Authors: Kim Stanley Robinson
Continuaron en dirección norte, internándose en unas tierras aún accidentadas, una región volcánica donde el rudo esplendor de las tierras altas meridionales se veía realzado por los escarpados picos de Australis Tholus y Amphitrites Patera. Los dos volcanes limitaban una región de coladas de lava en la que la roca negruzca del suelo aparecía inmovilizada en extraños montículos, olas y ríos. Una vez esas coladas habían fluido sobre la superficie en corrientes de blanco vivo, e incluso ahora, endurecidas, negras y fracturadas por las edades, y cubiertas de polvo y flores de hielo, sus orígenes líquidos seguían siendo evidentes.
Los vestigios de lava más notorios eran unas largas aristas bajas que parecían colas de dragones fosilizadas en piedra negra y sólida. Esas crestas serpenteaban a través del paisaje por muchos kilómetros, a menudo desapareciendo en el horizonte en ambas direcciones y obligando a los viajeros a dar largos rodeos. Esas dorsa eran antiquísimos canales de lava, y su roca había resultado más dura que el terreno que sepultaron, y en los eones que siguieron el paisaje fue erosionado, dejando esos cordones negros sobre la superficie, casi como el cable caído del ascensor, pero mucho más grandes.
Una de las dorsa, en la región de Dorsa Brevia, se había convertido en tiempos recientes en un refugio secreto. Nadia guió el rover por un sendero tortuoso entre las crestas de lava, y luego entró en un garaje espacioso en el flanco del montículo negro más grande de cuantos habían visto. Salieron del rover y fueron recibidos por un grupo de amables extraños, a varios de los cuales Jackie ya conocía. Nada en el garaje hacía esperar que la cámara contigua fuese diferente de las que habían visitado antes. Por eso, cuando cruzaron una gran antecámara cilíndrica y salieron al otro lado, se sorprendieron al encontrar ante ellos un espacio abierto que ocupaba el interior de la cresta. Era más o menos cilíndrico, un túnel de tal vez doscientos metros de altura y trescientos metros de pared a pared que se extendía hasta donde alcanzaba la vista en ambas direcciones. La boca de Art parecía una sección transversal del túnel.
—¡Uau! —repetía sin cesar—. ¡Uau, miren eso! ¡Uau!
Sus anfitriones les explicaron que había un gran número de dorsa huecas. Túneles de lava. En Terra había muchas, pero aquí se mantenía la proporción habitual, y ese túnel era en verdad cien veces más grande que el mayor de los terranos. Los cordones de lava se habían enfriado y endurecido en los bordes y luego en la superficie, le explicó a Art una joven llamada Ariadna. Después la lava había seguido fluyendo por el interior de la manga hasta que la erupción terminó, y se había derramado en el exterior formando lagos de fuego y dejando detrás unas cavernas cilíndricas que algunas veces alcanzaban los cincuenta kilómetros.
El suelo de ese túnel era bastante liso y estaba sembrado de parques, estanques y bosquecillos mixtos de bambúes y pinos. Unas largas grietas en el techo del túnel servían de soporte para claraboyas de cristal filtrante, hechas con un material que ofrecía el mismo aspecto y las mismas señales térmicas que el resto de la cresta, y además derramaban en el túnel largas cortinas de luz del color de la miel; en las secciones más oscuras reinaba una claridad de día nublado.
Mientras bajaban por una escalera. Ariadne les explico que el túnel de Dorsa Brevia tenía cuarenta kilómetros de largo, aunque había lugares en los que el techo se había derrumbado o unos tapones de lava lo obstruían.
—No lo hemos cerrado todo, por supuesto. Es más de lo que necesitamos, y más de lo que podemos calentar y presurizar. Pero hemos cerrado unos veinte kilómetros hasta el momento, en segmentos de un kilómetro separados por mamparos de material de tienda.
—¡Uau! —volvió a exclamar Art. Nirgal estaba igualmente impresionado, y Nadia, encantada. Ni siquiera Vishniac podía compararse con aquello.
Jackie casi había llegado al pie de la larga escalera que llevaba de la antecámara del garaje al parque que se hallaba debajo. Mientras la seguían, Art dijo:
—Cada colonia que visito resulta ser la más grande. Pónganme sobre aviso si la próxima va a ser como toda la Cuenca de Hellas.
Nadia rió.
—Ésta es la más grande de la que tengo noticia.
—Entonces, ¿por qué se quedan en Gameto, si allí hace tanto frío, y es tan pequeña y oscura? ¿Acaso no cabría aquí la población de todos los refugios?
—No queremos estar todos en el mismo lugar —contestó ella—. En cuanto a éste, existe desde hace pocos años.
Cuando llegaron al suelo del túnel se encontraron en un bosque, bajo un cielo de piedra negra desgarrado por unas largas grietas melladas y brillantes. Los cuatro viajeros siguieron a sus anfitriones hasta un complejo de edificios con delgadas paredes y afilados tejados con los extremos vueltos hacia arriba. Allí les presentaron a un grupo de hombres y mujeres mayores, vestidos con ropas holgadas de vivos colores, que los invita a compartir una comida.
Mientras comían aprendieron más sobre el refugio, sobre todo de Ariadna, que se sentó junto a ellos. Había sido construido y ocupado por los descendientes de gente que había venido a Marte y se había unido a los desaparecidos en la década de 2050, abandonando las ciudades y ocupando pequeños refugios en esa región, ayudados en sus esfuerzos por las gentes de Sabishii. Estaban muy influidos por la areofanía de Hiroko, y algunos definían su sociedad como un matriarcado. Habían estudiado antiguas culturas matriarcales, y algunas de sus costumbres tomaban como modelo la civilización minoica y la de los hopi de Norteamérica. Así, veneraban a una diosa que representaba la vida en Marte, una especie de personificación de la viriditas de Hiroko, o una deificación de la propia Hiroko. Y las mujeres eran las dueñas de las heredades y las transmitían a la hija más joven: ultimo-genitura, la llamaba Ariadna, una costumbre de los hopi. Y como los hopi, los hombres se instalaban en la casa de la esposa después del matrimonio.
—¿Están de acuerdo los hombres? —preguntó Art intrigado. Ariadna rió al ver su expresión.
—No hay nada como una mujer feliz para hacer feliz a un hombre, solemos decir. —Y le echó una mirada a Art que pareció arrastrarlo sobre el banco hasta ella.
—Me parece sensato —dijo Art.
—Todos compartimos el trabajo: en la extensión de los segmentos de túnel, en las labores de granja, en la crianza de los hijos, en lo que sea necesario. Todos intentan ser buenos en más de una especialidad, una costumbre que viene de los Primeros Cien, creo, y de los sabishianos.
Art asintió.
—¿Y cuántos son?
—Unos cuatro mil ahora.
Art soltó un silbido de sorpresa.
Esa tarde recorrieron varios kilómetros de segmentos transformados, muchos de ellos poblados de bosques, y todos recorridos por una corriente de agua que en algunos segmentos se ensanchaba y formaba grandes estanques. Cuando Ariadna los llevó de vuelta a la primera sala, llamada Zakros, encontraron a casi un millar de personas reunidas para una comida en el parque más grande. Nirgal y Art vagabundearon por entre la concurrencia, conversando y disfrutando de una comida sencilla: pan, ensalada y pescado asado. La gente acogía de buen grado la idea de celebrar un congreso de la resistencia. Unos años antes habían organizado algo parecido, pero con poca asistencia. Tenían listas de la población de los refugios de la región, y una de las mujeres mayores dijo que se sentirían honrados de ser los anfitriones, puesto que disponían de espacio para albergar a un gran número de asistentes.
—Oh, eso suena maravilloso —dijo Art, echándole una mirada a Ariadne.
A Nadia también le pareció acertado.
—Será de gran ayuda. Mucha gente se mostrará reacia a la propuesta del congreso, porque sospechan que los Primeros Cien quieren controlar toda la resistencia. Pero si se celebra aquí, y los bogdanovistas están detrás de ella...
Cuando Jackie se reunió con ellos y supo del ofrecimiento, abrazo a Art.
—¡Oh, va a celebrarse! Es lo que habría hecho John Boone. Será como la reunión que él convocó en el Monte Olimpo.
Abandonaron Dorsa Brevia y enfilaron hacia el norte de nuevo, por la vertiente oriental de la Cuenca de Hellas. Durante las noches Jackie solía sacar la IA de John Boone, Pauline, que ella había estudiado y catalogado. Repetía selecciones de las ideas de Boone sobre un estado independiente; ideas incoherentes y desorganizadas, las reflexiones de un hombre con más entusiasmo (y omegendorfo) que capacidad analítica. Pero de cuando en cuando seguía una línea de pensamiento e improvisaba con el estilo de sus discursos más famosos, y entonces era fascinante. Boone tenía facilidad para la asociación libre, lo que hacía que sus ideas sonasen como una progresión lógica aun cuando no lo eran.
—Oigan con cuánta frecuencia habla de los suizos —dijo Jackie. De pronto Nirgal advirtió que ella sonaba como John Boone. Había trabajado con Pauline durante mucho tiempo y eso había afectado su manera de expresarse. La voz de John, el carácter de Maya; así llevaban el pasado ellos—. Hay que asegurarse de que haya algunos suizos en el congreso.
—Tenemos a Jurgen y el grupo de Salientes —dijo Nadia.
—Pero ellos no son suizos en realidad, ¿o sí?
—Tendrás que preguntárselo a ellos —dijo Nadia—. Pero si te refieres a funcionarios suizos, hay muchos en Burroughs, y nos han estado ayudando sin hacer preguntas. Unos cincuenta de nosotros tenemos pasaporte suizo, de modo que en realidad son una parte importante del demimonde.
—Igual que Praxis —añadió Art.
—En fin, hablaremos con el grupo de Salientes. Estoy segura de que están en contacto con los suizos de la superficie.
Al nordeste del volcán Hadriaca Patera visitaron una ciudad había sido fundada por los sufíes. La estructura original estaba escavada en el flanco de la pared del cañón, en una suerte de Mesa Verde de alta tecnología: una delgada línea de edificios unidos en el punto donde el formidable saliente del acantilado empezaba a inclinarse hacia el suelo del cañón. Unas empinadas escaleras en el interior de unos tubos peatonales descendían por la pendiente más baja hasta un pequeño garaje de hormigón, alrededor del cual habían brotado varias tiendas transparentes e invernaderos. Esas tiendas estaban ocupadas por gentes que deseaban estudiar con los sufíes. Algunos venían de los refugios, otros de las ciudades del norte; muchos eran nativos, pero también había un número importante de recién llegados de la Tierra. Juntos esperaban techar todo el cañón empleando los materiales desarrollados para el nuevo cable para soportar una extensión inmensa de material de tienda. Nadia intervino de inmediato en la discusión de los problemas de construcción a los que se enfrentaría un proyecto de esa envergadura, que, como les explicó alegremente, serían muchos y complicados. Irónicamente, la atmósfera cada vez más densa hacía más difíciles los proyectos de cúpulas, porque la presión interior del aire ya no podía sostener las cúpulas como antes; y aunque la fuerza tensora y la resistencia de las nuevas estructuras de carbono eran más que suficientes, parecía imposible hallar los puntos de anclaje para semejantes pesos. Pero los ingenieros locales confiaban en que un material de tienda más ligero y nuevas técnicas de anclaje bastarían, y los muros del cañón, dijeron, eran sólidos. Se encontraban en la cuenca alta de Reull Vallis, y la erosión diferencial había dejado al descubierto un material extremadamente duro. Encontrarían buenos puntos de anclaje en todas partes.
No se había intentado ocultar ninguna de estas actividades de la vigilancia de los satélites. La morada de los sufíes en la mesa circular de Margaritifer, y su principal colonia en el sur, Rumi, estaban igualmente al descubierto. Y sin embargo, nadie los había hostigado y la Autoridad Transitoria no se había comunicado con ellos. Uno de sus líderes, un hombre negro y menudo llamado Dhu el-Nun, deducía de esto que los temores de la resistencia eran exagerados. Nadia discrepó con educación, y cuando Nirgal insistió, intrigado por la cuestión, ella lo miró fijamente.
—Buscan a los Primeros Cien.
El miro pensativamente a los sufíes, que abrían la marcha por las escaleras del tubo peatonal que llevaba hasta lo alto del acantilado. Los viajeros habían llegado mucho antes del alba, y Dhu había convocado a todo el mundo arriba para un desayuno tardío de bienvenida. Siguieron a los sufíes hasta la cima y se sentaron a una larga mesa, en una habitación alargada, una de cuyas paredes era un gran ventanal que miraba al cañón. Los sufíes vestían de blanco, mientras que las gentes de las tiendas del cañón llevaban monos corrientes, muchos de color orín. Todos sirvieron el agua a quien tenían al lado, y charlaron mientras comían.
—Tú estás en tu
tariqat
—le dijo Dhu el-Nun a Nirgal. El tariqat era el sendero espiritual de cada uno, el camino propio hacia la realidad. Nirgal asintió, sobrecogido por la exactitud de la definición: así era como él sentía su vida—. Tienes que sentirte afortunado —dijo Dhu—. Tienes que prestar atención.
Después del desayuno, compuesto de pan, fresas y yogur, y por último un café espeso, apartaron las mesas y sillas y los sufíes bailaron una sema, o danza giróvaga, girando al compás de la música de un arpista y varios tambores y de los cantos de los habitantes del cañón. Cuando los bailarines pasaban junto a los visitantes, les tocaban brevemente las mejillas con las palmas de las manos, toques tan leves como el roce de un ala. Nirgal miró a Art, esperando verlo tan asombrado como siempre ante los distintos aspectos de la vida marciana, pero en verdad el hombre tenía una sonrisa cómplice, y unía el índice y el pulgar al ritmo de la música y cantaba con los demás. Y cuando la danza concluyó, se adelantó y recitó algo en un idioma extranjero, y los sufíes sonrieron, y cuando terminó aplaudieron ruidosamente.
—Algunos de mis profesores de Teherán eran sufíes —le explicó a Nirgal, Nadia y Jackie—. Formaban parte de lo que se llamó el Renacimiento Persa.
—¿Qué es lo que has recitado? —preguntó Nirgal.
—Un poema en parsi de Jalaluddin Rumi, el maestro de los derviches giróvagos. Nunca aprendí la versión inglesa completa:
Morí como mineral y me convertí en planta, morí como planta y tomé forma sensible; morí como animal y vestí un hábito humano...
¿Cuándo fui menos al morir...?
»Ah, no recuerdo el resto. Pero algunos de aquellos sufíes eran unos ingenieros geniales.