Read Más allá del planeta silencioso Online
Authors: C. S. Lewis
Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros
La conversación que se desarrolló por la noche no sería de mucho interés para un lector terrestre, porque los sorns habían decidido que Ransom contestara en vez de hacer preguntas. El interrogatorio fue completamente distinto a las preguntas desordenadas e imaginativas de los jrossa. Cubría de forma sistemática desde la geología hasta la geografía actual de la Tierra y de allí pasaba a la flora, la fauna, la historia humana, los idiomas, la política y el arte. Cuando se daban cuenta de que Ransom no podía darles más datos sobre un tema —y eso ocurría pronto en la mayor parte de los casos— lo dejaban y pasaban al siguiente. A menudo conseguían de forma indirecta informaciones de las que Ransom no era consciente, al parecer porque trabajaban con sólidos fundamentos de ciencias generales. Cuando Ransom trató de explicarles la fabricación del papel, una observación casual sobre los árboles llenó para ellos un vacío dejado por sus respuestas fragmentarias a las preguntas sobre botánica; el informe sobre la navegación terrestre podía arrojar luz sobre la mineralogía, y la descripción de la máquina de vapor les aportó conocimientos sobre el aire y el agua terrestres superiores a los del mismo Ransom. Había decidido desde un principio ser completamente franco, porque ahora estaba convencido de que proceder de otro modo no sería
jnau
, además de ser inútil. Se quedaron atónitos con lo que les contó de la historia humana: guerra, esclavitud y prostitución.
—Es porque no tiene Oyarsa —dijo uno de los alumnos.
—Es porque cada uno de ellos quiere ser un pequeño Oyarsa —dijo Augray.
—No pueden evitarlo —repuso el anciano sorn—. Tiene que haber un gobierno, pero ¿cómo podrían las criaturas gobernarse a sí mismas? Los animales deben ser gobernados por los
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, y los
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por los eldila, y los eldila por Maleldil. Estas criaturas no tienen eldila. Son como alguien que trata de levantarse en el aire tirando de sus propios cabellos… o alguien que trata de ver una región entera estando al mismo nivel que el terreno… o como una hembra que quiere procrear por sí sola.
Hubo dos cosas de nuestro mundo que les impactaron especialmente. Una era la extraordinaria energía empleada en levantar y transportar cosas. La otra el hecho de que tuviéramos un solo tipo de
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, pensaban que esto debía tener efectos de largo alcance en la estrechez de los afectos y hasta de las ideas.
—Vuestro pensamiento debe de estar a merced de vuestra sangre —dijo el anciano sorn—. Porque no pueden compararlo con los pensamientos que flotan en sangres distintas.
Para Ransom fue una conversación tediosa y muy desagradable. Pero cuando por fin pudo acostarse a dormir no pensaba ni en la desnudez humana ni en su propia ignorancia. Sólo pensaba en los antiguos bosques de Malacandra y en lo que significaría crecer viendo siempre a tan pocos kilómetros una región colorida a la que nunca podía llegarse y que en otros tiempos había estado habitada.
Al siguiente día, temprano, Ransom volvió a sentarse sobre el hombro de Augray. Viajaron durante más de una hora por el mismo desierto fulgurante. Lejos, hacia el norte, el cielo estaba iluminado por una masa en forma de nube, de color ocre o rojo opaco. Era muy grande y se dirigía, furiosa, hacia el oeste a unos quince kilómetros de altura sobre el páramo. Ransom, que hasta entonces no había visto ninguna nube en Malacandra, preguntó qué era. El sorn le dijo que era arena levantada en los grandes desiertos del norte por los vientos de aquella región terrible. A menudo era transportada de ese modo, en ocasiones a veinticinco kilómetros de altura, para volver a caer, quizás sobre un
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, como una tormenta de polvo sofocante y cegadora. La visión de la nube moviéndose amenazante en el cielo desnudo sirvió para que Ransom recordara que estaban en la parte externa de Malacandra: ya no viviendo en un mundo, sino arrastrándose por la superficie de un planeta extraño. Finalmente, la nube pareció dejarse caer y estallar lejos, sobre el horizonte occidental, donde un resplandor como el de una explosión permaneció visible hasta que un recodo del valle lo ocultó.
El mismo recodo descubrió un nuevo panorama ante sus ojos. Lo que se tendía ante ellos se parecía al principio extrañamente a un paisaje terrestre de suaves colinas grises alzándose y cayendo como olas en el mar. Mucho más allá, los barrancos y las agujas de la típica piedra verde se erguían contra el azul oscuro del cielo. Un momento después vio que lo que había tomado por colinas era sólo la superficie rizada y ondulada de la niebla azul gris de un valle, una niebla que dejaría de serlo cuando bajaran al
jandramit
. Ya se hacía menos visible a medida que el camino descendía, y los contornos multicolores de las tierras bajas aparecieron difusos a través de ella. El declive bajaba con rapidez, los picos más altos de la pared montañosa que debían atravesar asomaban desparejos sobre el borde de la hondonada como un gigante con los dientes muy cariados. El aspecto del cielo y la cualidad de la luz cambiaban de manera infinitesimal. Un momento después llegaron al borde de una inclinación que desde cualquier punto de vista terrestre era un precipicio. El camino bajaba y bajaba por esa fachada hasta desaparecer en un macizo de vegetación purpúrea. Ransom se negó con firmeza a bajar sobre el hombro de Augray. Aunque el sorn no entendía su objeción, se detuvo para que desmontara y bajó antes que él con su movimiento mezcla de patinaje y avalancha. Ransom lo siguió, utilizando con alegría y rigidez sus piernas dormidas.
La belleza del nuevo
jandramit
lo dejó sin aliento. Era más amplio que aquel donde había vivido hasta entonces y en él se extendía un lago casi circular: un zafiro de dieciocho kilómetros de diámetro engarzado en el bosque púrpura. En medio del lago se alzaba, como una pirámide baja de suave pendiente o como un pecho de mujer, una isla de color rojo pálido, lisa hasta la cima, sobre la que había un bosquecillo de árboles nunca vistos por el hombre. Sus pulidas columnas tenían la forma elegante de las hayas más nobles, pero eran más altas que la torre de una catedral terrestre y arriba se abrían en flores en vez de en follaje: flores doradas brillantes como tulipanes, inmóviles como la roca y enormes como una nube de verano. En realidad eran flores, no árboles, y, perdidas entre sus raíces, Ransom pudo entrever construcciones en forma de losas. Antes de que su guía se lo dijera, supo que habían llegado a Meldilorn. No sabía qué esperaba encontrarse allí. Había abandonado hacía tiempo los antiguos sueños traídos de la Tierra: un supercomplejo americano de oficinas o un paraíso de ingenieros poblado por máquinas enormes. Pero no había esperado algo tan clásico, tan virginal como ese bosquecillo deslumbrante, tan inmóvil, tan secreto en su valle colorido, elevándose con gracia inimitable a tantos metros de altura bajo la luz invernal del sol. A cada paso que daba el calor del valle subía a él más deliciosamente. Levantó la cabeza; el azul del cielo se iba haciendo más pálido. La bajó y la delgada fragancia de las flores salió a su encuentro, dulce y tenue. El contorno de los riscos distantes se hacía menos agudo y las superficies menos brillantes. La profundidad, los contornos imprecisos, la suavidad y la perspectiva regresaban al paisaje. El labio o borde de roca desde el que habían comenzado su descenso estaba lejos, en lo alto; parecía imposible que hubieran venido realmente de allí. Respiraban sin dificultad. Los dedos de los pies, entumecidos desde hacía tanto tiempo, podían moverse, encantados, dentro de las botas. Levantó las orejeras de la gorra y el sonido del agua cayendo llenó de inmediato sus oídos. Ahora caminaba sobre la hierba de un terreno llano, y el techo del bosque se alzaba sobre su cabeza. Habían vencido al
jarandra
y estaban en el umbral de Meldilorn.
Una corta caminata los llevó hasta una especie de «paseo» boscoso: una ancha avenida que corría recta como una flecha entre los tallos púrpuras, con el vívido azul del lago estremeciéndose en el extremo final. Allí encontraron un gong y una maza colgados sobre un pilar de piedra. Estaban suntuosamente decorados, y el gong y la maza eran de un metal azul verdoso que Ransom no pudo reconocer. Augray golpeó el gong. En la mente de Ransom crecía una excitación que casi le impidió examinar con la atención que deseaba los adornos de la piedra. En parte eran imágenes pictóricas, en parte pura decoración. Lo que lo impactó sobre todo fue el certero equilibrio entre las superficies vacías y las superficies decoradas. Dibujos lineales puros, tan esquemáticos como las imágenes prehistóricas terrestres de animales, se alternaban con zonas de un diseño tan apretado y complejo como el de la joyería celta o escandinava. A su vez, a medida que uno las miraba, esas zonas vacías y llenas resultaban estar dispuestas en diseños mayores. Le impresionó el hecho de que las partes pictóricas no estuvieran limitadas a los espacios libres; con frecuencia había grandes arabescos que incluían como detalle subordinado imágenes intrincadas. En otros sitios se seguía el esquema opuesto, y también esa forma alterna poseía un elemento rítmico o premeditado. Estaba comenzando a descubrir que las imágenes, aunque estilizadas, intentaban sin duda contar una historia, cuando Augray lo interrumpió. Una embarcación había partido desde la costa isleña de Meldilorn.
Mientras se acercaba, el corazón de Ransom se alegró al ver que quien remaba era un jross. La criatura llevó el bote hasta donde estaban, miró con fijeza a Ransom y luego hizo un gesto interrogante a Augray.
—Es lógico que este
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te intrigue, Jrinja, porque nunca has visto uno como él —dijo el sorn—. Se llama Ren-sum y vino a través del cielo desde Thulcandra.
—Es bienvenido —dijo el jross cortésmente—. ¿Viene a ver a Oyarsa?
—El lo mandó llamar.
—¿Y a ti también, Augray?
—Oyarsa no me llamó. Si vas a llevar a Ren-sum al otro lado, regresaré a mi torre.
El jross indicó que Ransom tenía que subir al bote. Éste trató de expresar su gratitud al sorn y, después de un momento de vacilación, se sacó el reloj de pulsera y se lo ofreció; era lo único que tenía que parecía adecuado para un sorn. No tuvo dificultades en hacer que Augray lo entendiera, pero, después de examinar el objeto, el gigante se lo devolvió un poco a regañadientes, y dijo:
—Debes entregar este obsequio a un pfifltriggi. Alegra mi corazón, pero ellos le sacarán más provecho. Es fácil que te encuentres con miembros del pueblo laborioso en Meldilorn, entrégaselo a ellos. En cuanto a su uso, ¿tu gente no sabe en qué parte del día vive si no mira esta cosa?
—Creo que hay animales que lo hacen por instinto —dijo Ransom—, pero nuestros
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han perdido ese instinto.
Luego se despidió del sorn y embarcó. Estar otra vez en un bote con un jross, sentir el calor del agua sobre la cara y ver el cielo azul encima era como volver a casa. Se sacó la gorra y se inclinó hacia atrás, relajado en la proa y acosando con preguntas a su acompañante. Supo que los jrossa no estaban relacionados de forma especial con el servicio de Oyarsa, como había conjeturado al encontrar un jross a cargo del barco de transporte. Las tres especies de
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lo servían de acuerdo a sus distintas habilidades y, como era natural, habían confiado el barco a los que eran más expertos en navegación. Supo que cuando llegaran a Meldilorn su propia conducta consistiría en ir por donde le gustara y hacer lo que quisiera hasta que Oyarsa lo enviara a buscar. Antes de eso, podían pasar una hora o varios días. Cerca del lugar de desembarque encontraría cabañas donde podría dormir si era necesario y donde le darían de comer. A su vez, Ransom contó hasta donde pudo hacerse entender detalles de su propio mundo y de su viaje desde él. Advirtió al jross sobre los peligrosos hombres torcidos que lo habían traído y que aún andaban a sus anchas por Malacandra. Mientras lo hacía, se le ocurrió que no se lo había señalado con la suficiente claridad a Augray, pero se consoló con la idea de que Weston y Devine parecían tener ya ciertos vínculos con los sorns y no era probable que molestaran a seres tan grandes y tan parecidos a un ser humano. Al menos, no por el momento. No se hacía ilusiones sobre las intenciones finales de Devine; todo lo que podía hacer era describírselo honestamente a Oyarsa. Y la barca llegó a tierra.
Ransom se puso de pie mientras el jross amarraba el bote y miró a su alrededor. Cerca del pequeño embarcadero y hacia la izquierda había construcciones bajas de piedra —las primeras que veía en Malacandra—, y ardían hogueras. Allí podría encontrar comida y abrigo, le dijo el jross. El resto de la isla parecía desierto y sus suaves pendientes subían desnudas hasta el bosquecillo que las coronaba, donde pudo distinguir más construcciones de piedra. Pero no parecían ser ni un templo ni un hogar en el sentido humano, sino una ancha avenida de monolitos: un Stonehenge mayor, majestuoso y vacío, que se perdía sobre la cumbre de la colina dentro de la pálida sombra de los árboles-flores. Todo era soledad; sin embargo, mientras miraba hacia arriba le pareció oír, contra el fondo del silencio matutino, una vibración débil y continua de sonido argentino, apenas audible aunque se le prestara atención y sin embargo imposible de ignorar.
—La isla está llena de eldila —dijo el jross en voz queda.
Ransom desembarcó. Como si esperara encontrarse con algún obstáculo, dio unos pasos vacilantes y se detuvo, y luego prosiguió del mismo modo.
Aunque la hierba era excepcionalmente suave y espesa y sus pies no hacían ruido sobre ella, sintió el impulso de caminar de puntillas. Todos sus movimientos se volvieron suaves y formales. El agua que rodeaba la isla hacía que el aire fuera el más cálido que había respirado en Malacandra. El tiempo era casi como el de un caluroso día terrestre de finales de septiembre, cálido pero con un matiz del frío que se avecina. El respetuoso temor que iba creciendo en él le impedía acercarse a la parte superior de la colina, al bosquecillo y la avenida de piedras erectas.
Dejó de subir al llegar a la mitad de la colina y empezó a caminar hacia la derecha, manteniendo una distancia constante respecto a la costa. Se dijo que le estaba echando un vistazo a la isla, pero sentía que más bien era la isla la que le estaba echando un vistazo a él. Esta impresión aumentó cuando después de caminar durante una hora descubrió algo que más tarde le iba a resultar difícil de describir. En los términos más abstractos podría resumirse diciendo que la superficie de la isla estaba expuesta a pequeñas variaciones de luz y sombra sin que ningún cambio del cielo pudiera explicarlas. Si el aire no hubiera estado inmóvil y la hierba no fuera demasiado corta y firme para que el viento la moviera, Ransom habría afirmado que una leve brisa jugueteaba con ella, produciendo ligeras alteraciones de sombra, semejantes a las de los maizales de la Tierra. Igual que los ruidos argentinos del aire, esas huellas de luz eran esquivas, difíciles de observar. Cuanto más se esforzaba por verlas, menos se dejaban ver; se amontonaban en los límites de su campo visual como si allí se estuviera tejiendo una compleja estructura de luz. Prestarle atención a cualquiera de ellas equivalía a hacerla invisible, y, a menudo, el diminuto resplandor parecía haber abandonado un segundo antes el punto donde se fijaban sus ojos. Estaba seguro de estar «viendo» eldila… hasta donde podría llegar a verlos alguna vez. La curiosa sensación que le causaban no era exactamente sobrenatural, ni como ver fantasmas. Ni siquiera como si lo espiaran, más bien tenía la impresión de ser observado por seres que tenían derecho a observarlo. Su emoción no llegaba a ser miedo: había en ella algo de vergüenza, un poco de timidez, cierta sumisión y una profunda molestia.