirada al mismo tiempo que cogían las armas. Félix miró hacia los confines de la estancia. Dos enormes trolls entraron por la puerta que los enanos habían atravesado un poco antes, mostrando sonrisas estúpidas en las feas caras jaspeadas.