—¿Qué está sucediendo? —gritó el capitán.
—¡Allí! —dijo Félix, que señalaba hacia el tejado de una oficina de contratación situada al otro lado de la plaza.
Los guardias siguieron la dirección de su mirada justo a tiempo de ver una silueta oscura que se escabullía por encima del hastial del tejado.
—¡Y allí! —dijo otro de los guardias, que señalaba hacia la izquierda.
Un dardo se le clavó en una mejilla, y se desplomó sobre el camarada caído. Otra forma oscura se agachó para ocultarse tras el tejado de una casa.
—¡Al suelo! —gritó el capitán.
Sus hombres se pusieron a cubierto.
—Vamos, humano —dijo Gotrek, que echó a andar a través de los tenderetes destrozados.
Félix les lanzó una mirada a los guardias y luego lo siguió, encorvado.
—¡Alto! —gritó el capitán—. ¡Tras ellos! —les bramó a sus hombres.
Estos vacilaron y lanzaron miradas precavidas hacia los tejados.
—¡Adelante! —gritó el capitán.
Los guardias echaron a andar tras ellos, pero con lentitud y manteniéndose a cubierto.
Gotrek giraba de un lado a otro entre el laberinto de tenderetes, dejando tras de sí un rastro de plumas y huellas ensangrentadas. Su único ojo no se apartaba ni por un instante del tejado de la casa.
—No lograremos atraparlos —dijo Félix cuando le dio alcance.
Gotrek no dijo nada, atravesó un tenderete lleno de pollos que protestaban, y salió por la parte posterior mientras el dueño permanecía oculto tras el tajo. Ahora estaban en el borde de la plaza. La casa se encontraba a su izquierda. Félix oyó un murmullo de voces detrás de sí; eran los guardias, que los seguían a regañadientes.
Del tejado de la casa asomó una cabeza silueteada. Gotrek barrió el aire con el hacha y derribó otro dardo.
—¡Cobardes! —exclamó con voz tronante.
—Está moviéndose —comentó Félix, y señaló hacia donde la silueta había vuelto a aparecer brevemente.
Gotrek entró corriendo en el callejón que mediaba entre la casa y otro edificio. La silueta negra se transformó en un borrón al saltar de un tejado a otro —un salto imposible—, para luego desaparecer al otro lado de un hastial.
Gotrek gruñó y apresuró el paso.
—¡Gotrek, es inútil! —gritó Félix—. Es demasiado rápido.
El Matador no le hizo caso.
Siete manzanas más adelante, Gotrek se detuvo y paseó una mirada colérica por los tejados. Félix recobró el aliento, aliviado. Estaba acalorado y sudoroso, y las plumas que lo cubrían le causaban un picor horrible.
No habían visto ni rastro del disparador de dardos en las últimas cuatro manzanas, y estaba a punto de sugerirle a Gotrek que abandonaran la persecución cuando el Matador gruñó, asqueado, para luego dar media vuelta y echar a andar lentamente en dirección contraria, arrastrando los pies. Félix lo siguió. Un momento antes había estado enfadado y había sido casi el de siempre, y al siguiente el ojo se le había empañado y adoptado la misma mirada ida del último mes. Era como si alguien le hubiera extirpado el juicio.
—¿Gotrek? ¿Adonde vamos? —preguntó Félix.
—Necesito un trago.
—¿En El Grifo? Pero, eh… la guardia preguntará por ahí. Allí nos encontrarán.
—Que nos encuentren.
Félix carraspeó.
—Escucha, Gotrek, no tengo ningún interés en pelearme con la guardia. Ni tengo ningún deseo de volver a vivir como un forajido. ¿Por qué no vamos a otra posada? De Marienburgo, digamos.
Gotrek no dijo nada y continuó caminando cansinamente.
Justo entonces, tres guardias salieron corriendo de un callejón, por delante de ellos. Vieron a Gotrek y Félix y se detuvieron, sorprendidos.
—¡.Alto! —dijo el primero, el mayor de ellos, aunque no tenía más de veinte años a lo sumo. La guardia reclutaba muchachos jóvenes en esos tiempos, pues muchos adultos habían muerto en la guerra.
Los muchachos se pusieron en guardia. Gotrek no aminoró el paso; sólo bajó la cabeza y preparó el hacha. Félix gimió, Era justo lo que les faltaba.
—Gotrek, sólo cumplen con su deber —murmuró.
—Están en mi camino.
—¡Gotrek, por favor!
—Entregad las armas —dijo un guardia. Le tembló la voz, pero se mantuvo firme.
Sin dejar de avanzar, Gotrek alzó la cabeza y miró al guar-
dia a la cara. Félix vio que los ojos del muchacho se abrían más de puro miedo. No se lo reprochaba. Ya había recibido de pleno aquella feroz mirada penetrante de un solo ojo, y cada vez se le habían encogido las entrañas.
—Apartaos —dijo el Matador con calma—. Decidle a vuestro capitán que no nos habéis encontrado.
Los guardias se lanzaron miradas nerviosas, vacilantes.
Gotrek continuaba avanzando. Alzó el hacha, aún incrustada de sangre, plumas y porquería. Félix contuvo la respiración y se negó a mirar.
Los jóvenes huyeron.
Félix suspiró de alivio.
Gotrek gruñó y siguió caminando.
—Marienburgo… —dijo, al tiempo que asentía con la cabeza—. Un sitio es tan bueno como cualquier otro.
Una hora más tarde, después de asearse en una casa de baños de mala reputación, Félix entró por la puerta posterior de El Grifo mientras Rudgar e Irmele estaban ocupados en servir la cena, se quitó la ropa que llevaba y se puso las prendas viejas y la vapuleada capa roja de Sudenland, recogió las pocas pertenencias que tenían él y Gotrek, volvió a salir por la puerta trasera para encaminarse con el Matador hacia los muelles de la orilla del Reik. Dejó un montoncito de monedas sobre la cómoda para pagar la habitación, así como el jubón gris manchado de sangre, mientras maldecía haber estropeado un nuevo conjunto de buena ropa. Decidió que no volvería a comprarse ropa de buena calidad. Siempre se las arreglaba para destrozarla casi al instante.
Al llegar a los muelles preguntó por los transportes que había hasta Marienburgo, y se enteró de que el Jilfte Batean, barca de pasajeros de esa misma ciudad, partiría dos horas más tarde, así que él y Gotrek se instalaron en la taberna Ancla Rota, a esperar. Aunque estaba lejos de El Grifo y el mercado de Huhnmarkt, y había pocas probabilidades de que la guardia fuera a buscarlos allí, Félix escogió la mesa situada en el rincón más oscuro del salón, desde donde alzaba nerviosamente la mirada cada vez que alguien atravesaba la puerta.
Pasó el resto del tiempo mirando hacia las ventanas de cristales en forma de diamante, esperando que en cualquier momento volaran hacia ellos dardos envenenados a través de los cristales que faltaban. Aún no sabía quiénes habían sido los extraños atacantes. Apostaba por las Lahmianas, pero tampoco podía descartar a la Llama Purificadora. ¿Tenían algún otro enemigo en el Imperio? Habían estado lejos durante tanto tiempo que, ¿cómo podían tenerlos? Quienesquiera que fuesen, ¿volverían a encontrarlos? ¿Los seguirían hasta Marienburgo? Por cosas que habían dicho Ulrika y la condesa, tenía la impresión de que las Lahmianas contaban con agentes en todas partes. Si se trataba de ellas, puede que él y Gotrek jamás lograran escapar a su influencia.
A pesar de la preocupación de Félix, la espera en el Ancla Rota pasó sin incidentes, y recorrieron las calles crepusculares de Altdorf hasta los bulliciosos muelles justo cuando el sobrecargo del jilfte Batean retiraba la cuerda e invitaba a los pasajeros a subir a bordo.
Gotrek refunfuñó y escupió mientras subía por la pasarela hacia la cubierta de proa de la larga embarcación.
—Mira que bambolearse sobre el río dentro de un cubo de madera al que le entra agua —murmuró—. Me pone enfermo. Me voy abajo.
Félix sonrió para sí. Cada vez que viajaban por agua, Gotrek expresaba las mismas quejas, pero eso nunca le impedía subir a bordo.
—Te sentirás mejor si te quedas en cubierta —le dijo—. Me han dicho que ayuda eso de ver cómo pasa la orilla.
—Sabiduría humana —replicó Gotrek, despectivo, y se encaminó hacia la puerta que conducía a los camarotes y otras instalaciones.
Félix sacudió la cabeza, perplejo, y luego se volvió hacia la borda. No pensaba compartir un pequeño camarote con el Matador, cuando estaba de un humor tan deplorable. Era muchísimo mejor observar cómo subían a bordo los demás pasajeros, y disfrutar de la tibieza del sol de finales de otoño.
La gente que ascendía por la pasarela era muy diversa: pobres que obviamente habían pagado con sus últimas monedas un camastro de tercera clase; comerciantes vestidos con paño fino que iban a comerciar en Bretona o Marienburgo, acompañados por sus matones que les llevaban el equipaje; toda una compañía de pistoleros de Hochland a las órdenes de un capitán vocinglero; nobles con sus séquitos, ataviados de seda y terciopelo, conducidos a bordo por lisonjeros camareros; marineros bronceados y barbudos con mochilas a la espalda, y gordos príncipes comerciantes de Marienburgo, vestidos con ropa aún más llamativa que la de los nobles, que volvían a casa tras firmar acuerdos comerciales con mayoristas y distribuidores del Imperio.
Era todo tan normal y mundano que Félix sintió un inusitado anhelo por tener una vida corriente. Estos hombres no eran atacados por extraños asesinos babeantes en las tabernas. Estas gentes no se llamaban por el nombre de pila con las condesas vampiro. No conocían a nadie que hubiera jurado buscar una muerte gloriosa en batalla. Nunca habían luchado contra un troll. Lo más probable era que jamás hubieran visto siquiera un troll.
Quizá su padre tenía razón. Tal vez debería haber seguido el camino que el anciano había trazado para él. Sin duda, las cosas habrían sido más cómodas. Pero también más aburridas. Y no es que el aburrimiento fuera lo peor que le podía suceder a un hombre. Ciertamente, era preferible a encontrarse cubierto de sangre y plumas de pollo y ser perseguido por la guardia.
Un carruaje ricamente decorado se acercó al embarcadero y se detuvo cerca de la pasarela. Aunque no lucía distintivo alguno, resultaba obvio que en su interior había alguien importante. El carruaje iba flanqueado por ocho caballeros de la Guardia del Reik, ataviados con uniforme azul y rojo, y protegidos por petos de acero. El sobrecargo corrió a su encuentro y colocó un escaloncito bajo ante la portezuela, mientras los camareros se apresuraban a recoger el equipaje que les entregaban, desde arriba, el cochero y los lacayos.
Félix observó con interés cómo se abría la puerta del carruaje, mientras se preguntaba quién saldría de él. El primero fue un hombre maduro ataviado con largos ropones color crema sobre los que llevaba una capa de viaje más oscura, con la voluminosa capucha echada sobre la cabeza para ocultarle la cara. Félix lo reconoció como hechicero, no sólo por los ropones y el báculo rematado de ámbar, sino también por el temor y reverencia que les inspiraba al sobrecargo y los camareros que habían acudido a atenderlo. El sobrecargo estaba desgarrado entre la necesidad de manifestarle toda la cortesía posible, y el impulso de saltar como un conejo aterrado. Los camareros cogían el equipaje como si pudiera explotar en cualquier momento.
El hechicero se volvió hacia el carruaje y le ofreció una mano al otro ocupante. Félix alzó la cabeza para mirar mejor, porque la mujer que bajó delicadamente hasta el embarcadero era impresionante, por no decir más.
Iba vestida con ropones de seda de un intenso azul oscuro, como el del cielo de verano justo después de la puesta de sol, todos bordados con estrellas, planetas y lunas —una vidente del Colegio Celestial, entonces—, pero no se trataba de ninguna vieja arrugada y encorvada bajo el peso del conocimiento anticipado que conllevan los años de adivinación. Era una mujer joven, de apenas poco más de veinte años según la estimación de Félix, y tan esbelta y grácil como un gato. El largo cabello lacio color miel le caía por la espalda casi hasta la cintura, y llevaba alta la cabeza de delicadas facciones mientras miraba en torno con despierto interés y los labios ligeramente curvados en una permanente media sonrisa, como si conociera un secreto que todo el mundo ignoraba, cosa que, considerando su colegio, indudablemente era así.
El hechicero de más edad la acompañó hasta la embarcación, con la cabeza inclinada para hablar con ella mientras caminaban; el sobrecargo hacía reverencias torpes ante ellos, y el destacamento de la Guardia del Reik los flanqueaba por ambos lados.
Los compañeros de viaje de Félix murmuraron y susurraron entre sí cuando la pareja comenzó a ascender por la pasarela.
—Que Sigmar nos guarde, no irán a viajar con nosotros, ¿no? —preguntó una matrona de Altdorf.
—¡Bah!, no son tan malos —replicó su esposo—. Pertenecen a los colegios. Los guardias del Reik no viajarían con ellos si no fuera así.
—Pero siguen siendo brujos —dijo otro hombre—. No se puede confiar en ellos.
—E incluso si son de los buenos, ¿qué están haciendo aquí? Nada bueno sucede cerca de los hechiceros —dijo un tercer hombre.
—Sí —confirmó la matrona—. No voy a viajar con ellos. Henrich, habla con el sobrecargo.
—Pero, Hieke, amor mío, no hay otro barco hasta dentro de dos días. Y tenemos que llegar a Carroburgo por Aubentag.
Y así continuaron y continuaron. Félix no se lo reprochaba. A él lo ponía nervioso hasta el mejor de los hechiceros. Como cualquier arma del arsenal del Imperio, podían resultar tan peligrosos para los amigos como para los enemigos, si algo se torcía: la pólvora podía estallar, los cañones podían rajarse, una espada podía ser vuelta contra quien la empuñaba, y los hechiceros podían volverse locos o malignos, como bien sabía por su reciente experiencia personal.
Se volvió con los otros pasajeros cuando los hechiceros llegaron al final de la pasarela y se dejaron conducir hacia la puerta de los camarotes y espacios interiores. Al tener a la joven vidente más cerca, Félix le echó otra mirada. A poca distancia era tan hermosa como desde lejos, con altos pómulos, labios carnosos y ojos brillantes del mismo color azul profundo que el ropón que llevaba.
Le sonrió al pasar, y el hechicero de más edad alzó la cabeza para ver a quién miraba.
Félix parpadeó al reconocerlo en el momento de establecer contacto ocular. Ahora llevaba barba cuando antes había ido completamente afeitado, y tenía el pelo gris cuando antes lo había tenido castaño, pero los ojos que le devolvieron la mirada desde el delgado rostro surcado por líneas de expresión eran los mismos, al igual que la triste, lenta sonrisa que se abrió paso a través de la solemne expresión del hombre.