—Vamos, Regina. Determinadas personas ni siquiera valen la pena. —Al llegar al recibo, le indicó—: Espérame en el coche; busco mis guantes y mi sombrero, y te alcanzo.
Se dirigió a su recámara por la zona de servicio para evitar la sala. En el corredor, se ocultó tras un mueble al atisbar que Nathaniel y Eloy se aproximaban, y, aunque hablaban a media voz, le resultó evidente que discutían. Entraron en el despacho, y Micaela se sorprendió cuando su esposo tomó a Harvey por el brazo y lo empujó dentro.
—Te dije que no quería volver a verte en mi casa —lo escuchó decir en un susurro.
Por más que Micaela se afanó sobre la puerta, el grueso roble y las voces contenidas le impidieron entender palabra. Marchó al encuentro de Regina sumida en dudas. ¿Eloy se habría dado cuenta de la clase de persona que era su amigo? ¿Ralikhanta le habría contado que hacía tiempo la molestaba con propuestas indecorosas? ¿O se habrían peleado por cuestiones de negocios?
El chofer le entregó un pañuelo oscuro y le pidió que se cubriera los ojos. Micaela lo miró divertida, tomó la venda y, sin hacer comentarios, se la ató detrás de la cabeza cuidando de no aplastar el tocado del sombrero. Se relajó en la parte trasera del automóvil, complacida con la brisa que entraba por la ventanilla, pues el calor del verano y la intriga por la sorpresa la habían agitado, y gotas de sudor le corrían entre los senos. Tanteó la escarcela, sacó la pequeña botella
Lalique
que su maestro le había regalado y se perfumó generosamente.
Sabía que lucía bien, el vestido le sentaba magníficamente, en opinión de Regina, y el cabello suelto, con marcadas ondulaciones, complacería a Carlo tanto como cuando la obligaba a soltárselo y a pasearse desnuda delante de él, con el único afán de solazarse con su belleza y su garbo, hasta que, dominado por el deseo, le saltaba encima y la tumbaba en la cama.
El automóvil se detuvo. El chofer la ayudó a descender y la guió con cuidado hasta unos escalones. Escuchó que se abría una puerta, que el hombre la instó a trasponer, y debió caminar un poco más antes de que la dejase sola. No quiso sacarse la venda y esperó que Carlo lo hiciera, porque sabía que lo tenía enfrente, habría reconocido su loción de lavanda en cualquier sitio. Estiró la mano y le acarició la mejilla recién afeitada, suave y fragante. Carlo le quitó el pañuelo y aguardó a que se acostumbrara a la media luz.
—El Carmesí —murmuró ella, con una sonrisa y la mirada brillante.
Había cambiado. Las mesas, dispuestas en otro sector, descollaban sin manteles, pintadas de negro; las lámparas ya no estaban cubiertas por gasas rojas y habían quitado la alfombra carmesí que cubría los peldaños de la escalera. Y, por sobre todo, la ausencia de Tuli disfrazado de mujer, de las muchachas, con sus boas hasta el piso y los ojos pesados de maquillaje, de Mudo y Cabecita atentos en la puerta y de Cacciaguida al piano, la llenó de tristeza.
—Baila conmigo, Marlene —ordenó Varzi, y la tomó por la cintura con la ferocidad de la primera vez, a sabiendas de que le hacía doler, que su fuerza la debilitaba, pero tenía que demostrarle su virilidad, su supremacía de macho, y convencerla de que ella le pertenecía, de que no volvería a abandonarlo. Micaela lo amó por eso, por su inseguridad, por desearla tanto, por temer perderla, y lo dejó hacer, pues, en medio de tanta rudeza, interpretó la manera en que Varzi le decía "te amo".
La orquesta ejecutó
La cumparsita,
y luego
El choclo
y
Venus.
Micaela y Carlo se entregaron nuevamente a ese baile de negros, orilleros y putas, hijo bastardo de los lupanares de La Boca, que en su niñez había imitado la coreografía rápida de los duelos a cuchillo, para perder la inocencia años más tarde, volviéndose un lascivo e irrespetuoso que sabía comprender como nadie el deseo reprimido de tanto macho sin hembra, de tanto compadrito sin proezas, de tanta traición y desamor.
Esa danza que, como en sus albores, los había enfrentado en un duelo, ahora los unía en sus cadencias insinuantes y bamboleos concupiscentes, formas sensuales cargadas de erotismo que de manera increíble respetaban una secuencia armónica de figuras rápidas y complejas. Las piernas se dislocaban y entreveraban, buscaban la intimidad del tajo de la falda o de la bragueta del pantalón, trepaban por el muslo arrastrando el vestido o escapaban velozmente al asedio de los pies.
Siguió
Don Juán,
un tango que a Micaela le habría gustado bailar hasta el fin para rememorar las noches del Charonne. Con todo, deseó que no durara mucho; la virilidad de Carlo, comprimida dentro del pantalón, y el brillo lujurioso de su mirada resultaron suficiente preaviso antes de que la arrastrara a la planta alta.
Eloy echó un vistazo al reloj: la una de la tarde. Todavía le quedaban asuntos importantes en la Cancillería, pero no tenía cabeza para nada, sólo para Micaela. ¡Qué linda estaba esa mañana! La había espiado mientras tomaba un baño y cantaba a media voz un aria de Verdi, y también cuando, al salir de la tina, con el agua aún escurriéndole sobre la piel satinada, en medio de la inocencia de creerse sola, le exhibió la magnificencia de su cuerpo virginal, puro como una rosa blanca, exquisito como fruta madura.
Cáceres se rebulló en la silla, cerró los ojos y las imágenes retornaron a la hora del desayuno, donde lo había embriagado su perfume, y el brillo de su cabello blondo lo había arrobado. Le preguntó nimiedades sólo para escucharle la voz, para verle el movimiento de los labios y el de la lengua cuando se los humedecía. Y la interrupción de la Pacini sirvió para que Micaela abandonara la mesa y él se regodeara con el meneo natural de sus caderas, exacerbado por el corte del vestido blanco. Se complació en la seguridad de que su esposa aún lo aguardaba, pura y sin mancha. "Es una santa atrapada en el cuerpo de una pecadora", repetía, y se vanagloriaba de su suerte, convencido de que le pertenecía por completo y de que sólo él la exploraría hasta caer ebrio de placer. Sí, Micaela aún lo aguardaba, pero no necesitaba seguir haciéndolo.
Salió del despacho y le ordenó a su asistente que cancelara los compromisos de la tarde.
—Hasta el lunes —saludó.
—Hasta el lunes, Canciller —atinó a contestar el atónito empleado.
En el trayecto a su casa, se preguntó si Micaela habría regresado de sus compras; ni siquiera había tenido tiempo de darle el dinero, cuando volvió a la sala, Micaela y la Pacini ya no estaban, en cambio, se topó con Harvey y su sonrisa insolente. Pero no recordaría asuntos penosos, esa tarde volvería a la vida a manos de su mujer, volvería a ser un hombre normal, sin tormentos ni traumas. Hacía varias noches que no tenía pesadillas ni despertaba sacudido por Ralikhanta, tampoco lo dominaban la ira y el desprecio, se sentía en paz, sin necesidad de represalias. Micaela le había devuelto la esperanza. Se maldijo por el tiempo perdido, por los momentos de confusión, por las mentiras, por el engaño.
Al llegar a su casa, despachó el auto oficial e indicó que no lo necesitaría hasta el lunes a las ocho de la mañana.
—Vaya nomás, Funes, descanse un poco que se lo ha ganado —agregó.
—Gracias, Canciller —acertó a decir el hombre, asombrado.
Encontró a Cheia que acomodaba flores en un jarrón de la sala y enseguida notó la turbación de la mujer al verlo.
—Canciller —dijo—, pensé que no venía a almorzar. Si quiere le mando a calentar el guiso y el pastel de papas.
—No, gracias. ¿Y la señora? ¿Está en su dormitorio?
—¿La señora? Eh... No, bueno, usted sabe, ¿no? La señora de Alvear vino a buscarla esta mañana y se fueron de compras. Todavía no volvió.
Apareció Ralikhanta que trató de escabullirse antes de que el patrón lo viera.
—¡Ralikhanta! —llamó Cáceres, de mal modo, como solía hacer—. ¿Sabes a dónde pensaba ir de compras la señora? —El indio negó con la cabeza—. ¿Y no te pidió que fueras a buscarla en algún momento? —Volvió a negar, y a Eloy comenzó a esfumársele la alegría con la que había llegado al hogar.
Cheia, que presenciaba la conversación sin entender palabra, pues Cáceres se dirigía a Ralikhanta en hindi, presagió una tormenta y, cuando el patrón le comunicó que iría a buscar a su esposa a lo de Alvear, cambió de parecer y presagió un terremoto, pues, sin que su niña le hubiese contado nada, ella intuía que esa salida con la señora Regina era puro invento, y que más bien olía a
cafishio
vicioso.
—Vamos, Ralikhanta, llévame tú que despedí al chofer de la Cancillería.
En la mansión Alvear, el ama de llaves le informó que la señora Regina dormía la siesta y que había pedido no ser molestada. Humillado, Cáceres le preguntó por su esposa.
—La señora Micaela se fue al mediodía, señor, y no sabría decirle adonde.
—¿La llevó el chofer de la señora de Alvear? Quizá podría hablar con él.
—No, Julio no salió para nada. Me pareció que la esperaba un coche en la puerta.
Eloy luchaba por mantener la compostura, no obstante y más allá de los esfuerzos, se le habían coloreado las mejillas y tenía la frente perlada de sudor.
—Llévame a lo de Urtiaga Tour —ordenó al indio—, tal vez esté con su maestro.
Otilia se alegró de ver a su sobrino, a pesar de que, según aclaró, debería estar ofendida porque últimamente no la visitaba; de todos modos lo disculpó, segura de que su desaprensión no se debía a la falta de cariño sino a la falta de...
—¿Micaela está aquí? —la interrumpió Cáceres.
—No, querido, no vino en toda la mañana.
—¿Y Moreschi?
—Según me comentó Rafael, lo invitaron a pasar el día a una quinta en Belgrano; va a volver a la hora de la cena. ¿Qué pasa, querido? ¿No encontrás a tu esposa? Debe de estar con Ralikhanta en algún almuerzo de beneficencia o en una tertulia lírica de las que es
habitué.
—Ralikhanta no está con ella, tía, está conmigo, esperándome en el coche.
—Ah —esbozó Otilia—. Veo que el asunto es más grave de lo que pensé. No descuides a tu mujercita, Eloy. Cuando la encuentres, dale un buen sermón; una señora bien, una señora de su casa —agregó, vehemente—, no puede desaparecer sola, sin su chofer y sin que nadie sepa dónde está. Te repito, querido, vigilala de cerca, es una joven acostumbrada a hacer de su vida lo que quiere y eso no es lo que la gente espera de la esposa del Canciller de la República.
Eloy dejó lo de Urtiaga Four maldiciendo en voz baja y no simuló la furia que lo embargaba cuando le ordenó a su sirviente que lo condujera a todos los lugares que acostumbraba a ir Micaela.
—Y más vale que no te olvides de ninguno —espetó.
Ralikhanta, sumiso y silencioso, lo llevó al conservatorio, al teatro y a la sede de las Damas de la Caridad. En cada sitio, Eloy se tragó el orgullo y preguntó por Micaela, soportó los gestos de asombro y atendió pacientemente los comentarios malintencionados. Al terminar el periplo, su estado de ansiedad y rabia era tal que habría estrangulado a su esposa de tenerla enfrente.
—Volvamos a la casa, señor —sugirió el indio—. Quizá la señora Micaela ya llegó.
Eloy aceptó la idea con un gruñido y, en lo que duró el viaje, se dedicó a elucubrar ideas negras acerca del paradero de su esposa, ideas que se oscurecieron aun más cuando Cheia, con la voz temblorosa y estrujándose las manos, le dijo que la señora no había llegado.
—Está bien, Cheia, puede retirarse. —Esperó a que la mujer hubiese desaparecido para dirigirse a Ralikhanta—: No salgas a ningún lado, quizá te necesite más tarde. —Dio media vuelta y se internó en la casa.
Entró sin hesitar en el cuarto de Micaela. En el aire aún flotaba su perfume. Fue hasta el tocador, donde esa mañana la había espiado; acarició la esponja marina con la que la vio refregarse y olió las sales con las que había aromatizado el agua tibia. Salió del baño loco de desesperación. Miró en derredor, buscándola, y se detuvo en el
secrétaire,
un regalo que su abuelo le había hecho a tía Otilia y que él en su adolescencia se había hartado de hurgar. ¿Estaría la copia de la llave donde siempre la escondía? Retiró el mueble de la pared y la encontró sobre el zócalo de madera, llena de polvo y pelusas. Abrió el mueble y escrutó con atención las cosas que saltaban a la vista: una pluma, papel, sobres, un abrecartas de oro, un secante y un tintero, todo ordenado y limpio. Curioseó los pequeños cajones uno a uno sin hallar nada interesante: un cofre con alhajas, botellas de perfume vacías, cepillos y peines de marfil, un espejo y sujetadores para el cabello. El último cajoncito no cedió, y Eloy recordó que, años atrás, le había llevado un tiempo descubrir la traba secreta. ¿Dónde estaba? Quitó el cajón de la derecha y tanteó el fondo hasta dar con el engranaje y accionarlo.
—¡Eso es! —exclamó, al escuchar el chasquido.
Micaela lo usaba para guardar correspondencia. ¿Quién le habría enseñado el lugar secreto del mecanismo? Caviló unos segundos, mientras husmeaba los papeles, y coligió que no resultaba extraño que lo hubiese descubierto ella misma, después de todo, ¿qué mujer no tenía un
secrétaire
con trabas ocultas?
Se concentró en las epístolas, casi todas en francés, unas pocas en italiano, en general de tenores y sopranos famosos y de empresarios líricos, algunas firmadas por una tal madre superiora que escribía desde Vevey, y por último, una de Gastón María, que se refería a él como "el estirado y pulcro Canciller". Tuvo un mal presentimiento al ver un atado de esquelas medio escondido en el fondo.
"Amor mío, nada me molesta tanto como escribirte estas líneas para decirte que mi regreso a Buenos Aires no es posible todavía...Te extraño tanto que casi no duermo de noche, y de día me cuesta pensar en los negocios; siempre estás ahí, en mi cabeza, volviéndome loco... Sueño con nuestro reencuentro. C.V. "
Se mordió los labios para no gritar, hizo un bollo la carta y la arrojó contra el mueble; la recogió casi de inmediato y volvió a detenerse en algunas frases.
Amor mío... Te extraño tanto... Amor mío... Sueño con nuestro reencuentro... Rosario, 9 de diciembre de 1915. Tan sólo unos días atrás. Se le descompuso el semblante y empezó a llorar impulsado por la rabia y el odio. "¡Tan sólo unos pocos días atrás!", repitió, chirriando los dientes. " Hoy, a las 15 hs... En medio de tanta gente, yo era el único que podía gritar esa mujer es mía. C.V.
"
Cáceres se arrastró hasta el sillón ahogado en llanto, envenenado por su resentimiento, y descargó la mezcla de dolor y odio que le asolaba el alma. Lloró sin control hasta que el tormento cedió y respiró normalmente. La calma imperó en él y, con la parsimonia y flema de costumbre, acomodó las cartas y cerró el
secrétaire.
Abandonó la habitación a paso tranquilo, sin mirar atrás al cerrar la puerta.