Marea estelar (54 page)

Read Marea estelar Online

Authors: David Brin

BOOK: Marea estelar
6.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dennie asintió, frotándose los ojos.

—¿Puedes quedarte un momento con ella, Sah'ot? —preguntó mientras nadaba hacia la unidad de transmisiones. El stenos asintió con la cabeza.

—Sería un placer, Toshio. Esss mi turno de divertir a la dama. Pero desgraciadamente vas a necesitarme para que traduzca.

Toshio le miró sin comprender.

—Es el capitán —le informó Sah'ot—. Creideiki quiere hablar con vosotrosss dos.

Quiere que le ayudemos a ponerse en contacto con los tecno-habitantes de este mundo.

—¿Creideiki? ¿Llamando aquí? ¡Pero si Gillian dijo que había desaparecido! —La frente de Toshio se arrugó cuando la frase de Sah'ot penetró por completo en su cerebro—. Tecno... ¿Quiere hablar con los kiqui?

—No, señor —Sah'ot sonrió—; ellos difícilmente cumplen los requisitos, mi intrépido jefe militar. Nuestro capitán quiere hablar con mis «voces». Quiere hablar con los que habitan ahí abajo.

82
TOM ORLEY

El Hermano de las Doce Sombras canturreaba suavemente. Su placer se expandía a través de las aguas que lo rodeaban, bajo la alfombra de hierbas. Nadaba alejándose del lugar de la emboscada, dejando tras él el menguante sonido de las víctimas que estaban muriendo.

La oscuridad que reinaba bajo las hierbas no le molestaba. La falta de luz nunca producía desagrado a un Hermano de la Noche.

—Hermano de la Tenebrosa Penumbra —siseó—, ¿te regocijas cuando actúo?

De alguna parte a su izquierda, por entre las colgantes cepas marinas, llegó una alegre respuesta.

—Me regocijo, Hermano Mayor. Ese grupo de guerreros paha nunca volverá a hincar la rodilla ante las perversas hembras soro. Demos gracias a los antiguos señores de la guerra.

—Se lo agradeceremos en persona —respondió el Hermano de las Doce Sombras—, cuando esos medio sensitivos terrestres nos digan el emplazamiento de la flota reaparecida. De momento, agradezcamos a nuestros difuntos tutores, los Cazadores de la Noche, que hicieran de nosotros unos guerreros tan formidables.

—Se lo agradezco a sus espíritus, Hermano Mayor.

Siguieron nadando, separados por los sesenta cuerpos de distancia exigidos por la doctrina de la escaramuza subacuática. El precepto resultaba inconveniente con todas aquellas hierbas a su alrededor, y el agua resonando de una forma extraña, pero la doctrina era la doctrina, tan incuestionable como el instinto.

El Hermano Mayor escuchó hasta que cesó el último ruido producido por los esfuerzos de los paha para no perecer ahogados. Ahora, él y su compañero podían nadar hacia uno de los restos flotantes, donde seguramente les esperaban nuevas víctimas.

Era como recoger los frutos de un árbol. Incluso guerreros tan poderosos como los tandu quedaban reducidos a vacilantes bobalicones sobre aquella alfombra de dañina yedra; ¡pero no los Hermanos de la Noche! Adaptables, mutables, ellos nadaban por debajo, surgiendo sólo para causar estragos.

Las hendiduras de sus agallas palpitaban, succionando el sabor metálico del agua. El Hermano de las Doce Sombras detectó una mancha que denotaba un contenido superior de oxígeno en aquel sector y dio un breve rodeo para atravesarla. Mantener la doctrina era importante, en efecto, pero allí, bajo el agua, ¿qué podía dañarlos?

De repente, a su izquierda, se produjo una conmoción de sonidos estrepitosos, un grito breve, y luego silencio.

—Hermano Menor, ¿qué ha sido ese alboroto? —gritó en la dirección en que había estado su compañero superviviente. Pero las palabras se transmitían con dificultad bajo el agua. Esperó con creciente ansiedad —¡Hermano de la Tenebrosa Penumbra!

Se sumergió bajo un amasijo de zarcillos colgantes, asiendo un disparador de flechas en cada una de sus cuatro mano-herramientas.

¿Qué podía haber vencido, allí abajo, a un luchador tan formidable como su hermano menor? Estaba seguro de que ninguno de los tutores o pupilos que conocía era capaz de hacer tal cosa. Y un robot habría disparado sus detectores de metal.

De pronto, se le ocurrió que los medio sensitivos «delfines» podían llegar a ser peligrosos en el agua.

Pero no. Los delfines eran respiradores de aire. Y eran grandes. Rastreó el área a su alrededor y no oyó reverberaciones.

El Gran Hermano, que comandaba los restos de su flotilla desde una caverna en una pequeña luna, había sacado la conclusión de que los terrestres no se encontraban en aquel mar septentrional, pero decidió enviar un pequeño navío para hostigar al enemigo y observar. Los dos hermanos que estaban en el agua eran los únicos supervivientes. Todo lo que habían visto sugería que la presa no se encontraba allí.

El Hermano de las Doce Sombras rodeó a toda velocidad los márgenes de una charca abierta. ¿Se habría perdido su joven hermano en esas aguas abiertas y había sido abatido por un andador de superficie?

Nadó hacia un tenue sonido, con las armas preparadas.

En la oscuridad, sintió ante y encima de él un cuerpo voluminoso. Gorjeó, y se concentró en los complicados ecos.

Al regresar, los sonidos le indicaron sólo una gran criatura en las proximidades, inmóvil y silenciosa.

Se lanzó hacia adelante, agarrando su presa, y gritó, mientras las pulsaciones del agua atravesaban las hendiduras de sus agallas.

¡Voy a vengarte, Hermano!

¡Voy a matar a todos los que piensan en este mar!

¡Voy a cubrir de tinieblas todos los que tienen esperanzas!

¡Voy a...!

Entonces se produjeron fuertes salpicaduras. Dejó escapar un pequeño sonido «urk» cuando algo pesado cayó desde arriba sobre su costado derecho y le envolvió sus largos brazos armados.

Mientras el Hermano de las Doce Sombras se debatía, comprendió estupefacto que su enemigo era un humano. Un medio sensitivo de piel frágil, ¡un lobezno humana!

—Antes de hacer todas esas cosas, hay una que debes hacer primero —la voz raspaba en Galáctico Diez, justo detrás de sus órganos auditivos.

El Hermano gimió. Algo ardiente y puntiagudo taladraba su garganta cerca del cordón nervioso dorsal.

Oyó que su enemigo decía, casi compasivamente:

—Primero vas a morir.

83
GILLIAN

—Todo lo que puedo decirte, Gillian Baskin, es que él sabía cómo encontrarme. Llegó hasta aquí montado en un «andador», y me habló desde el pasillo.

—¿Creideiki estuvo ahí? Tom y yo imaginábamos que habría deducido que teníamos un ordenador privado de alto nivel, pero que le sería imposible localizarlo.

—No es una gran sorpresa, doctora Baskin —interrumpió la máquina Niss, tapando su falta de cortesía con un diseño tranquilizador de imágenes abstractas—. Es evidente que el capitán conoce su nave. Esperaba que adivinara mi localización.

Gillian se sentó junto a la puerta y movió la cabeza.

—Tenía que haber venido cuando enviaste la primera señal. Quizás hubiera sido capaz de detenerle antes de que se marchara.

—No es culpa suya —respondió la máquina, con una sensibilidad que no le era característica—. Me habría mostrado más insistente en mi petición si hubiera considerado que el caso era urgente.

—Oh, seguro —dijo Gillian con sarcasmo—. ¡No hay ninguna urgencia cuando un valioso oficial de la flota sucumbe a la presión del atavismo y decide perderse en un mortal yermo alienígena!

Los diseños abstractos empezaron a bailar.

—Está usted equivocada. El capitán Creideiki no ha sido víctima de una regresión esquizofrénica.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Gillian acaloradamente—. Más de una tercera parte de la tripulación de este navío muestra los síntomas desde la emboscada de Morgran, incluyendo a casi todos los fines que tienen injertos de stenos. ¿Cómo puedes decir que Creideiki no ha experimentado una regresión después de todo lo que ha sufrido? ¡Cómo puede practicar el Keneenk cuando ni siquiera es capaz de hablar!

—Vino aquí buscando una información concreta —respondió la Niss con voz tranquila—. Sabía que yo tenía acceso no sólo a la microsección de la Biblioteca del Streaker, sino también a la más completa que fue recuperada de la nave thenania. No pudo decirme qué era lo que quería saber, pero encontramos un modo de saltar la barrera del lenguaje.

—¿Cómo? —preguntó Gillian, fascinada a pesar de la cólera y el sentimiento de culpabilidad.

—Por pictogramas, representaciones visuales y sonoras de selección alterna que le presentaba en rápida sucesión. Él emitía veloces sonidos de sí o no para indicarme cuándo era más frío o más caliente, como dicen los humanos. Al poco rato era él quien me guiaba, efectuando asociaciones que yo ni siquiera había considerado.

—¿Como cuáles?

Las motas luminosas centellearon.

—Por ejemplo, el modo en que parecen estar relacionados muchos de los misterios referentes a este mundo único, lo extraño que resulta el largo tiempo que este planeta ha permanecido en barbecho desde que sus últimos inquilinos degeneraron y se establecieron aquí para morir, el antinatural nicho ecológico de las llamadas colinas de los árboles taladradores, las extrañas «voces de las profundidades» de Sah'ot...

—Los delfines con un temperamento como el de Sah'ot siempre están oyendo «voces» —suspiró Gillian—. Y no olvides que es otro de esos stenos experimentales. Estoy segura de que algunos de ellos se enrolaron en la tripulación sin realizar el habitual test de resistencia a las tensiones.

Después de una corta pausa, la máquina respondió de manera flemática:

—Hay evidencias, doctora Baskin. El doctor Ignacio Metz, en apariencia, es un representante de un impaciente grupo del Centro de Elevación...

Gillian se puso en pie.

—¡La elevación! ¡Maldita sea! ¡Sé lo que Metz ha estado haciendo! ¿Crees que estoy ciega? He perdido varios amigos muy queridos y camaradas irremplazables a causa de sus locos proyectos. Oh, quería «comprobar en caliente» sus juguetes, de acuerdo. ¡Y algunos de los nuevos modelos se han derrumbado bajo la presión! ¡Pero todo eso se acabó! ¿Qué tiene que ver la elevación con las voces del subsuelo, o las colinas de los árboles taladradores, o la Historia de Kithrup, o nuestro sonriente cadáver Herbie, con este asunto? ¡Todo esto no guarda ninguna relación con el rescate de nuestra gente desaparecida y con que tengamos que largarnos de aquí!

Su corazón latía a ritmo acelerado, y se dio cuenta de que tenía los puños cerrados.

—Doctora Baskin —replicó la Niss con voz suave—. Eso es exactamente lo que yo le pregunté al capitán Creideiki. Pero cuando me mostró dónde encajaba cada pieza, yo también comprendí que la elevación tiene su importancia en todo esto. De hecho, es esencial. Aquí, en Kithrup, está representado todo el bien y el mal de un sistema que cuenta con varios billones de años de antigüedad. Es casi como si los fundamentos de la sociedad galáctica estuvieran siendo juzgados.

Gillian parpadeó ante las imágenes abstractas.

—Que ironía —prosiguió la incorpórea voz— que el problema dependa de ustedes, los humanos, la primera raza de sofontes en muchos eones que afirma poseer una inteligencia «evolucionada».

»Su descubrimiento en las denominadas Syrtes quizás ocasione una guerra que abarque las Cinco Galaxias, o tal vez se desvanezca como tantas otras crisis quiméricas.

Pero lo que ha sucedido aquí en Kithrup se convertirá en una leyenda. Están presentes todos los elementos.

»Y las leyendas tienen tendencia a seguir influyendo en los acontecimientos mucho después de que las guerras se hayan olvidado.

Gillian permaneció con la mirada fija en el holograma durante un buen rato. Por fin, movió la cabeza.

—¿Tendrías la amabilidad de decirme de qué puñeta estás hablando?

84
HIKAHI/KEEPIRU

—¡Debemosss apresurarnos! —insistió el piloto.

Keepiru yacía atado con correas a un porta-doc. Desde la pretina salían tubos y catéteres que lo mantenían suspendido sobre la superficie del agua. El sonido de los motores del esquife llenó la pequeña cámara.

—Debes tranquilizarte —le calmó Hikahi—. El piloto automático se encarga ahora de todo. Vamos tan deprisa como nos es posible debajo del agua. Llegaremos muy pronto.

Hikahi seguía en cierto modo aturdida por las noticias sobre Creideiki, y conmocionada por la traición de Takkata-Jim. Pero por encima de todo, lo que no podía aceptar era la frenética urgencia de Keepiru. Era evidente que éste se movía impulsado por su devoción hacia Gillian Baskin, y que quería regresar en su ayuda al instante, si era posible. Hikahi contemplaba las cosas desde otra perspectiva. Sabía que probablemente Gillian tenía todo bajo control en la nave. Comparadas con los desastres que había imaginado durante los últimos días, las noticias eran casi buenas. Incluso las heridas de Creideiki no podían impedir el alivio de Hikahi porque el Streaker permanecía intacto.

Su arnés silbó. Con un brazo manipulador accionó un mando y le dio a Keepiru un somnífero suave.

—Ahora quiero que duermasss —le dijo—. Tienes que recobrar las fuerzas.

Considéralo una orden si, como tú dices, soy ahora la capitán en funciones.

Los ojos de Keepiru empezaron a cerrarse; sus párpados se unieron poco a poco.

—Lo sssiento, señor. Me... me parece que no sssoy mucho más lógico que Akki.

Siempre estoy causando pro-blemasss...

Su voz se hizo más pesada a medida que la droga hacía efecto. Hikahi nadó casi hasta debajo del amodorrado piloto y suspiró una breve y dulce canción de cuna.

Sueña, defensor,

Sueña con aquellos que te aman

Y bendicen tu valor.

85
GILLIAN

—¿Estás diciendo... que esos karrank%... fueron los últimos sofontes que tuvieron una licencia para el planeta Kithrup, hace cien millones de años?

—Exacto —respondió la máquina Niss—. Fueron explotados de un modo salvaje por sus tutores, y sufrieron mutaciones más allá de los límites permitidos por los códigos.

Según la Biblioteca del acorazado thenanio, fue un gran escándalo en su época. Como compensación, los karrank% fueron liberados de su contrato de aprendizaje y se les otorgó un mundo adaptado a sus necesidades, un mundo con un bajo potencial para el desarrollo presensitivo. Por esa razón, los mundos acuáticos son buenos lugares de retiro. En tales planetas casi nunca surgieron presofontes. Al parecer los kiqui son una excepción.

Gillian paseaba por el inclinado techo de la invertida habitación. De vez en cuando, las paredes transmitían ruidos metálicos que indicaban los últimos ajustes que se realizaban para fijar el Streaker en el interior del Caballo Marino de Troya.

Other books

The Suitcase by Sergei Dovlatov
Penelope by Beaton, M.C.
Falconer by John Cheever
The Empty Mirror by J. Sydney Jones