Cuando desaparecieron hace 50.000 años, los Proteanos dejaron su avanzada tecnología diseminada en la inmensidad de la Galaxia. El fortuito descubrimiento de una base proteana en la superficie de Marte permite a la humanidad sumarse a aquellos que ya están aprovechando la alta tecnología de los antiguos. Pero para unos mercenarios sin escrúpulos la meta no es la participación sino el dominio.
La científica Kahlee Sanders ha dejado la Alianza de Sistemas para unirse al proyecto Ascensión, un programa que ayuda a los niños «bióticos» a canalizar sus extraordinarios poderes. El estudiante más prometedor del programa es Gillian Grayson, una niña autista de doce años. Lo que Kahlee no sabe es que Gillian es un peón involuntario del Grupo Cerberus, que está saboteando el programa para llevar a cabo experimentos ilegales con los estudiantes.
Cuando la conspiración de Cerberus queda al descubierto, el padre de Gillian saca a la niña del proyecto Ascensión y huye al sistema Terminus, fuera de la jurisdicción humana. Kahlee, decidida a proteger a Gillian, les acompaña, sin saber que Grayson padre es de hecho, un miembro de Cerberus. Para rescatar a la niña, Kahlee deberá recorrer los lugares más recónditos de la Galaxia y enfrentarse a los más terribles enemigos.
Pero ¿cómo salvar a una hija de su propio padre?
Drew Karpyshyn
Ascensión
Mass Effect 2
ePUB v1.1
Perseo17.05.12
Título original:
Mass Effect: Ascension
Drew Karpyshyn, 2008
Traducción: Pau Pitarch Fernández
Diseño/retoque portada: Perseo, basada en la original
Editor original: Perseo (v1.0)
Corrección de erratas: Perseo
ePub base v2.0
Para mi mujer, Jennifer.
No podría hacer esto sin tu inagotable amor y apoyo.
Un torrente de imágenes llenaba la pantalla de vídeo, mostrando la muerte y la destrucción que el ataque de Saren había traído a la Ciudadela. La batalla había dejado las cámaras del Consejo sembradas de cuerpos de geth y oficiales de Seg-C. Secciones enteras del Presidium se habían visto reducidas a un amasijo requemado de metal. Restos fundidos de lo que habían sido naves de la flota de la Ciudadela flotaban sin rumbo a través de las nubes de la Nebulosa Serpentina, un cinturón de asteroides nacido de la sangrienta carnicería.
El Hombre Ilusorio lo observaba con una fría distancia clínica. Las tareas de reconstrucción y reparaciones ya estaban en marcha en la enorme estación espacial, pero las repercusiones de la batalla iban mucho más allá de los extensos daños materiales. En las semanas que habían transcurrido desde el devastador asalto geth, aquellas imágenes tan gráficas (y tan inimaginables antes de la agresión) habían llenado todos los medios de la galaxia.
El ataque había sacudido lo más profundo de los poderes galácticos, despojándolos de su ingenuo sentido de invencibilidad. La Ciudadela, sede del Consejo y símbolo de su poder y posición invulnerables, casi había caído en manos de una flota enemiga. Decenas de miles de vidas se habían perdido. Todo el Consejo estaba de luto.
Pero lo que para otros era una tragedia, para él era una oportunidad. Sabía, quizá mejor que nadie, que la súbita consciencia de lo vulnerable que era la galaxia podía ser beneficiosa para la Humanidad. Era especial porque era un hombre con visión.
Tiempo atrás era como los demás. Se había maravillado con el resto de los pueblos de la Tierra cuando se descubrieron las ruinas de los proteanos en Marte. Había mirado con asombro las imágenes del primer contacto violento de la Humanidad con una especie alienígena inteligente. Entonces era un hombre normal, con un trabajo normal y una vida normal. Incluso tenía un nombre.
Todo aquello había desaparecido ya. La causa lo había requerido. Se había convertido en el Hombre Ilusorio, y había abandonado y trascendido su ordinaria existencia para perseguir un objetivo mayor. La Humanidad había escapado de los ásperos límites de la Tierra, pero no se había encontrado con el rostro de Dios. En su lugar, había descubierto una próspera comunidad galáctica: una docena de especies extendidas a través de cientos de sistemas solares y miles de mundos. Como recién llegados a la política interestelar, la raza humana tuvo que adaptarse y evolucionar para poder sobrevivir.
No podían confiar en la Alianza. La gigantesca coalición de funcionarios gubernamentales y ramas militares que la componían hacían de ésta un instrumento torpe y obtuso, limitado por leyes, convenciones y el peso aplastante de la opinión pública. Obsesionados con mantener la paz a toda costa y doblegarse ante las diversas especies alienígenas, no podían —o no querían— tomar las difíciles decisiones necesarias para lanzar a la Humanidad hacia su destino.
Los pueblos de la Tierra necesitaban a alguien que defendiera su causa. Necesitaban a patriotas y héroes dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para elevar a la raza humana por encima de sus rivales interestelares. Necesitaban a Cerberus, y Cerberus no podía existir sin el Hombre Ilusorio.
Un hombre con visión como él lo entendía. Sin Cerberus, la Humanidad estaba condenada a una existencia de servidumbre, postrada a los pies de amos alienígenas. Seguro que muchos calificarían su obra de criminal, falta de ética y amoral. La historia le daría la razón pero hasta entonces, él y sus seguidores se verían forzados a vivir escondidos, trabajando en secreto sus objetivos.
Las imágenes del vídeo se convirtieron en la cara del comandante Shepard. Como primer espectro humano, Shepard había sido clave en la derrota de Saren y sus geth… o eso decían los informes oficiales.
El Hombre Ilusorio no podía sino preguntarse cuánta información había quedado fuera de esos informes. Sabía que detrás del ataque, había algo más que un espectro turiano rebelde, liderando contra el Consejo un ejército geth. Para empezar, estaba el caso de
Sovereign
, la magnífica nave insignia de Saren. Los vídeos decían que era obra de los geth, pero sólo alguien ciego y estúpido aceptaría tal explicación. Cualquier nave capaz de resistir el ataque combinado de las flotas de la Alianza y el Consejo era demasiado avanzada y con capacidades superiores de las de cualquier otra nave de la galaxia, para haber sido creada por una especie conocida.
Estaba claro que había cosas que los que estaban al cargo no querían que la gente supiera. Temían causar pánico. Querían dar la vuelta a los hechos y distorsionar la verdad, mientras empezaban el largo y lento proceso de eliminar las últimas bolsas de resistencia geth, esparcidas por el espacio del Consejo. Pero Cerberus tenía gente dentro de la Alianza. Gente con altos cargos. Con el tiempo, todos los detalles clasificados del ataque llegarían a manos del Hombre Ilusorio. Podían pasar semanas o incluso meses antes de que supiera toda la verdad, pero podía esperar. Era un hombre paciente.
Al mismo tiempo no podía negar que vivía en tiempos interesantes. En los últimos diez años, las tres especies que ocupaban el Consejo —salarianos, turianos y asari— habían luchado para mantener a la Humanidad a raya, cerrándole todas las puertas, una tras otra. Ahora las puertas habían saltado de sus goznes. Las fuerzas de la Ciudadela habían quedado diezmadas por el ataque geth, y nadie podía hacer sombra a la flota de la Alianza como fuerza más poderosa de la galaxia. Incluso el Consejo, que, fundamentalmente, no había cambiado en los últimos mil años, había sufrido una restructuración radical.
Algunos creían que aquello marcaba el final de la tiranía del triunvirato alienígena y el inicio del imparable ascenso de la Humanidad. El Hombre Ilusorio, en cambio, sabía que era más difícil mantener el poder que obtenerlo. Cualquier ventaja política que la Alianza pudiera obtener a corto plazo sería, como mucho, temporal. El impacto de las acciones heroicas de Shepard se desvanecería lentamente en la conciencia colectiva de la galaxia. La admiración y gratitud de los gobiernos alienígenas se diluiría, y en su lugar aparecerían sospechas y resentimientos. Con el tiempo, reconstruirían sus flotas y era inevitable que otras especies empezaran a luchar por el poder, intentando elevarse a expensas de la Humanidad.
La Humanidad había dado un valiente paso adelante, pero el viaje estaba lejos de haber concluido. Todavía había muchas batallas que luchar en pos del dominio galáctico, en muchos frentes distintos. Los ataques a la Ciudadela no eran más que una pequeña pieza del rompecabezas, y ya se ocuparía de ellos a su debido tiempo.
Ahora tenía preocupaciones más inmediatas y necesitaba dirigir su atención a otros asuntos. Un hombre con visión como él sabía que era necesario tener más de un plan. Sabía cuándo esperar y cuándo actuar. Y había llegado la hora de activar a su baza dentro del Proyecto Ascensión.
Cuando era joven, Paul Grayson era capaz de dormir toda la noche sin que le atormentaran los sueños, pero ya hacía años que aquellos días de inocencia se habían ido para siempre.
Llevaban dos horas de vuelo y les quedaban cuatro más hasta llegar a su destino. Grayson comprobó el estado de los motores de la nave y la propulsión de masa. Luego confirmó por cuarta vez su ruta en las pantallas de navegación. El piloto tenía poco más que hacer, una vez la nave estaba en vuelo MRL, completamente automatizada.
No soñaba cada noche, pero sí una de cada dos. Podía ser un signo de envejecimiento o un efecto secundario de la arena roja que tomaba ocasionalmente. O quizá era sólo sentimiento de culpabilidad. Los salarianos tenían un refrán que decía: «Una mente con muchos secretos nunca descansa».
Estaba perdiendo tiempo a propósito, comprobando una y otra vez el instrumental y las lecturas para retrasar lo inevitable. Darse cuenta de su propio miedo le forzó a enfrentarse a la situación. Tenía que hacerlo. Respiró profundamente para concentrarse y se levantó lentamente del asiento, sintiendo cómo el corazón le latía violentamente en el pecho. No tenía sentido retrasarlo más. Había llegado la hora.
En cierto sentido siempre sabía cuándo estaba soñando. Una extraña neblina lo cubría todo, como una película somnolienta que daba a la falsa realidad una sensación vaga y muda. Pero incluso a través de ese filtro borroso, ciertos elementos los registraba con una precisión exacta, pequeños detalles grabados de manera imborrable en su subconsciente. La yuxtaposición daba a sus sueños un aire aún más surrealista pero a la vez los hacía más vívidos, más intensos que el mundo cuando estaba despierto.