* * *
Por desgracia para Gotrek, las vampiras y sus secuaces lo siguieron con facilidad. Aunque avanzaba por los inmundos túneles de ladrillo a paso ligero, el Matador era un enano, y sus cortas piernas no podían igualar las zancadas humanas, menos aún las inhumanamente vitales de los vampiros. Además, Gotrek no podía ir tan rápido como hubiera querido, porque se detenía a examinar las paredes y los salientes, aunque Félix no sabía muy bien qué estaba buscando. El apenas lograba ver dónde ponía los pies, en la incierta luz de los faroles que llevaban los caballeros de la dama Hermione, mucho menos ver rastros y señales.
El Matador no les dirigió una sola mirada a sus acompañantes; sólo corría a paso ligero, con el hacha aferrada en una presa mortal, maldiciendo amargamente por lo bajo, en idioma khazalid, durante todo el tiempo.
—No hay cloacas en el Faulestadt —dijo madame Mathilda detrás de ellos—. Es una verdadera lástima. Yo digo que no hay nada como una cloaca para escabullirse por ahí.
—Qué triste —comentó la dama Hermione—. Tendrás que conformarte con las alcantarillas.
Madame Mathilda rió, y el eco resonó por el túnel.
—Vamos, vamos, queridita. Nada de peleas en presencia de terceros.
Ulrika puso los ojos en blanco y le dedicó a Félix un encogimiento de hombros a modo de disculpa por esa conversación.
—¿Quién es madame Mathilda? —preguntó él, inclinándose para hablarle al oído.
—Otra de las rivales de la condesa —replicó Ulrika, en voz baja—. Gobierna los bajos fondos del sur del río, como la condesa Gabriella gobierna el Neuestadt. Su red de espías se extiende entre la chusma, las bandas y los burdeles del Faulestadt, como la de la condesa Gabriella se extiende por las casas nobles y el palacio. Es una mujer muy peligrosa.
—Eso ya lo había conjeturado.
—Susurrándoos dulces naderías, ¿verdad? —dijo Mathilda, con una obscena risa entre dientes—. ¿No son un encanto?
Félix y Ulrika se apartaron el uno del otro.
Pasados unos minutos, Gotrek se detuvo de repente, y giró para encararse con la pared del túnel.
—¡Ja! —rió, y luego dijo:— ¡Uf! Incluso los humanos, humano, podrían haberlo hecho mejor.
—¿Hacer mejor qué? —preguntó Félix.
No veía ninguna diferencia entre esa sección del túnel y cualquier otra, pero hacía mucho que había renunciado a intentar ver las sutilezas de construcción y diseño que para el Matador eran tan obvias como lo eran para Félix las diferencias de estilo en la prosa de dos autores.
Gotrek no respondió, sino que avanzó hasta la pared, le dio la vuelta al hacha y golpeó con la parte roma. Atravesó el muro y regó el suelo de ladrillos rotos, y en la pared quedó abierto un agujero negro de bordes desiguales. Del interior salía un viento frío que olía a skaven. Félix sufrió una arcada.
—¿Dices que esto lo tapiaron los skavens? —preguntó.
—Sí —dijo Gotrek—. Para esconder sus túneles —añadió con desprecio—. O para intentarlo.
Félix se encogió de hombros. Él jamás habría encontrado el túnel, y ninguno de los otros humanos parecía capaz de hacerlo, tampoco.
Gotrek asestó otro golpe y el agujero se ensanchó. Félix se unió a él y pateó la pared. Ulrika lo imitó.
—Ven, Pinki —llamó madame Mathilda—. Dale una buena.
El peludo gigante avanzó, empujando ante sí su repugnante hedor. Asestó un salvaje golpe de martillo que estuvo a punto de arrancarle la cabeza a Félix, y abrió un agujero enorme en la pared.
Gotrek hizo caso omiso incluso de eso, y se limitó a ensanchar el agujero con unos pocos golpes más de hacha, para luego atravesarlo como si los otros no estuvieran. Félix y Ulrika lo siguieron, y los demás se apiñaron detrás de ellos.
Los túneles de los skavens eran redondos e irregulares, como las madrigueras de animales que eran, y en las paredes se entrecruzaban los arañazos de las alimañas que los habían excavado. El aire estaba frío y viciado. Las telarañas colgaban como cortinas de puntilla de los curvos techos. Félix miraba hacia adelante, nervioso, en busca de signos de tránsito reciente, pero no vio excrementos frescos ni basura a medio podrir. Tal vez los túneles habían sido abandonados después de que los hubieran obligado a retroceder, al final del ataque contra Nuln. Pero, de ser así, ¿por qué aún estaba presente el olor de los hombres rata?
Aunque los túneles giraban a un lado y otro, ascendían y descendían, y se bifurcaban como raíces de árbol, Gotrek avanzaba con pesados pasos por ellos como si los hubiera recorrido mil veces. No dudaba en las intersecciones ni se detenía para orientarse. Simplemente giraba a izquierda, luego a derecha, bajaba y volvía a subir sin vacilaciones. Al cabo de unos giros, Félix ya estaba completamente perdido, y daba la impresión de que lo mismo les sucedía a sus acompañantes.
—¿Estás seguro de que vamos en la dirección correcta? —preguntó la dama Hermione, con tono imperioso.
—Si nos estás conduciendo hacia una trampa —dijo madame Mathilda—, vas a recibir más de lo que te supones, enano.
Gotrek sólo gruñó.
Félix tradujo el gruñido.
—Podéis marcharos por vuestro camino con completa libertad.
—¡Ja! —ladró madame Mathilda—. ¡No temas! No nos dejaréis perdidos en esta conejera hedionda.
—¿No te sientes como en casa? —se burló Hermione.
Poco más tarde, Félix se encontró caminando junto a Ulrika, que parecía absorta en sus pensamientos. Su perfil, en la suave luz, era desgarradoramente hermoso. Se apresuró a mirar hacia adelante y atrás. Gotrek iba a diez pasos por delante de ellos. Las mujeres vampiras con sus secuaces iban bastante más atrás, altercando entre sí en voz baja.
Se inclinó hacia ella.
—Ulrika.
Ella alzó la mirada.
—¿Hummm?
Él vaciló y se lamió los labios.
—Ulrika, yo sólo…
—No, Félix —lo interrumpió ella, y apartó los ojos—. No hay nada que decir.
—Pero…
—Por favor —dijo ella—. ¿No lo ves? No hay manera de arreglarlo. No hay manera de retroceder en el tiempo y cambiar nuestro destino, así que hablar de ello, de lo que podría haber sido, sólo empeorará las cosas.
Félix se quedó mudo, con la boca abierta, deseando contradecirla, pero no pudo. Dejó caer la cabeza.
—Sí, supongo que tienes razón.
—De hecho —añadió Ulrika—, tal vez sería mejor que no volviéramos a vernos nunca más.
—¿Qué? —Félix levantó la cabeza para mirarla. ¡Pero si hacía muy poco que había vuelto a encontrarla!
—Eso…, eso parece cruel.
—Verte es más cruel, porque entonces las heridas no se cierran, y así no se curarán.
Félix detestaba la fría lógica de lo que Ulrika acababa de decir, pero tenía razón. Permanecer en su presencia sería una tortura. Sólo serviría para recordarle lo que nunca podría tener. Y, sin embargo, separarse de ella le resultaba igualmente intolerable. Vaya una alternativa. Vaya…
De repente se volvió a mirarla, asaltado por un pensamiento.
—No será ésta otra prueba, ¿verdad? ¿Un imposible acertijo de honor que no tengo esperanza de acertar?
Ulrika sonrió, luego le dedicó una mirada torcida y sus ojos brillaron como zafiros a la luz de las antorchas.
—No, Félix. No es una prueba. Ya somos demasiado mayores para eso, ¿recuerdas? No es más que la fría, triste verdad. Es necesario que hallemos la felicidad entre los de nuestras respectivas razas, donde… —hizo una pausa e inspiró profundamente—, donde es posible encontrarla.
Félix suspiró y asintió con la cabeza.
—Sí, aunque, en este momento, cuesta imaginar esa posibilidad.
—Cuando se curen las heridas, Félix —dijo ella—. Cuando se curen las heridas.
De repente, Gotrek les chistó, con una mano alzada, e inclinó la cabeza hacia un túnel transversal.
Los otros guardaron silencio.
Félix aguzó el oído. Al principio no percibió nada más que el sonido de su propia respiración, pero luego, justo en el límite auditivo, oyó los más débiles chilliditos y grititos. Podrían ser ratas, pero también podrían no serlo. Mientras escuchaban, se apagaron.
—¿Aún están aquí? —preguntó la dama Hermione con voz rígida de asco.
—Ya lo creo que sí —dijo Mathilda—. Los vemos de vez en cuando, o más bien sus huellas, pero no hay muchas, y no muy a menudo. Creo que aún le tienen miedo a Nuln, gracias a este guapo, y a su gruñón amiguito.
Félix oyó a Gotrek rechinar los dientes cuando volvió a ponerse en marcha. El sonido era como si masticara roca.
* * *
Alrededor de media hora más tarde, Gotrek aminoró la marcha.
—Estamos cerca de la escuela —dijo a Félix—. Diles que apaguen las lámparas.
Félix se volvió a mirar a los otros.
—Apagad las lámparas —dijo.
Hermione les hizo un gesto a sus caballeros y ellos corrieron la cortinilla de las lámparas y las ocultaron bajo las capas. Félix maldijo para sí cuando el túnel quedó negro. No quería andar a trompicones en la oscuridad, pero, al mismo tiempo, pedirle a Gotrek que lo guiara, delante de Ulrika y los otros, le resultaba embarazoso. Sin embargo, cuando estaba a punto de rendirse y decirle a Gotrek que dejara que lo cogiera por un hombro, se dio cuenta de que, de hecho, la oscuridad no era total. Mucho más adelante había un débil resplandor rojo en la pared del curvo túnel.
Gotrek avanzó sigilosamente, con el hacha preparada. Félix lo siguió, guiándose con una mano contra la pared, con Ulrika a su lado. Los demás echaron a andar detrás de ellos, moviéndose en escalofriante silencio.
Al aproximarse más a la luz roja, Félix comenzó a oír sonidos de actividad: voces bajas, golpes sordos, choques metálicos, ruidos de raspado y martilleos intermitentes. En la zona había más túneles transversales, e incluso para el ojo inexperto de Félix resultaba evidente que algunos habían sido excavados por hombres, no por skavens. Había vigas de soporte de madera que apuntalaban el techo de algunos de ellos, y de las paredes que parecían ser obra de hombres colgaban lámparas apagadas.
Justo al otro lado de uno de los corredores transversales, el suelo descendía en pronunciada pendiente, dos metros y medio en apenas diez pasos, y luego giraba bruscamente a la derecha para desaparecer de la vista. La luz reflejada bañaba la base de la pendiente, procedente del otro lado del recodo, y los sonidos de actividad se hicieron más fuertes. Una ola de olor de cloaca hizo que Félix frunciera la nariz.
Gotrek, Félix y Ulrika bajaron sigilosamente por la rampa, luego avanzaron poco a poco y se asomaron al otro lado del recodo. Gotrek gruñó al ver el origen del sonido. Ulrika siseó. Félix se atragantó.
Ante ellos había una amplia cámara de techo bajo, más larga que ancha, toscamente excavada en la tierra e iluminada con faroles colgados de ganchos que habían empotrado en la pared de roca. El techo se apoyaba en dos hileras de toscos pilares, no más que finas columnas de roca que no habían retirado. A Félix le asombró que pudieran soportar el peso de la tierra que tenían encima. Parecían demasiado delgadas. El suelo era una sopa fangosa, salpicado de charcos de agua que goteaba constantemente del techo.
Entre las columnas se movían figuras que ataban a ellas, con cuerdas, barriles de pólvora a los que les abrían agujeros en la parte superior con una barrena, y devanaban largos trozos de mecha que dejaban sobre los tablones que habían puesto en el suelo para que no se mojaran con el fango. La mayoría de esas figuras eran humanas, pero otras no lo eran, ya no. La visión del más afligido de ellos hizo que Félix sufriera una arcada.
Un destello verde apartó su mirada de una mujer monstruosa que tenía la cabeza como una manzana podrida. Entre las hileras de columnas, un par de mutantes —uno enorme y cubierto de pelaje marrón como el de un gato de pelo largo, y otro que era una cosa azul translúcida como una rana erecta del tamaño de un hombre— iban de un barril a otro. La bestia peluda llevaba un caldero de hierro cuyo interior resplandecía con pálida luz verde; ante cada barril, la rana azul metía la palmeada mano dentro del caldero y sacaba un puñado de lo que parecían relumbrantes brasas verdes. Dejaba caer las brasas, poco a poco, por el agujero que habían abierto en la parte superior del barril, le ponía un tapón de madera que encajaba con unos golpes de mazo, y continuaba hasta el siguiente, mientras se lamía de las manos el destellante polvo verde con su lengua serpentina.
Félix tenía el corazón desbocado cuando él, Gotrek y Ulrika se retiraron al interior del túnel y subieron la pendiente para volver al sitio donde aguardaban los otros.
—Bueno —dijo Félix con un estremecimiento—, hemos encontrado la pólvora.
—Y a los adoradores del Caos —añadió Ulrika.
—Una tosca obra de zapadores —dijo Gotrek—, pero bastará. La cámara está debajo de las cloacas que pasan por debajo de la Escuela Imperial de Artillería. Cuando hagan volar esas columnas, se hundirá todo.
—Pero ¿qué estaban haciendo con la piedra de disformidad? —preguntó Félix—. ¿Es que aumentará la potencia de la explosión?
Gotrek se encogió de hombros.
—Puede que sí. Pero hará algo peor: contaminará el terreno durante siglos. Cualquiera que viva en la superficie acabará retorcido y corrompido.
Félix tragó, asqueado, furioso y asustado, todo a la vez. La Llama Purificadora no planeaba sólo matar a Nuln, sino que también tenía intención de mutilar su cadáver. La ciudad no podría ser habitada nunca más.
—¿Cuántos hay? —preguntó la dama Hermione, que avanzó hasta ellos.
Gotrek gruñó y apartó los ojos.
—Unos cincuenta, señora —dijo Ulrika—. Casi la mitad son mutantes.
Madame Mathilda rió.
—¿Sólo eso? Entonces, somos más que suficientes. Pongámonos a ello.
—Sí —asintió Félix—, pero ¿cómo impedimos que prendan fuego a la pólvora?
Las mujeres vampiras se quedaron pensativas.
—¡Ah! —dijo la dama Hermione.
—No encenderán la pólvora —declaró Gotrek.
Los otros se volvieron hacia él.
—No si atacamos ahora, antes de que lo tengan todo a punto —continuó Gotrek—. No pueden arriesgarse a provocar una explosión parcial. La escuela podría no derrumbarse. —Se volvió hacia la cámara—. Vamos, humano.
—¡Matador, espera! —siseó Ulrika—. Deja que todos…
De repente, calló y miró hacia el pasadizo transversal. Los demás hicieron lo mismo. Gotrek y Félix siguieron sus miradas. Hacia ellos avanzaba, bamboleándose, la luz de una lámpara, y Félix vio las sombras de hombres que caminaban.