—Gracias.
—Me alegro de que Marlene haya vuelto —confesó la mujer.
—Yo también.
—Aunque ahora es una mujer casada.
—No por mucho tiempo.
Antes de que Carlo entrase en su dormitorio, Frida volvió a llamarlo.
—¿Qué le digo cuando empiece a preguntarme acerca de Johann? Siempre lo hacía. No se creyó la historia de que nos conocimos en el inquilinato. ¿No sería mejor que le contases la verdad? ¿No te sentirías en paz?
—Lo único que me da paz es tenerla cerca. Si algo lo pone en riesgo, no estoy dispuesto a hacerlo.
—No la tomarás por sorpresa, algo intuye. Digo, por el asunto de Gioacchina, que no sabe que es tu hermana. ¿Nunca te pregunta?
—Sí, pero le digo que no quiero hablar de eso y ahí termina todo. Debe de pensar que es por los burdeles.
—Si verdaderamente te quiere, sabrá comprenderte.
Una hora más tarde, Carlo salió de la tina, se vistió rápidamente y se marchó al puerto. Había faltado gran parte del día y aún restaban asuntos del viaje que emprendería temprano a la mañana siguiente.
—¡Ey, Napo! Por fin viniste —lo saludó Cabecita al verlo entrar en la oficina.
—¿Llegaron los documentos para el embarque de mañana? El de maiz, me refiero.
Mudo se los alcanzó y Tuli confirmó que los había revisado. Varzi asintió, y, con una seña, les indicó a sus matones que lo acompañaran afuera.
—No vienen mañana conmigo a Rosario —les informó.
—¡Ey, por qué no! Vos nos prometiste...
—Se van a quedar porque necesito que estén a disposición de Marlene.
—¿A disposición de Marlene? —se extrañó Cabecita—. ¿Qué querés decir?
—Como siempre, la siguen a todas partes, y estén atentos por si necesita algo. En principio, que no los vea.
—Esta mañana, en la puerta del Carmesí, se sorprendió cuando me vio. Me preguntó qué hacía ahí. Me hice el
otario
y le dije que te preguntara a vos.
—Tenés menos sesos que una mosca —lo reprendió Carlo—. Le hubieras inventado cualquier cosa, no sé, que justo andaban por ahí. Ahora me va a preguntar, y no creo que le guste ni medio que la hago seguir.
—A mí, el que me da mala espina es el chofer —intervino Mudo—. Antes, con Pascualito, era mejor. Lo teníamos bien
junado.
—Sí —ratificó Cabecita—, es más raro que Mudo sonriendo. ¡No te enojes, Mudo! Lo digo en joda.
—No tanta joda que aquí está en juego la seguridad de Marlene. ¿Por qué te da mala espina el tipo ese, Mudo?
—Es más feo que una monja con bigotes —insistió Cabecita—. Negro y petiso. ¿Y todos esos anillos y collares? Se viste más raro que no sé qué.
—La belleza o la fealdad no tienen nada que ver en esto —aseguró Carlo—. Si por eso fuera, a vos no te querría ni tu vieja. ¿Por qué no te gusta, Mudo?
—Es el hombre de confianza del
bienudo.
De noche, lo lleva y lo trae a todas partes, al Club del Progreso, al Jockey y, en especial, a la casa del amigote. Ahí va, por lo menos, tres veces por semana.
—¿Qué amigote? —se interesó Carlo.
—Nathaniel Harvey. Es inglés y trabaja en los ferrocarriles. No sé más.
—Vive a unas diez cuadras de lo del
bienudo
—añadió Cabecita—. Va seguido a su casa, aunque él no esté.
—¿Qué me querés decir? —se inquietó Carlo—. ¿Que va a ver a Marlene? —Los matones se miraron y no aventuraron respuesta—. Ahora, más que antes, tienen que vigilarla el día entero, sin confiarse de nadie.
Cabecita volvió a la oficina, y Mudo y Varzi caminaron hacia el muelle.
—¿Qué te anda dando vueltas por la cabeza? Dale, te conozco —lo instó Carlo—. Desembucha.
—¿Estás seguro de volver a meterte con Marlene? No saliste bien parado la otra vez. Ahora está
casoriada,
y nada menos que con el Canciller de la Nación. Si el
bienudo
se entera, te va a hacer la vida imposible, más ahora que estás en este negocio. Te puede arruinar.
—No me importa. Asumo los riesgos.
—¡Ah, mierda, estás metido hasta el caracú!
Eloy se malhumoró al notar a Micaela tan mal predispuesta durante la cena, con escasa voluntad de cambiar sus monosílabos por frases más sustanciosas, ni de dignarse a mirarlo cuando él, con mucha ansiedad, le clavaba los ojos y admiraba su belleza. Después de la comida, no accedió a compartir un coñac en la sala, e invocó cansancio para marcharse a su recámara con un "buenas noches" por toda despedida. Molesto en un principio, Cáceres se declaró culpable luego de reflexionar; hasta su rabia inicial se tornó en agradecimiento y devoción al comprender el sacrificio que significaba para su esposa la unión con un hombre que, no sólo la humillaba como mujer, sino que le prestaba casi la misma atención que a la servidumbre.
Apoyó la copa con brutalidad sobre el escritorio. Lo que había comenzado como un negocio se había convertido en un sentimiento noble y profundo. "Después de todo, se dijo, aún puedo sentir cosas buenas, como cualquier persona normal." La conveniencia de su matrimonio con la hija del senador Urtiaga Four se desvaneció, y el amor le brindó una esperanza al descubrir en Micaela a la única persona capaz de borrarle sus traumas. Sí, se los borraría cuando le dijera que lo amaba, que nunca había sido de otro, que se conservaba pura y virgen para recibirlo.
Recuerdos de otra índole acudieron, y lo abrumaron la vergüenza y la culpa, sensaciones que le provocaban ganas de morir. Micaela ocupó de nuevo sus pensamientos y convirtió en luz lo que hasta un segundo atrás había sido oscuridad. Se aferraría a ella, procuraría hacerla feliz para no perderla. ¿Perderla? La idea lo inquietó, y lo llevó a preguntarse dónde había estado toda la mañana y las primeras horas de la tarde. ¿Con la Pacini? No le gustaba la Pacini. Admitió, lleno de celos, la pasión que su esposa despertaba en los hombres, hombres capaces de hacerla gozar, hombres de verdad. No volvería a dejarla sola con Harvey, había visto cómo la devoraba con la mirada. La tentaría con su flirteo, él lo sabía bien, y la mancillaría. Aunque no, Micaela jamás lo traicionaría, le había dado su palabra. Ella no era como otras, ni como su madre ni como Fanny Sharpe; Micaela era única, y le pertenecía.
Dejó su estudio, ansioso por verla.
No podía quitarse a Carlo de la mente. Intentó dormir, pero el recuerdo de sus caricias en todo el cuerpo y de su olor de hombre excitado la transportaban a la habitación de San Telmo, donde la magia del erotismo y la pasión del amor le habían demostrado que aún podía ser dichosa, que aún estaba viva.
—¿Puedo pasar?
La voz de su esposo la sobresaltó, y precisó unos instantes para responder que sí. Cáceres entró arrastrando aquello que representaba el dolor y la frustración.
—¿Dormías?
—No, pasa.
Micaela dejó la cama y rápidamente se cubrió con el
déshabillé,
sin dejar de notar la mirada encendida de su esposo.
—No podía dormir —comentó Cáceres.
—Yo tampoco. Siempre estoy un poco nerviosa los días previos a una función.
—Nadie lo diría al verte tan segura en el escenario. Me comentó el doctor Paz que sos
La Reina de la noche
más increíble que haya escuchado. La próxima velada voy a verte. Es imperdonable que aún no lo haya hecho. Le voy a pedir a tu padre que me permita compartir el palco. Si querés, llevamos a Cheia.
—Mamá Cheia fue la noche del estreno. Mi padre y Otilia también.
—Veo que solamente falto yo.
Micaela lo contempló desorientada, sin comprender de dónde venía ese repentino interés ni, lo que era peor, hacia dónde iba.
—Me alegraría mucho verte mañana entre el público.
—Micaela, mi amor. —La tomó por los hombros y la besó en el cuello—. ¿Cómo pude estar tan ciego? ¿Cómo pude descuidarte tanto? ¿Vas a perdonarme? Decime que me perdonás, que todo vuelve a empezar entre nosotros. Quiero pasar más tiempo con vos. Prometo cenar todas las noches en casa y no faltar tanto. Te necesito, mi amor, te necesito.
Volvió a besarla, dominado por una pasión que lo sorprendió, un sentimiento nuevo que no había experimentado ni siquiera con Fanny Sharpe.
Entre la confusión y el asco, Micaela se lo quitó de encima, y, mientras se alejaba de él, se secó los labios con la manga. El arrebato de Eloy, inopinado y extemporáneo, la había sacado de contexto, sin permitirle medir las consecuencias de su rechazo, que apreció segundos más tarde cuando la cara de su esposo se tiñó de un rojo furioso.
—¡Micaela, por Dios! ¿Qué te pasa? Te alejas de mí como si fuera un extraño, te limpias la boca como si te diera asco.
Juzgó la situación difícil y comprometida, y se convenció de que sólo podría resolverla si confesaba la verdad y ponía fin a la gran farsa que era su matrimonio. El corazón le latía con fuerza; se sentía capaz de enfrentar a un ejército. Eloy se desplomó en el sillón y rompió a llorar. La valentía y la decisión de ella desaparecieron sin dejar rastro, y lástima fue lo único que quedó. Se acercó a su esposo y lo miró con ternura. Eloy levantó la vista y le suplicó que lo abrazara. Micaela lo instó a calmarse.
—No puedo perderte. Me perteneces, estamos unidos.
—Eloy, ¿qué voy a hacer con vos? No quiero lastimarte, pero no te comprendo. Mejor dicho, no dejas que te comprenda. Tantas veces propicié un acercamiento, tantas veces quise que conversáramos, y vos nunca estabas para mí. Tu trabajo, tus reuniones políticas, tus amigos, todo estaba antes que yo.
—Te perdí, lo sé. Hablas como si todo hubiese terminado. Quisiera morir. No soy un hombre, no sé lo que soy. Hay tantas cosas de mí que no sabes, mi amor. Cosas que me avergüenzan y me alejan de vos. Pero estoy dispuesto a luchar, a reconquistarte.
Aunque se debatió entre la verdad y la mentira, Micaela no volvió a experimentar esa fuerza extraordinaria del primer momento, y el deber y la culpa, jugando su parte, terminaron por convencerla de la crueldad de hablar en semejante situación. Propuso, entonces, regresar a la cama e intentar dormir, pero Eloy le pidió un momento más. Se quedó silencioso, abrazado a ella.
—¿Ya visitaste al doctor Charcot?—preguntó la joven, y buscó apartarse de él.
—¿Al doctor Charcot? Sí, claro, justamente mañana lo voy a ver.
—Esa es una buena noticia.
Habría comentado algo más, pero calló, temerosa de provocar la ira de su esposo.
—Ya verás que todo se soluciona —aseguró Eloy, antes de despedirse—. Podremos ser felices juntos.
Buenos Aires, 15 de diciembre de 1915
Estimado doctor Charcot:
Me sorprendió gratamente su llegada a Buenos Aires, de la cual me enteré, no hace tanto, por intermedio del doctor Eloy Cáceres, mi esposo.
Espero sinceramente que se encuentre a gusto y que no tenga nada que lamentar a causa de esta absurda guerra, salvo, claro está, la falta de paz y tranquilidad que lo alejó de nuestra querida París.
Además de darle la bienvenida, supondrá usted el motivo de mi carta. En estos últimos días mi esposo lo ha consultado por esa deficiencia que ya debe de conocer. No he querido acompañar al doctor Cáceres a sus consultas ni he querido intervenir en forma alguna porque conozco sus padeci mientos en esta cuestión, y me he mantenido al margen para darle la libertad que necesita.
Pero creo que ha llegado el momento de agradecerle por el empeño que ha puesto en su caso y por haber devuelto a mi esposo las esperanzas en un problema que lo mantenía tan afligido. El doctor Cáceres se muestra optimista a la espera de esos exámenes que usted le ha prescripto de acuerdo a su diagnóstico, que es de lo más consolador.
Una vez más, muchas gracias. Asimismo, le suplico mantenga reserva en cuanto a la presente y a nuestra amistad, ya que no quisiera intervenir ahora en un asunto que tan bien se ha desarrollado sin mi injerencia.
A la espera de poder invitarlo a cenar una noche en mi casa, lo saluda atentamente,
Micaela Urtiaga Four
Cerró el sobre y llamó a Ralikhanta.
—Por favor, lleva esta carta ahora mismo. Aquí está la dirección.
—Enseguida, señora.
"Las cosas van tomando su rumbo", pensó. Días atrás, Eloy había regresado muy optimista de la consulta con el médico francés.
—El doctor Charcot piensa que tengo posibilidad de reponerme, mi amor —le había dicho.
Esa noticia la alegró, pues nada deseaba tanto como la recuperación de su esposo, que, por otra parte, le allanaba el camino para su definitiva separación. Eloy entendería que ella no lo amaba; podría buscar a otra mujer que lo hiciera feliz, tan feliz como Varzi la hacía a ella. Lo echaba tanto de menos. El viaje de cuatro días a Rosario se había convertido en uno de diez. Ansiosa como una colegiala, el quinto día se había presentado en la casa de San Telmo, donde Frida le informó del regreso pospuesto. Al rato, se presentó un empleado de la barraca con una misiva a su nombre.
Rosario, 9 de diciembre de 1915
Amor mío,
Nada me molesta tanto como escribirte estas líneas para decirte que mi regreso a Buenos Aires no es posible todavía. Los asuntos se complicaron y no puedo volver hasta solucionarlos.
Te extraño tanto que casi no duermo de noche, y de día me cuesta pensar en los negocios; siempre estás ahí, en mi cabeza, volviéndome loco. Me pregunto si a vos te pasa lo mismo.
Cuando llegue a Buenos Aires te aviso. Sueño con nuestro reencuentro.
C.V.
Después de leer la carta por enésima vez, Micaela la devolvió al
secrétaire
y echó llave.
—¿Puedo pasar?—preguntó Cheia desde la puerta.
—Sí, pasa, mamá.
—Acaba de llegar esto para vos.
Le entregó una caja envuelta en papel de seda, atada con un moño verde. El corazón le palpitó con fuerza y debió apelar a su voluntad férrea para no dar un brinco y gritar. Carlo había vuelto.
—¿Qué es? —quiso saber la nana.
Absorta, se deshizo del envoltorio y halló la esperada orquídea blanca.
—¡Qué belleza! —exclamó Cheia—. La flor preferida de tu madre. ¿Quién te la manda? ¿No tiene remitente?
Micaela leyó la tarjeta para sí. "
Hoy, a las 15 hs. C.V.
"
—¡Vamos, no me tengas en ascuas! Decime quién te mandó esa hermosura. —El silencio de la joven, que leía y releía la tarjeta, sacó de quicio a Cheia—. ¡Micaela, por Dios, decime quién te mandó la flor!
—El director del Colón.
La flauta mágica
es el éxito de la temporada y quería hacerme un presente. Eso es todo. —Guardó la tarjeta junto a la carta, y volvió a echar llave.