Más allá del hielo (2 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
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De repente, interrumpió la excavación dando un grito, se puso en cuclillas dentro del agujero, apartó arena y barro con las manos y desnudó una superficie dura. Dejó que la lluvia la limpiara de los últimos restos de barro.

La sorpresa y el desconcierto se tradujeron en un brusco sobresalto. Masangkay se arrodilló como para rezar, apoyando reverente las manos sudadas en la superficie; respiraba entrecortadamente, con los ojos desorbitados y la frente chorreando una mezcla de sudor y lluvia, mientras le martilleaba el corazón por el esfuerzo, el entusiasmo y una alegría inexpresable.

En ese momento salió del agujero una luz intensa, seguida por una explosión descomunal que resonó en lo más profundo del valle, perdiéndose en las montañas del fondo.

Las dos bestias de carga levantaron sus cabezas y vieron un pequeño banco de niebla que se abría y se disolvía en la lluvia.

Las dos mulas de la reata se desinteresaron de la escena, mientras caía la noche sobre isla Desolación.

Isla Desolación 22 de febrero, 11 h

La larga canoa de madera surcaba las aguas del canal con la velocidad que le imprimía la marea. Dentro, arrodillado, iba un sólo ocupante que, con manejo experto del remo, guiaba la embarcación por la superficie picada del canal. En medio de la canoa había una plataforma de arcilla húmeda, y encima una hoguera humeante.

La canoa circundó los arrecifes negros de isla Desolación, penetró en las aguas más tranquilas de una caleta e hizo crujir las piedrecitas de la playa. Su ocupante se apeó y la arrastró hasta superar la marca de la marea alta.

De camino había oído la noticia a uno de los pescadores nómadas que vivían solos en aquellos mares fríos. En efecto, no era habitual la visita de un extranjero a una isla tan remota e inhóspita, aunque lo más insólito era el hecho de que, transcurrido un mes, no se apreciaran señales de su partida.

Algo le llamó la atención. Tras pocos pasos recogió dos trozos de fibra de vidrio, que inspeccionó limpiando los bordes de hebras y luego los arrojó al suelo. Restos de un naufragio reciente. Al fin y al cabo, la explicación podía ser sencilla.

Se trataba de un hombre de aspecto peculiar: viejo, moreno, con pelo largo y gris y un bigotito que le colgaba del mentón como dos puntas de telaraña. A pesar de la temperatura, muy inferior a cero, sólo iba vestido con una camiseta sucia y pantalones cortos holgados. Se llevó un dedo a la nariz y, con gesto delicado, se sopló los mocos, primero por un orificio y luego por el otro. Acto seguido subió por la cuesta que remataba la caleta.

Al llegar al borde detuvo sus pasos y enfocó al suelo sus ojos negros y brillantes, buscando señales. El suelo de grava, que tenía manchitas de musgo, estaba esponjoso por el ciclo del deshielo y conservaba las huellas en perfecto estado, incluidas las de cascos.

Siguió el decurso irregular de las pisadas, que ascendían hacia el campo de nieve y proseguían por sus lindes hasta acceder al valle de detrás. En una elevación que dominaba este último, las huellas se interrumpían, convertidas en absurdo remolino. El hombre se detuvo a contemplar el páramo. Abajo había algo: puntos de color, y el sol reflejándose en metal bruñido.

Bajó deprisa.

Lo primero que encontró fueron las mulas, que seguían atadas a la roca. Llevaban muertas mucho tiempo. La mirada del viejo recorrió el suelo con avidez, y al ver los suministros y el equipo se le iluminaron los ojos de avaricia. A continuación vio el cuerpo.

Se acercó con movimientos cautelosos. Estaba tumbado de espaldas, a unos cien metros de la boca de un agujero de excavación reciente. Aparte de un jirón de tela chamuscada pegada a la carne carbonizada, estaba desnudo. Sus manos, negras y quemadas, se elevaban hacia el cielo como garras de cuervo, y sus piernas estaban separadas, dobladas hacia el pecho hundido. Se había acumulado lluvia en las cuencas vacías de los ojos, formando dos piscinitas que reflejaban el cielo y las nubes.

El viejo retrocedió paso a paso, como un gato. Permaneció largo rato inmóvil, mirando y pensando. Luego, lentamente y sin dar la espalda al ennegrecido cadáver, trasladó su atención al tesoro de valiosos artilugios desperdigados por el suelo.

Nueva York 20 de mayo, 14 h

La sala de subastas de Christie's era un espacio sencillo, con paneles de madera clara y un rectángulo de luces colgado del techo. Aunque el suelo de madera noble estuviera embellecido por una trama de espina de pez, poco de ella dejaban entrever las filas de sillas, innumerables y ocupadas sin excepción, y los pies de los reporteros, rezagados y espectadores que abarrotaban el fondo de la sala.

Cuando el director de Christie's subió al podio central, se hizo un silencio absoluto.

Detrás de él, en el espacio alargado de color crema que en subastas normales habría servido de soporte para cuadros o grabados, no había nada.

El director dio unos golpes de mazo en el atril, miró a la concurrencia, sacó una tarjeta del bolsillo del traje y la consultó. Luego la depositó con esmero en un lateral del podio y volvió a levantar la cabeza.

—Imagino —dijo, y la discreta megafonía hizo resonar su dicción afectada— que algunos de ustedes ya saben en qué consiste la oferta de hoy.

El público tuvo a bien reaccionar con regocijo, sin faltar al decoro.

—Lamento que no hayamos podido traerlo al estrado para enseñarlo, pero era demasiado grande.

Más risas entre la audiencia. Se notaba que el director disfrutaba con la importancia de lo que estaba a punto de suceder.

—Pero he traído un trocito, podría decirse que una muestra, como garantía de que pujarán ustedes por el original.

Dicho lo cual, hizo un gesto con la cabeza y apareció un joven esbelto con porte de gacela, llevando en ambas manos una cajita de terciopelo. El joven abrió el cierre, levantó la tapa y se volvió para que lo vieran los espectadores. Entre los asistentes se levantó un murmullo grave.

La caja contenía un diente marrón y curvo, sobre fondo de raso blanco. La pieza tenía unos veinte centímetros de longitud, y el borde interno de sierra.

El director carraspeó.

—El remitente del lote número uno, único del día, es la nación navajo, en régimen de fideicomiso con el gobierno de Estados Unidos.

Miró a los presentes.

—El lote es un fósil. Un fósil muy especial. —Consultó la tarjeta—. En 1996, Wilson Atcitty, pastor navajo, perdió unas cuantas ovejas en los montes Lukachukai, cerca de la frontera entre Arizona y Nuevo México. Durante la búsqueda encontró un hueso grande que sobresalía de una pared de arenisca, en un cañón muy apartado. A esta capa de arenisca los geólogos la llaman Formación de Hell Creek, y se remonta al cretácico. Al enterarse, el Museo de Historia Natural de Alburquerque hizo un trato con la nación navajo y empezó a excavar el esqueleto. A medida que avanzaban las excavaciones, fueron dándose cuenta de que no había uno sino dos esqueletos entrelazados: un
Tyrannosaurus rex
y un
Triceratops.
El tiranosaurio tenía clavadas las mandíbulas en el cuello del triceratops, justo debajo de la cresta, decapitando o casi de un feroz mordisco al animal. Por su parte, el triceratops había clavado el cuerno central en el pecho del tiranosaurio. Los dos animales murieron juntos, en un abrazo mortal.

Carraspeó.

—Ya tengo ganas de ver la película.

El comentario suscitó más risas.

—El combate fue tan violento que los paleontólogos encontraron cinco dientes del tiranosaurio debajo del triceratops, seguramente rotos durante la pelea. Aquí tienen uno.

Hizo señas al ayudante, que cerró la caja.

—De la montaña se extrajo un bloque de piedra que contenía los dos dinosaurios y pesaba unas trescientas toneladas, y fue estabilizado en el museo de Alburquerque. Después pasó al Museo de Historia Natural de Nueva York, para continuar los preparativos. Los dos esqueletos todavía están parcialmente incrustados en la matriz de arenisca.

Echó otro vistazo a la tarjeta.

—Según los científicos consultados por Christie's, son los dos esqueletos de dinosaurio más perfectos que se han encontrado. Científicamente poseen un valor incalculable. El paleontólogo jefe del museo de Nueva York lo ha descrito como el mayor fósil de la historia.

Dejó la tarjeta con gesto cuidadoso y cogió el mazo. Entonces, como obedeciendo una señal, aparecieron tres avistadores de pujas con sigilo de fantasmas y ocuparon sus puestos.

El personal de los teléfonos, auricular en mano, esperaba inmóvil con las líneas abiertas.

—El valor estimado de este lote es de doce millones de dólares. Empezaremos con cinco.

El director dio un golpe de mazo. Llamadas, movimientos de cabeza y gestos refinados de levantar la pala.

—Cinco millones. Seis. Siete millones, gracias.

Los avistadores estiraban el cuello para ver las ofertas, que iban comunicando al director. Poco a poco el murmullo de la sala fue subiendo de tono.

—Ofrecen ocho millones.

El nuevo récord por un fósil de dinosaurio fue saludado con aplausos dispersos.

—Diez millones. Once millones. Doce. Ofrecen trece millones, gracias. Ofrecen catorce.

Quince.

El número de palas en alto había menguado considerablemente, pero seguía habiendo varios pujadores telefónicos activos, a los que había que sumar media docena presenciales. La pantalla que tenía el director a la derecha, con el precio en dólares, registraba un incremento veloz, con los equivalentes en libras y euros.

—Dieciocho millones. Ofrecen dieciocho millones. Diecinueve.

Como el rumor se había convertido en fondo acústico, el director dio un discreto mazazo de aviso. La subasta proseguía con furiosa calma.

—Veinticinco millones. Ofrecen veintiséis. Veintisiete para el caballero de la derecha.

Volvieron a aumentar los murmullos, que esta vez el director no acalló.

—Ofrecen treinta y dos millones. Treinta y dos y medio por teléfono. Treinta y tres.

Ofrecen treinta y tres y medio, gracias. Treinta y cuatro ofrece la señora de primera fila.

El ambiente de la sala de subastas se electrizaba por momentos. Ni las predicciones más descabelladas se habrían atrevido a tanto.

—Treinta y cinco por teléfono. Treinta y cinco y medio de la señora. Treinta y seis.

Entonces pasó algo entre el público, un movimiento simultáneo, un cambio en el centro de atención. Varias miradas se desplazaron hacia la puerta de salida al pasillo principal. En los peldaños curvos había aparecido un hombre de unos sesenta años, un personaje llamativo y de presencia no sólo notable, sino abrumadora. Llevaba el cráneo afeitado, y barba oscura en punta. Su poderosa osamenta servía de percha a un traje de Valentino, un traje de seda azul marino que al moverse brillaba un poco. La camisa era de Turnbull & Asser, de un blanco sin concesiones, y estaba abierta por el cuello, con corbata estrecha y, a guisa de pasador, un ámbar del tamaño de un puño, que contenía la única pluma de
Archaeopteryx
encontrada en todo el mundo.

—Treinta y seis millones —repitió el director; pero sus ojos, como los de los demás, se habían desviado hacia el recién llegado.

Los del hombre de los escalones eran azules, y chispeaban de vitalidad. Parecía que le hiciera gracia algo. Levantó la pala lentamente y todo quedó en silencio. La pala delató la identidad del recién llegado, en el caso improbable de que entre el público hubiera alguien con dudas sobre ella: llevaba el número 001, único número permanente concedido por Christie's en toda su historia.

El director le miró con expectación.

—Cien —se decidió a anunciar el hombre con dicción precisa pero sin levantar la voz.

El silencio se hizo más profundo.

—Perdón, ¿cómo dice? —La voz del director sonó un poco ronca.

—Cien millones de dólares —precisó el hombre. Tenía dientes muy grandes, muy rectos y muy blancos.

El silencio seguía siendo total.

—Ofrecen cien millones —dijo el director con un asomo de temblor en la voz.

El tiempo parecía haberse detenido. Sonó un teléfono en algún lugar del edificio, al límite de lo audible, y se filtró un claxon de la avenida.

El hechizo fue roto por un mazazo seco.

—¡Lote número uno vendido a Palmer Lloyd por cien millones de dólares!

Fue una explosión. De repente estaba todo el mundo de pie, entre enfervorizados aplausos, aclamaciones y hasta un «bravo», como si un tenor acabara de poner el broche final a la gran actuación de su vida. Como la aprobación no era unánime, la ovación se teñía de algunos ruidos sibilantes de reproche, de abucheos en voz baja. Christie's nunca había visto un público tan próximo a la histeria: todos los participantes, en pro o en contra, eran conscientes de haber asistido a un momento histórico. Sin embargo, el causante ya no estaba: había salido al pasillo y se había alejado por la alfombra verde, pasando al lado del cajero, y la multitud se encontró con que aplaudía a una simple puerta.

Desierto de Kalahari, 1 de junio, 18.45 h

Sam McFarlane estaba sentado en la arena con las piernas cruzadas. La hoguera, hecha directamente en el suelo con ramitas, proyectaba una red temblorosa de sombras en las zarzas que rodeaban el campamento. La población más cercana quedaba a ciento cincuenta kilómetros.

Miró a las otras personas sentadas en círculo alrededor de la hoguera, gente de piel arrugada, ojos observadores y brillantes y, por único atavío, polvorientos taparrabos.

Cazadores san. Se tardaba mucho en ganar su confianza, pero una vez concedida era inquebrantable. ¡Qué diferencia con el lugar de donde venía!, pensó McFarlane.

Cada san tenía delante un detector de metales muy gastado, de segunda mano.

McFarlane se levantó, pero los san no se movieron. Lentamente, con torpeza, pronunció algunas palabras en su extraño idioma. Al principio, como se le resistían algunas palabras, se oyeron risitas, pero McFarlane tenía don de lenguas, y en poco tiempo los san guardaron un silencio respetuoso.

Después de hablar, McFarlane alisó una porción de arena y empezó a dibujar un mapa con un palo. Los san, todos en cuclillas, forzaban el cuello para ver el dibujo. El mapa, poco a poco, iba tomando forma, y cuando McFarlane señaló los puntos marcados los san hicieron gestos de comprensión con la cabeza. Eran las Cuencas de Makgadikgadi, situadas al norte del campamento: casi tres mil kilómetros cuadrados de lechos secos de lagos, colinas de arena y llanos alcalinos, yermos e inhabitados. En lo más profundo de las Cuencas, McFarlane dibujó un circulito con el palo. A continuación clavó la punta en el centro y levantó la cabeza, sonriendo ampliamente.

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