Lloyd se detuvo antes de subir al helicóptero.
—¡Redondéelo a un millón! —dijo McFarlane, que le tenía de espaldas.
Lloyd agachó la cabeza con precaución, a fin de que no se le moviera el sombrero, y empezó a subir al helicóptero.
—¡Setecientos cincuenta!
Otra pausa, y Palmer Lloyd se giró lentamente con una sonrisa de oreja a oreja.
Palmer Lloyd tenía aficiones muy raras y costosas, pero uno de sus objetos más queridos era un cuadro de Thomas Colé,
Mañana de sol en el río Hudson.
En su época de becario en Boston frecuentaba el Museo de Bellas Artes y recorría sus galerías con la mirada en el suelo para no mancillarse la vista antes de tener delante la gloriosa pintura.
Cuando Lloyd amaba algo, prefería tenerlo en propiedad, pero el cuadro de Thomas Colé no estaba en venta a ningún precio. La solución había sido comprar lo que se le acercara más en belleza. Era una mañana de sol, y Lloyd estaba sentado en su despacho del valle del río Hudson, mirando por una ventana que enmarcaba con exactitud la vista del cuadro de Colé. El horizonte presentaba una pincelada de luz muy hermosa; los campos, vistos entre jirones de niebla, eran de una frescura y un verdor exquisitos. El sol naciente perfilaba las montañas del fondo y las hacía brillar. En Clove Valley habían cambiado pocas cosas desde 1827, el año de la obra de Colé, y Lloyd se había asegurado de que no cambiaran mediante el procedimiento de comprar una parte significativa de las tierras que tenía en su línea de visión.
Hizo girar la silla, se colocó delante de un escritorio de arce y miró por la ventana opuesta. Ladera abajo, se ofrecía a su contemplación un mosaico brillante de cristal y acero.
Lloyd juntó las manos detrás de la cabeza y observó satisfecho el hormigueo de actividad. Por todas partes circulaban equipos de trabajo, plasmando una visión (la suya, la de Lloyd) sin parangón en el mundo.
El centro de la actividad, teñido de verde por la luz matinal de los Catskill, era una cúpula enorme, reproducción, pero a mayor escala, del Crystal Palace londinense, la primera estructura de la historia fabricada enteramente de cristal. En 1851, al terminarse, había sido considerada una de las construcciones más bellas de la historia, pero la habían derruido durante la Segunda Guerra Mundial porque brillaba demasiado y amenazaba con servir de referencia a los bombarderos nazis.
Detrás del gran bulbo de la cúpula, Lloyd veía los primeros bloques de la pirámide de Khefret II, una pirámide pequeña del Imperio Antiguo. El recuerdo de su viaje a Egipto le arrancó una sonrisa teñida de pesar: las negociaciones bizantinas con los representantes del gobierno, el follón de la maleta llena de oro que nadie conseguía levantar (digno de una película muda), tanto aburrido aspaviento… Al final la pirámide le había salido más cara de lo deseado, y no era precisamente la de Keops, pero causaba impresión.
Pensando en la pirámide, se acordó del escándalo que había provocado su compra en el mundillo arqueológico, y miró los artículos de periódico y las tapas de revista que tenía enmarcados en una de las paredes. En una revista aparecía una caricatura grotesca de Lloyd, mirada huidiza y sombrero de fieltro incluidos, escondiéndose en los pliegues de la capa una pirámide en miniatura. Leyó por encima los demás titulares. Uno se preguntaba: «¿El Hitler de los coleccionistas?». Luego estaban todos los que protestaban por su última compra. «Los huesos de la discordia: una venta que indigna a los paleontólogos.» Y una cubierta del
Newsweek:
«¿Qué se puede hacer con treinta mil millones? Respuesta: comprar la Tierra».
Toda la pared estaba cubierta de lo mismo: proclamas estridentes de los que le veían pegas a todo, de los que se proclamaban, sin comerlo ni beberlo nadie, guardianes de la moral cultural. Para Lloyd era una fuente infinita de diversión.
Sonó un ruido de campanillas procedente de un tablero plano que había en el escritorio, y la dulce voz de su secretaria dijo:
—Quiere verle un tal señor Glinn.
—Que pase.
Lloyd no se molestó en disimular el entusiasmo que sentía. Era su primer encuentro con Eli Glinn, una entrevista personal que le había costado más de lo previsto concertar.
Observó atentamente al hombre que entraba en el despacho, sin maletín en la mano ni expresión en su cara atezada. Durante su larga y fructífera carrera de negociante, Lloyd había descubierto que las primeras impresiones, cuando se tomaban bien, eran sumamente informativas. Se fijó en el pelo, castaño y muy corto, en la mandíbula cuadrada y en los labios finos. A primera vista Glinn parecía inescrutable como la mismísima Esfinge. No tenía nada que llamara la atención, nada revelador de su manera de ser. Hasta sus ojos, que eran grises, aparecían opacos, cautelosos, inmóviles. No se salía de la normalidad en nada: estatura normal, constitución normal, aspecto correcto sin ser guapo, bien vestido pero sin especial pulcritud… Lloyd pensó que lo único llamativo era su manera de moverse. Sus zapatos no hacían ruido en el suelo, ni lo hacía su ropa al moverse. Sus extremidades se desplazaban con agilidad y ligereza. Se deslizaba por la sala como un ciervo por el bosque.
Otra cosa que se salía de lo normal era, naturalmente, su curriculum.
—Gracias por venir, señor Glinn —dijo, yendo a su encuentro y tendiéndole la mano.
Glinn asintió sin decir nada y estrechó la mano que le ofrecían con un apretón ni demasiado largo ni demasiado corto, ni fofo ni de machote rompehuesos. Lloyd estaba un poco desconcertado: le estaba costando formarse la dichosa primera impresión. Hizo un gesto con la mano, señalando la ventana y las construcciones inacabadas de detrás.
—¿Qué, qué le parece mi museo?
—Grande —dijo Glinn sin sonreír.
Lloyd rió.
—El Getty de los museos de historia natural. O lo será en poco tiempo, con el triple de recursos.
—Es curioso que haya decidido situarlo aquí, a casi doscientos kilómetros de la ciudad.
—¿Le parece demasiado pretencioso? En el fondo le hago un favor al Museo de Historia Natural de Nueva York. Si lo hubiéramos construido allí, en un mes estarían fuera de juego. Claro que como tenemos lo más grande y lo mejor en todo tendrán que conformarse con visitas de colegios. —Lloyd rió—. ¿Vamos? Nos espera McFarlane. De paso le enseñaré un poco todo esto.
—¿Sam McFarlane?
—Es mi experto en meteoritos. Bueno, lo de «mi» aún está a medias, pero me lo estoy trabajando. El día es joven.
Lloyd puso una mano en el codo del traje oscuro de Glinn, de buen corte pero impersonal (aunque resultó de mejor tela de lo que parecía), y salieron juntos al despacho de al lado. Después bajaron por una amplísima rampa circular de granito y mármol pulido y se dirigieron al Crystal Palace por un pasillo grande. Abajo había mucho más ruido, y el ritmo de sus pasos alternaba con gritos, la cadencia regular de clavar clavos y el traqueteo de los martillos neumáticos.
Lloyd señalaba lo más destacado, disimulando muy poco su entusiasmo.
—La sala de los diamantes —dijo, moviendo la mano hacia un espacio subterráneo de grandes proporciones—. Descubrimos que en este lado de la montaña había excavaciones en desuso, y hemos hecho un túnel para enseñar las piezas en un contexto enteramente natural.
No hay ningún otro museo importante que tenga una sala dedicada exclusivamente a los diamantes, pero, como habíamos comprado los tres más grandes del mundo, nos ha parecido oportuno. Supongo que se enteró de que nos quedamos el Blue Mandarín que quería De Beers, en competición muy reñida con los japoneses. —El recuerdo le provocó una risa cruel.
—Leo el periódico —dijo secamente Glinn.
—Y eso —dijo Lloyd animándose— es donde estará la Galería de Formas de Vida Extintas. Palomas migradoras, un pájaro dodo de las Galápagos y hasta un mamut sacado del hielo en Siberia, y que sigue estando perfectamente congelado. En la boca le encontraron ranúnculos masticados, restos de su última comida.
—Sí, lo del mamut también lo leí —dijo Glinn—. Dicen que en Siberia, después de la compra, hubo una serie de fusilamientos. ¿Es verdad?
Pese a la mordacidad de la pregunta, el tono de Glinn era afable, sin indicios de reprobación, y en la respuesta de Lloyd no hubo vacilaciones.
—Señor Glinn, le sorprendería lo deprisa que renuncian los países a su supuesto patrimonio cultural cuando aparecen sumas fuertes de dinero. Venga, que voy a darle un ejemplo.
Hizo señas a su invitado de que le acompañase por un pasadizo a medio terminar, flanqueado por dos hombres con casco, y entraron en una sala en penumbra de unos cien metros de longitud. Encendió las luces y se giró sonriendo.
Tenían delante una superficie como de barro endurecido, y dos series de huellas pequeñas recorriéndola, como si se hubiera paseado alguien por la sala estando fresco el cemento.
—Las huellas de Laetoli —dijo Lloyd con reverencia.
Glinn no dijo nada.
—Las huellas de homínido más antiguas que se han descubierto. Imagínese: hace tres millones y medio de años, nuestros primeros antepasados bípedos hicieron estas huellas caminando por una capa de ceniza volcánica húmeda. Son únicas. Hasta que las encontraron nadie sabía que el
Australopitecus afarensis
caminara erecto. Son la prueba más antigua de nuestra humanidad, señor Glinn.
—Al Getty Conservation Institute debió de interesarle mucho enterarse de la compra —dijo Glinn.
Lloyd lo miró con mayor atención. Glinn era más difícil de calar de lo normal.
—Veo que tiene hechos los deberes. El Getty quería dejarlas enterradas in situ. Tal como está Tanzania, ¿usted cuánto cree que habrían durado? —Sacudió la cabeza—. El Getty pagó un millón de dólares para volver a taparlas, y yo veinte para traerlas aquí, donde puedan verlas los investigadores y una cantidad enorme de visitantes.
Glinn echó un vistazo general a la construcción.
—Ya que hablamos de investigadores, ¿dónde están los científicos? Veo muchos monos y muy pocas batas blancas.
Lloyd hizo un gesto con la mano.
—Los voy trayendo a medida que los necesito. En general sé qué quiero comprar, pero cuando sea el momento conseguiré a los mejores. Montaré una operación de busca y captura tan a lo grande que machacaré al resto de los museos. Será como Sherman marchando hacia el mar. El museo de Nueva York no se enterará de dónde le vienen los tiros.
Lloyd, que ahora iba más deprisa, dirigió a su visitante hacia un laberinto de pasillos que se internaban en el Palace. Llegaron al final de uno y encontraron una puerta donde ponía SALA DE REUNIONES A. Al lado había alguien: Sam McFarlane, cuyo aspecto era la personificación del aventurero: delgado, vigoroso y con los ojos azules aclarados por el sol.
En su pelo pajizo se adivinaba una hendidura horizontal, como si fuera la marca permanente de haber llevado tantos años sombreros de ala ancha. Lloyd tuvo suficiente con mirarle para saber el motivo de que nunca se hubiera dedicado a lo académico. Entre fluorescentes, en la monotonía cromática de los laboratorios, quedaba tan desplazado como sus compañeros de unos días antes, los nómadas san. Lloyd tuvo la satisfacción de notar que estaba cansado.
Seguro que llevaba dos días durmiendo muy poco.
Sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. El espacio del otro lado tenía asegurado el impacto sobre cualquier persona que lo viera por primera vez. Tres de las cuatro paredes de la sala estaban acristaladas y daban a la majestuosa entrada del museo: un espacio octogonal muy amplio en el mismísimo centro del Palace, donde ahora no había nadie. Lloyd miró de reojo para ver cómo reaccionaba Glinn, pero le encontró tan inescrutable como siempre.
Después de varios meses dándole vueltas a la cuestión de con qué llenar el espacio octogonal, la subasta de Christie's le había convencido de que los dos dinosaurios peleándose eran ideales. En los huesos retorcidos aún se podía leer la desesperada agonía de la lucha final.
Su mirada recayó en la mesa llena de gráficos, listados y fotografías aéreas. Aquello le había hecho olvidarse de los dinosaurios. Ya tenía su plato fuerte, la corona del museo Lloyd.
Instalar aquello en el centro del Crystal Palace sería el momento de mayor orgullo de su vida.
—Le presento al doctor Sam McFarlane —dijo, dando la espalda a la mesa y mirando a Glinn—. El museo ha contratado sus servicios para toda la duración de este proyecto.
McFarlane y Glinn se dieron la mano.
—La semana pasada Sam aún rondaba por el desierto de Kalahari buscando el meteorito Okavango. Una manera como otra de derrochar su talento. Seguro que está de acuerdo conmigo en que le hemos encontrado algo más interesante.
Hizo un gesto a Glinn.
—Sam, te presento a Eli Glinn, presidente de Effective Engineering Solutions. Que no te engañe un nombre tan soso. Es una empresa muy especial. El señor Glinn está especializado en cosas como recuperar submarinos nazis llenos de oro, averiguar porqué explotan las lanzaderas espaciales… Cosas así. Resolver problemas especiales de ingeniería y analizar fallos a gran escala.
—Un trabajo interesante —dijo McFarlane.
Lloyd asintió.
—Lo habitual es que EES intervenga después de que haya pasado algo. Cuando algo se ha ido a la mierda. —La palabrota, pronunciada lentamente y con esmero, quedó flotando en el ambiente—. Y ahora recurro a ellos para asegurarme de que no se me vaya a la mierda un trabajo concreto. Trabajo, señores, que es la razón de que estemos aquí los tres.
Indicó la mesa de reuniones.
—Sam, explícale al señor Glinn qué has descubierto en los días que llevas estudiando estos datos.
—¿Ahora? —preguntó McFarlane, con un nerviosismo impropio de él.
—Si no, ¿cuándo?
McFarlane dirigió a la mesa una mirada rápida, titubeó y dijo:
—Esto son datos geofísicos sobre un emplazamiento muy peculiar de las islas chilenas del cabo de Hornos.
Glinn le animó a seguir con un gesto de la cabeza.
—El señor Lloyd me pidió que los analizara. Al principio parecían… imposibles. Como esta lectura tomográfica.
La cogió, le dio un repaso y la dejó encima de la mesa. Después recorrió con la mirada el resto de papeles y le tembló la voz.
Lloyd carraspeó. Sam aún estaba un poco afectado y había que ayudarle. Se volvió hacia Glinn.