Marlene (38 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
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—Tu condición de desvirgada —continuó Regina, muy suelta— complica las cosas.

—¿Complica las cosas?

—Claro, Micaela, lo complica todo. El hecho de haber vibrado entre los brazos de un hombre, de haber sentido sus besos y caricias, su ardor y virilidad, ¿no te llena de ansiedad y deseos incontenibles? ¿Me vas a negar que de noche te dejas llevar par los recuerdos y las sensaciones? —Micaela confirmó esas palabras con el brillo de sus ojos—. Es así querida —prosiguió la mujer—, una vez que te tentaste y comiste del fruto del amor, no podes dejar de hacerlo. Temo decirte que, para un caso como el tuyo, habría sido mejor que fueras virgen. Pero, como no lo sos, hay una única y posible solución: tengo que buscarte un amante.

—¡Un amante! —se horrorizó Micaela—. ¡Regina, por favor!

—Micaela, tenés que entender que no podés vivir así. Vos también necesitas alguien que te quiera, que te consuele, y, por sobre todo, que te haga sentir mujer. En este estado de ánimo en el que te encontrás, vas a conseguir enfermarte, incluso volverte loca.

—¡Regina, no exageres!

—No exagero, Micaela. Vos podes saber de óperas, música, y esas cuestiones, pero yo sé de la vida mucho más que vos. Por supuesto que podes enfermarte. ¿No le pasó acaso a Guillermina Wilde, la amante del general Roca, que Dios lo tenga en su gloria? Hace unos años, cuando Guillermina y el vejete ese que tenía por esposo vivían en París, la joven empezó a sufrir sofocones y cambios bruscos de temperamento; siguió una fiebre muy alta que la hizo delirar. Su esposo, asustadísimo, llamó al doctor Charcot, ese médico tan famoso de París. —Micaela aseguró que lo conocía—. Bueno, el doctor Charcot la revisó concienzudamente, y ¿sabes qué le recomendó al esposo cuando terminó? "Señor, tiene que casar a su hija." Wilde, un poco ofendido, le dijo que él era el esposo de la joven. Entonces, el médico entendió todo. ¡No, querida, no voy a permitir que a vos te pase lo mismo! Acepto que sos una buena persona y que estás dispuesta a seguir con tu marido, pero no te des aires de santa inmaculada y acepta que necesitas a un hombre, a uno de verdad.

Hicieron una pausa, en la cual Regina se abocó a repasar la lista de conocidos jóvenes y viriles que pudieran amoldarse al rol de amante de
la divina Four.
Micaela, mientras tanto, reflexionaba acerca de las palabras de su amiga, y no sabía si calificarlas de sabias o disparatadas.

—¿No estarás pensando en el señor Harvey? —retomó la Pacini.

—¿En Harvey?

—Sí, el amigo de tu esposo. ¿No vas a decirme que no te diste cuenta de que te llevaría a la cama muy deseoso?

—Bueno... Yo, en realidad, no...

—¡Ay, Micaela! ¿Cómo no te diste cuenta? Sos una extraña mezcla de niña inocente y
femme fatale
que resulta encantadora. Uno diría que sos gran conocedora del mundo y de sus secretos, pero veo que no es tan así. —Micaela la miró con curiosidad—. No me hagas caso —prosiguió Regina—, estoy diciendo zonceras.

—No, Regina, en absoluto, es la verdad. Durante mis veinticuatro años, la mayor parte del tiempo me dediqué a la música. Mis lecturas, mis conversaciones, mis amistades, mis viajes, mis días enteros versaban sobre la música y el canto. Ése era mi universo. Y a pesar de que he conocido los lugares y las ciudades más famosas y civilizadas, todo aquello que no se relacionaba con ese mundo se presentaba como extraño y me daba miedo. Aunque no lo creas, empecé a vivir desde que llegué a Buenos Aires.

—¿Aquí, en Buenos Aires? ¿Habiendo conocido París, Londres, Roma? Me cuesta creerlo.

—Créelo, Regina. Hay un encanto especial en esta ciudad, algo autóctono que me fascinó como no pudo hacerlo el Louvre en París o el Big Ben en Londres. Buenos Aires me sedujo. Me sentí libre, anónima, nadie me conocía, era como llevar un disfraz y jugar a ser otra persona. Con esa libertad, ahondé en mi interior de una forma que no lo había hecho antes.

—¿Que nadie te conocía? Micaela, por Dios, todo Buenos Aires te conoce. Desde que llegaste el año pasado, sólo se habla de
la divina Four
y de su voz. ¿Dónde te sentiste anónima y desconocida? Te aseguro que no fue en Buenos Aires.

Micaela carraspeó, nerviosa, y cambió abruptamente el tema de conversación.

—¿De dónde sacaste que Harvey me mira con interés?

—¡Pero si todo el mundo se dio cuenta! En las fiestas, te desnuda con los ojos y se la pasa rondándote para bailar con vos. ¡Es un descarado! La pobre Maríaníta Paz ya perdió las esperanzas. ¡El único idiota que no se percata es tu marido! De todas formas, Harvey queda descartado de la lista. No me gusta como amante. A pesar de su elegancia inglesa, me da mala espina. ¡Qué tipo raro! ¡Muy extravagante, muy extravagante! Tiene una forma de mirar que no parece franca. Además, le presta mucha atención a su persona. Es vanidoso y afeminado. Sé que es un ladino —agregó, instantes después—, con hábitos
non sanctos.

—¿Qué querés decir con
non sanctos
?—se interesó la joven.

—Al principio, todos estábamos entusiasmados con él. Vos entendés, ¿no? En esta sociedad anglofila, Harvey era un rey. Pero, últimamente, se cuentan cosas que... —Y se acercó para susurrarle—: Se dice que frecuenta los burdeles de La Boca. ¡Sí, es cierto! Entiendo tu sorpresa y lamento desilusionarte, pero es mejor que lo sepas
,
Nathaniel Harvey no es buena influencia para tu marido.

La Pacini continuó con el análisis de su lista de candidatos y consiguió animar a Micaela, que rió de sus ocurrencias. Dejó la casa de los Alvear más repuesta y con la promesa de que hallarían al hombre apropiado para ella.

Capítulo XXVI

A causa de unos asuntos de la Cancillería, Micaela y Eloy llegaron tarde a la fiesta en lo de Urtiaga Four, y, al entrar en el vestíbulo, advirtieron que la mayoría de los invitados se encontraba presente. Regina Pacini se les abalanzó en el recibo.

—¡Buenas noches, señor Canciller! Mi esposo y otros de sus amigos lo esperan ansiosos en el comedor. No sé qué asunto los tiene muy intrigados. Vaya, vaya, nomás. Yo me encargo de su mujercita.

Impaciente por discutir los temas que le interesaban, Eloy saludó a las damas y se evadió rumbo a la sala. Al verlo desaparecer tras los cortinados, Regina adoptó una actitud más confidente, tomó del brazo a Micaela y la guió al estudio de su padre.

—¡Por fin llegaste, querida! —exclamó, una vez cerrada la puerta—. Pensé que ya no venías. Necesito hablar con vos. ¡No sabes la noticia que voy a darte! ¡Estoy que no puedo con la impaciencia!

—Vas a tener que contenerte un poco más. Debo saludar a los invitados. Ni siquiera le dije feliz cumpleaños a mi padre. Además, Moreschi debe de estar esperándome para...

—¡Qué importa todo eso con lo que tengo para decirte!—se exasperó la mujer—. ¡Ya te conseguí amante!—remató.

Micaela se desorientó, pero luego, al recordar la lista de pretendientes de días atrás, rió con ganas, y Regina se ofendió.

—No te vas a reír cuando lo veas —vaticinó la mujer—. Yo misma te lo voy a presentar.

—¿Está aquí, en la fiesta?

—Sí, acabo de conocerlo. No perdamos tiempo; ya me di cuenta de que hay varias interesadas en él.

Micaela y Regina abandonaron el estudio y se dirigieron a la sala. Había mucha gente y resultaba difícil caminar a gusto; gran parte de los comensales se había agolpado en la puerta del comedor ante la inminencia de la cena.

—¡Señora Cáceres! —llamó Harvey, y las obligó a detenerse.

En medio de gestos de hastío por parte de Regina y pellizcos de Micaela, saludaron al inglés, que, sin inmutarse por la presencia de la señora de Alvear, reanudó sus lisonjas e insinuaciones, y pidió a Micaela que le concediera el primer vals.

—Con su permiso,
mister
—intervino Regina—, pero esta noche, mi amiga está destinada a otros menesteres. No insista.

Nathaniel contempló a Micaela, que se dejaba arrastrar por su amiga, mientras volteaba y le echaba vistazos de niña avergonzada. Harvey insultó por lo bajo.

—¿Cómo has sido capaz de hablarle así al señor Harvey, Regina? —se enojó Micaela—. ¿No te das cuenta de que es el mejor amigo de Eloy?

—Justamente, por ser el mejor amigo de tu esposo debería mirarte como a una hermana y no como a la cereza del postre. ¡Bah! Que no se haga el ofendido, si es más artero que un zorro.

Se toparon con Gastón María y Gioacchina que habían llegado del campo a primeras horas de la tarde. Micaela se alegró al verlos felices y saludables, y con soltura abrazó y besó a su hermano.

—¿Y mi sobrino? Lo trajeron, ¿verdad?—se impacientó.

—Sí, está arriba, en la recámara de tu hermano, con la señora Bennet —respondió la madre—. Si querés, más tarde, te acompaño a verlo. —Lo propuso en un tono dulce y espontáneo que Micaela envidió. "Es perfecta", se dijo.

—Vas a ver a tu sobrino, pero más tarde. Ahora tenés que saludar a otros invitados —insistió Regina, y se alejó con Micaela—. ¡Mira, ahí está! Ese es el hombre ideal para vos —expresó, y señaló a un grupo reunido a unos pasos—. El más alto, el que está al lado de la señorita Ortigoza.

Micaela, divertida con la ocurrencia, se prestó al juego y buscó ansiosa entre los invitados. El más alto, al lado de la señorita Ortigoza. Se aferró al brazo de su amiga al divisar a Carlo Varzi, muy apuesto de
smoking,
que conversaba con soltura a sólo unos metros de ella; varias mujeres lo rodeaban.

—Vamos, Regina, acompáñame arriba —alcanzó a farfullar.

—¡No, que arriba ni arriba!—La guió en dirección al grupo, se abrió paso y plantó a Micaela frente a Varzi—. Disculpe que lo interrumpa, señor Varzi, pero quiero presentarle a Micaela Urtiaga Four, la amiga de quien estuve hablándole.
La divina Tour
—agregó, oronda.


La divina Tour
—repitió Carlo, con una sonrisa—. Un gusto. —Le tomó la mano y apenas la rozó con los labios. Retomó su plática y no la miró nuevamente.

>Al volverle la sangre al cuerpo, Micaela atinó a excusarse y abandonó deprisa el salón. Corrió escaleras arriba y se refugió en su antiguo dormitorio, donde se tiró sobre la cama y se largó a llorar. "¿Por qué estoy llorando?". Hundió la cabeza entre los almohadones y se desahogó. El llanto mermó un rato después y sólo quedaron suspiros quejumbrosos y un fuerte dolor de cabeza.

"¿Acaso ha enloquecido para presentarse con ese descaro en casa de mi padre? ¿Y qué con Gioacchina? ¿Habrá venido a verme a mí? No creo. Si quería verme, ¿por qué esperó tanto tiempo? ¿Por qué no me buscó antes? Está aquí por su hermana, no por mí." La forma en que la había saludado ratificó su presunción, y se desoló. "Jamás voy a poder sacarlo de mi cabeza. No importa qué suceda en mi vida, nunca me olvidaré de él." Mamá Cheia entró en la habitación sin llamar y se sorprendió al verla recostada y con mal aspecto.

—¡Micaela, hace rato que llevo buscándote! Están por sentarse a comer y tu padre está muy ofendido porque no lo saludaste. Apúrate, te esperan.

Se acomodó el peinado, se retocó el maquillaje y alisó el vestido; bajó muy desganada del brazo de mamá Cheia. En el rellano, tropezaron con la Pacini.

—Veo que la encontraste, Cheia. ¿Dónde te habías metido?

Micaela le indicó a su nana que se adelantara, ella y Regina la seguirían en unos instantes. Cheia se alejó refunfuñando y, hasta que no entró en el comedor, Micaela no se animó a preguntar.

—¿Ya se fue el señor que me presentaste?

—¿Por qué se iría? ¿Acaso no es un invitado? Claro que no se fue: está muy ubicado en una de las mesas, junto a tu hermano y su mujer. Acabo de enterarme que es amigo de Gastón María. ¿Nunca lo habías visto? —Micaela apenas sacudió la cabeza—. ¡Qué hombre! Lo viste bien, ¿no? Me di cuenta el impacto que te provocó. ¿Por qué te fuiste, tonta? Tendrías que haberte quedado, para darle charla. Todas están embobadas con él.

—¿De qué hablaba?

—Contaba que es de Nápoles. Su abuelo es dueño de una compañía naviera. Su familia es de las más antiguas de la región. Entre sus ancestros se cuentan muchas personalidades destacadas en el arte y la política. Sus abuelos viven en uno de los palacios más antiguos y lujosos de la región de la Campania.

Ante el asombro por semejante embuste, Micaela no acertó a articular palabra. Regina le mencionó la cena y se encaminaron al salón. La comida resultó un martirio; sin quererlo, una y otra vez sus ojos se volvían hacia Varzi, que, muy animado en la mesa, no le dirigía un vistazo. Pese a la turbación
,
se alegró de que Carlo se hallara cerca de su hermana, aunque fuera como un extraño, y se deleitó al comprobar que a Gioacchina le caía en gracia, pues reía con sus comentarios y lo escuchaba atentamente. No pasaron inadvertidas para Micaela las atenciones que Carlo brindaba a su hermana, como tampoco el brillo de sus ojos cada vez que Gioacchina le hablaba o le sonreía. Trató de combatir los celos, pero no lo consiguió; aprovechó la excusa de las arias que entonaría luego, y se marchó a su alcoba.

No deseaba regresar al salón y, menos aún, de pie frente a los invitados, cantar las arias dilectas de su padre; Varzi la intimidaba como a una niña. Inspiró profundamente, se obligó a tranquilizarse y apeló a la mayor concentración para evitar un bochorno. Sin otra posibilidad, abandonó la habitación.

Distinguió luz en el interior de la recámara de su hermano y se acercó animada por la idea de cargar a su sobrino, pero se detuvo de golpe al columbrar a Varzi con Francisco en brazos y la señora Bennet a su lado. Se escondió tras el dintel para espiar por el resquicio de la puerta. La institutriz comentaba acerca de los adelantos del niño, pero Micaela se abstrajo en la imagen de Varzi que sostenía al bebé sobre su regazo. Le resultó extraño el gesto tranquilo de su rostro y que sonriera todo el tiempo, maravillado. Besó a Francisco repetidas veces y le murmuró cosas imposibles de escuchar.

—Es tan parecido a usted, señor —aseguró la institutriz—. Mire, sus mismos ojos.

—No diga eso, señora Bennet.

Micaela advirtió el cambio en Varzi, la voz más grave y la mirada endurecida, y aguzó el oído para no perder palabra.

—Francisco tiene sus mismas facciones, señor. ¿Por qué no voy a decírselo si es la verdad?

—Porque yo soy igual a mi padre.

La mujer, desorientada, recibió al niño.

—Como siempre, señora Bennet, estaremos en contacto. Cualquier cosa, me avisa. —Carlo sacó la billetera y dejó dinero sobre la cama—. ¿Mi cuñado trata bien a Gioacchina? Quiero decir, ¿le pega o le grita?

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