Read Más allá del planeta silencioso Online
Authors: C. S. Lewis
Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros
El mundo se hizo más extraño. Entre los jrossa casi había perdido la sensación de estar sobre un planeta extraño; ahora volvió a experimentarlo con una fuerza desoladora. Ya no era «el mundo», apenas podía llamarse «un mundo»; era un planeta, una estrella, un árido lugar del universo, a millones de kilómetros del mundo de los hombres. Era imposible recordar lo que había sentido por Jyoi, Wjin, los eldila u Oyarsa. Le parecía fantástico haber pensado que tenía deberes hacia tales espantajos —si no eran alucinaciones— encontrados en las extensiones vírgenes del espacio. No tenía nada que ver con ellos: él era un hombre. ¿Por qué lo habían abandonado Weston y Devine de esa forma?
Pero la antigua determinación, tomada cuando aún podía pensar, lo llevaba camino arriba. A menudo olvidaba adonde se dirigía y por qué. El movimiento se convirtió en un ritmo mecánico: del cansancio a la inmovilidad, de la inmovilidad al frío insoportable, del frío una vez más al movimiento. Notó que el
jandramit
—ahora una porción insignificante del paisaje— estaba inundado por una especie de bruma. Nunca había visto niebla mientras vivió allí. Quizás así se veía el aire del
jandramit
desde arriba; ciertamente era un aire distinto a éste. En sus pulmones y en su corazón algo andaba mal, más de lo que podía achacársele al frío y al ejercicio. Y, aunque no había nieve, lo rodeaba una brillantez extraordinaria. La luz aumentaba, haciéndose más blanca y más incisiva, y el cielo era de un azul más oscuro que el que había visto hasta entonces sobre Malacandra. En realidad, era más que azul; era casi negro y las dentadas agujas rocosas se alzaban contra él como la imagen mental que Ransom se hacía de un paisaje lunar. Se veían algunas estrellas.
De pronto comprendió el significado de esos fenómenos. Había muy poco aire sobre él; estaba cerca del límite. La atmósfera de Malacandra se extendía principalmente en los
jandramits
, la verdadera superficie del planeta estaba desnuda o apenas cubierta por ella. La hiriente luz solar y el cielo negro que había sobre él eran el «cielo» del que había caído al mundo malacándrico, apareciendo tras el delgado velo final de aire. Si la cima estaba a más de trescientos metros, se encontraba en un lugar irrespirable para el hombre. Se preguntó si los jrossa tendrían pulmones distintos y lo habrían enviado por un camino que significaba la muerte para un ser humano. Pero, mientras aún lo estaba pensando, advirtió que los picos dentados que fulguraban a la luz del sol contra un cielo casi negro estaban a su mismo nivel. Ransom ya no subía. El camino continuaba ante él por una especie de garganta poco profunda limitada a la izquierda por las cimas rocosas más altas y a la derecha por una suave pendiente de piedra que subía hacia el verdadero
jarandra
. Y aún podía respirar, aunque jadeando, mareado y con dolor. Peor era el resplandor en los ojos. Se ponía el sol. Los jrossa tendrían que haberlo previsto; ellos tampoco podrían vivir de noche en el
jarandra
. Todavía tambaleándose, miró alrededor en busca de alguna señal de la torre de Augray, fuera quien fuese ese Augray.
Sin duda exageró el lapso en el que vagó de esa manera y vio cómo las sombras de las rocas se alargaban hacia él. En realidad no podía haber pasado tanto tiempo antes de ver una luz más adelante, que indicaba con su presencia lo oscuro que se había vuelto el paisaje alrededor. Trató de correr pero el cuerpo no le respondía. Tropezando por la precipitación y el cansancio, se dirigió hacia la luz, creyó que la había alcanzado y descubrió que estaba mucho más lejos de lo que había pensado. Casi se desesperó, volvió a marchar tambaleándose y al fin llegó a lo que parecía la entrada de una caverna. La luz del interior temblaba y una deliciosa ola de calor le dio en la cara. Era un fuego. Pasó por la boca de la caverna y luego, inseguro, rodeó la hoguera hacia el interior y se quedó inmóvil, parpadeando en la luz. Cuando por fin pudo ver, percibió una pulida y altísima cámara de piedra verde. En ella había dos cosas. Una, que danzaba sobre la pared y el techo, era la sombra enorme y angulosa de un sorn; la otra, agachada ante él, era el sorn en carne y hueso.
—Entra, Pequeño —resonó la voz del sorn—. Entra y deja que te vea.
Ahora que tenía enfrente al espectro que lo había espantado desde que puso los pies en Malacandra, Ransom sentía una notable indiferencia. No tenía la menor idea de lo que podía pasar, pero estaba decidido a cumplir con su plan. Entretanto, el calor y el aire respirable eran en sí un paraíso. Entró, bastante más allá del fuego, y contestó al sorn. Su propia voz le sonó aguda y estridente.
—Los jrossa me han enviado a ver a Oyarsa —dijo.
El sorn lo escrutó.
—No eres de este mundo —dijo de pronto.
—No —contestó Ransom y se sentó. Estaba demasiado cansado para dar explicaciones.
—Creo que eres de Thulcandra, Pequeño —dijo el sorn.
—¿Por qué? —dijo Ransom.
—Eres pequeño y compacto y así es como deben estar constituidos los seres en un mundo más pesado. No puedes venir de Glundandra, porque es tan pesado que si hubiese animales que vivieran en él, serían aplastados como platos… Hasta tú, Pequeño, te quebrarías si estuvieras de pie en ese mundo. No creo que seas de Perelandra, porque tiene que ser un sitio muy caliente, y si alguien viniera de allí, no viviría al llegar a esta región. Así que deduzco que eres de Thulcandra.
—El mundo del que vengo lo llaman Tierra los que viven en él —dijo Ransom—. Y es mucho más cálido que éste. Antes de llegar a tu cueva estaba casi muerto del frío y la falta de aire.
El sorn hizo un movimiento repentino con uno de los miembros delanteros. Ransom se puso tenso (aunque se obligó a no retroceder), porque la criatura podía intentar agarrarlo. En realidad, sus intenciones eran buenas. Tomó de la pared algo que parecía una taza, estirándose hacia la parte posterior de la caverna. Luego Ransom vio que estaba unida a un trozo de tubo flexible. El sorn se la puso en las manos.
—Aspira en esto —dijo—. Los jrossa también lo necesitan cuando pasan por este camino.
Ransom inhaló y se sintió aliviado de inmediato. Cedieron la dolorosa falta de aliento y la tensión del pecho y las sienes. El sorn y la caverna iluminada, que a sus ojos habían sido hasta ese momento imprecisos y parecidos a un sueño, tomaron una nueva realidad.
—¿Oxígeno? —preguntó, pero, como era natural, la palabra inglesa no significaba nada para el sorn.
—¿Te llaman Augray? —preguntó.
—Sí —dijo el sorn—. ¿Cómo te llaman a ti?
—El animal que soy se llama hombre y por eso los jrossa me llaman
jombre
. Pero mi nombre es Ransom.
—Hombre… Ren-sum —dijo el sorn.
Ransom notó que hablaba de manera diferente a los jrossa, sin el menor rastro de la insistente «J» inicial.
Estaba sentado sobre los muslos largos, triangulares, con las piernas encogidas. Un hombre en la misma posición podría haber descansado el mentón sobre las rodillas, pero las piernas del sorn eran demasiado largas para eso. Las rodillas se alzaban por encima de los hombros a cada lado de la cabeza (sugiriendo un par de orejas grotescas y enormes) y la cabeza, asomando entre ellas, descansaba el mentón sobre el pecho sobresaliente. La criatura parecía tener doble mentón o barba, y a la luz del fuego Ransom no pudo distinguir de qué se trataba. El color del sorn era entre blanco y cremoso, y parecía estar cubierto hasta los tobillos por una especie de sustancia blanda que reflejaba la luz. En las largas y frágiles piernas, la parte que tenía más cerca de él, Ransom vio que se trataba de una especie de abrigo natural. No de piel, sino más bien de plumas. De hecho, eran casi exactamente como plumas. Visto de cerca, el ser era menos aterrador de lo que había esperado y hasta un poco más pequeño. Era cierto que era difícil acostumbrarse al rostro: era demasiado largo, demasiado solemne y demasiado incoloro, y se parecía desagradablemente al de un ser humano más de lo que debería parecerse el rostro de un animal. Los ojos resultaban demasiado pequeños en él, como ocurre en todos los seres grandes. Pero era más grotesco que horrible. En su mente empezó a formarse un nuevo concepto de los sorns: las ideas de «gigante» y «espectro» retrocedieron para dar paso a las de «duende» y «desgarbado».
—Quizás tengas hambre, Pequeño —dijo.
Ransom tenía hambre. El sorn se levantó con extraños movimientos de araña y comenzó a ir y venir por la caverna, seguido por su delgada sombra de duende. Le trajo la comida vegetal común en Malacandra y una bebida fuerte con la muy agradable adición de una sustancia lisa y marrón que aparecía al gusto, la vista y el olfato como queso, pero que no podía serlo. Ransom le preguntó qué era.
El sorn empezó a explicarle trabajosamente cómo las hembras de algunos animales segregaban un fluido para el alimento de su cría, y habría seguido con la descripción de todo el proceso de ordeñe y fabricación del queso si Ransom no lo hubiera interrumpido.
—Sí, sí —dijo—. En la Tierra hacemos lo mismo. ¿Qué animal utilizan ustedes?
—Es una bestia amarilla de largo cuello. Se alimenta de los bosques que crecen en el
jandramit
. Los jóvenes sorns que aún no sirven para mucho más que eso las llevan por la mañana a esa zona y las siguen mientras se alimentan; luego, antes de la noche, las traen de vuelta y las encierran en cuevas.
La idea de que los sorns fueran pastores alivió por un momento a Ransom. Luego recordó que los cíclopes de Homero se dedicaban al mismo oficio.
—Creo que vi a uno de los tuyos haciendo ese trabajo —dijo—. Pero ¿los jrossa… les permiten utilizar sus bosques?
—¿Por qué no iban a hacerlo?
—¿Vosotros gobernáis a los jrossa?
—Oyarsa los gobierna.
—¿Y quién os gobierna a vosotros?
—Oyarsa.
—Pero ¿vosotros sabéis más que los jrossa?
—Los jrossa sólo saben hacer poemas y pescar y hacer que crezcan cosas del suelo.
—Y Oyarsa… ¿es un sorn?
—No, no, Pequeño. Te dije que él gobierna a todos los
nau
(así pronunciaba
jnau
) y todo lo que existe en Malacandra.
—No entiendo a ese Oyarsa —dijo Ransom—. Cuéntame más.
—Oyarsa no muere —dijo el sorn—. Y no se reproduce. Cuando hicieron Malacandra, él fue el único en su especie que pusieron aquí para que la gobernara. Su cuerpo no es como el nuestro, ni como el tuyo; es difícil verlo y la luz lo atraviesa.
—¿Como un eldil?
—Sí, es el mayor eldil que haya aparecido alguna vez en una jandra.
—¿Qué son los eldila?
—¿Pretendes decirme que en tu mundo no hay eldila, Pequeño?
—Que yo sepa, no. Pero ¿qué son los eldila y por qué no puedo verlos? ¿No tienen cuerpo?
—Por supuesto que tienen cuerpo. Hay una gran cantidad de cuerpos que no puedes ver. El ojo de cada animal ve unas cosas y otras no. ¿En Thulcandra no saben que hay muchas clases de cuerpos?
Ransom trató de darle al sorn cierta idea sobre la terminología terrestre para los sólidos, los líquidos y los gases. El sorn lo escuchó con mucha atención.
—Ese no es el modo de decirlo —contestó—. El cuerpo es movimiento. Si va a una determinada velocidad, hueles algo; si va a otra, oyes un sonido; si va a una tercera, ves algo; si va a otra, finalmente, no puedes verlo ni oírlo, ni olerlo, ni saber cómo es ese cuerpo en ningún sentido. Pero ten en cuenta, Pequeño, que los extremos se tocan.
—¿Qué quieres decir?
—Si el movimiento se hace más rápido, entonces lo que se mueve está más cerca de dos lugares al mismo tiempo.
—Es cierto.
—Pero si el movimiento fuera aún más veloz (es difícil explicártelo, porque conoces pocas palabras), comprendes que al aumentar cada vez más su velocidad, finalmente la cosa en movimiento estaría en todos los lugares a la vez, Pequeño.
—Creo que lo entiendo.
—Bien, entonces esa cosa está por encima de todos los cuerpos: es tan veloz que está inmóvil, tan verdaderamente corpórea que ha dejado de ser un cuerpo en todos los sentidos. Pero no hablemos de eso. Empecemos a partir de nuestra situación, Pequeño. La cosa más veloz que toca nuestros sentidos es la luz. No vemos verdaderamente la luz, sólo vemos las cosas más lentas iluminadas por ella, así que para nosotros la luz está en el límite: es lo último que conocemos antes de que las cosas se vuelvan demasiado veloces para nosotros. Pero el cuerpo de un eldil es un movimiento rápido como la luz; podríamos decir que su cuerpo está hecho de luz, pero no de lo que es la luz para un eldil. Su «luz» es un movimiento más veloz que para nosotros no es nada, y lo que llamamos luz es para él algo como el agua, una cosa visible, que puede tocar y en la que puede bañarse; es incluso una cosa oscura cuando no está iluminada por la más veloz. Y lo que nosotros llamamos cosas sólidas (la carne, la tierra) a él se le aparecen más sutiles, más difíciles de ver que nuestra luz y más semejantes a nubes, y casi iguales a la nada. Para nosotros el eldil es un cuerpo tenue, apenas real, que puede atravesar las paredes y la roca; desde su punto de vista las atraviesa porque es sólido y firme y los objetos son como nubes. Y lo que para el eldil es verdadera luz y llena el cielo, de modo que a veces necesita sumergirse en los rayos del sol para refrescarse, para nosotros es la negra nada del cielo nocturno. Estas cosas no son extrañas, aunque estén más allá de nuestros sentidos, Pequeño. Lo que es extraño es que los eldila nunca visiten Thulcandra.
—No estoy seguro de eso —dijo Ransom. Había empezado a pensar que las tradiciones humanas sobre seres brillantes y esquivos que a veces aparecían en la Tierra (
alns, devas
y otros) podían tener después de todo una explicación muy distinta a la que habían dado los antropólogos hasta entonces. Es verdad que el universo se vería dado la vuelta como un guante, pero sus experiencias en la astronave lo habían preparado para semejante operación.
—¿Por qué Oyarsa envió a buscarme? —preguntó.
—Oyarsa no me lo dijo —dijo el sorn—. Pero sin duda quiere ver a cualquier forastero que venga de otra jandra.
—En mi mundo no tenemos Oyarsa —dijo Ransom.
—Es una prueba más de que vienes de Thulcandra, el planeta silencioso —dijo el sorn.
—¿Y eso qué tiene que ver?
El sorn parecía sorprendido.
—Sería raro que si tuvieseis un Oyarsa nunca hablara con el nuestro.