Mar de fuego (34 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Martí asintió brevemente.

—¿Y luego?

—¿No me dijisteis que nuestro hombre en Kerbala, Rashid al-Malik, está a punto de llegar a Barcelona? Si le convencéis para que nos ayude a fabricar una cantidad de esa arma que él denomina «fuego griego», creo que podremos dar un escarmiento a esos bandidos, cuyo eco resonará en todo el Mediterráneo, desde Barcelona hasta Constantinopla.

Martí y Felet cruzaron una mirada inteligente.

—Eso nos llevará mucho tiempo —opinó Martí, pero Manipoulos porfió en su idea.

—¿Acaso creéis que el tiempo no es igual para todos? Esas cosas requieren su compás y una negociación de ese calibre todavía más. El que mejor lo sabe es Naguib, e incluso debo deciros que si obráramos con prisa y no simulamos un tira y afloja, igual despertaríamos sospechas. Pero, decidme, ¿cuál es el hecho de que habéis hablado y que nos brinda la ocasión de andar por aquellos pagos sin que nuestra presencia inquiete al pirata?

Martí, sabiendo que sus capitanes eran dos tumbas, explicó de una manera somera su entrevista con la condesa.

—Es claro que mi estancia en Apulia será pública y notoria. Cualquier visitante que sea recibido por el duque Roberto Guiscardo no ha de pasar inadvertido.

Felet arguyó:

—Mejor todavía. Cuanto más se hable del hecho en las tabernas del puerto, antes llegará a oídos del pirata que estamos allí. Además le hará comprender que misión tan extraordinaria ha de requerir un tiempo importante.

—Entonces lo primero es aguardar la llegada a Barcelona de Rashid al-Malik, instalarle en el lugar adecuado y darle los medios para que elabore la fórmula que un día os brindó, y que vos, por prudencia, decidisteis olvidar y jamás quisisteis llevar a la práctica.

Martí, dirigiendo la mirada a Manipoulos, indagó:

—Concretad el plan, Basilis. Yo estaré en la corte del Normando y, como comprenderéis, dedicado en cuerpo y alma a la misión que me ha sido encomendada. ¿Qué hacemos entretanto?

—Yo iré en vuestro barco como contramaestre, y en tanto dedicáis vuestro tiempo a la gestión como embajador de la condesa, invertiré el mío en visitar los tugurios de la costa, donde se reúne la escoria del Mediterráneo, para averiguar dónde está retenido el
Laia
y cuáles son las características del lugar.

—¿Y entonces?

—En cuanto conozcamos el lugar sabremos si se le puede sorprender y la manera de hacerlo, y si conviene emplear la fuerza o la sutileza. En ese momento, con la ayuda del invento de Rashid y el valor y la preparación de nuestra marinería, que yo habré escogido y que sabrá que lucha para rescatar a sus compañeros, le daremos a ese hijo de perra tal escarmiento que hará comprender a propios y extraños que no es conveniente atacar navíos que lleven en el palo mayor el gallardete de vuestra flota.

—¿Cuánto tiempo requerirá todo esto? —preguntó Felet.

—El necesario para que Rashid al-Malik elabore su invento. Si lo consigue y nos lo entrega oportunamente, pondremos en marcha el plan que habremos pergeñado.

—¿Y en caso contrario?

—Para pagar un rescate siempre estamos a tiempo.

Felet se removió inquieto en su asiento.

—Y, entretanto, ¿cuál será mi misión? Porque aquí, a la espera y sin nada que hacer, se me comerán los demonios. Bien sabes, Martí, que Jofre es mi amigo.

—Tu misión será la más importante. Quedarás al cuidado de Rashid proporcionándole los medios necesarios y todo cuanto pida a fin de llevar a buen puerto nuestro propósito. Y en cuanto tenga la cantidad que requerimos para acometer el plan de Manipoulos, con el bajel más rápido que tengas deberás enviarme las vasijas de fuego griego. ¿Alguna pregunta?

—Sí, Martí, siendo todo ello materia tan delicada y de tan exquisito trato, ¿dónde crees que se pueda manejar sin peligro y sin que la indiscreción de alguno delate nuestro propósito, desbaratando el plan?

—Mientras hablábamos iba pensando en ello, Felet. Bajo la falda de la montaña de Montjuïc tenemos las cuevas donde guardamos las barricas de vino. Deberás trasladarlas y dejar espacio libre para que Rashid se pueda mover sin impedimento. El lugar es discreto, bien situado y seguro. ¿Queda todo claro?

—Como la mismísima agua —respondieron ambos.

—Entonces, amigos míos, si os parece… Pongámonos en marcha.

39

El viaje de Rashid

El
Stella Maris
, con el gallardete al viento que le acreditaba como nave de la flota del naviero Martí Barbany, estaba en aquel instante echando el hierro frente a la playa de la Barceloneta. Acodado en su borda, un hombre que sobrepasaba de largo la cincuentena observaba la playa con ojos asombrados. Vestía al estilo oriental: caftán de color pardo que le llegaba a las corvas, pantalón ajustado de piel finamente curtida, cubría su cabeza con un turbante y calzaba sandalias de cuero entrelazado que anudaba a sus pantorrillas con cintas del mismo material. El hombre, de luenga barba cana, haciendo pantalla con su mano diestra sobre los ojos, oteaba la playa buscando entre la abigarrada muchedumbre que la poblaba: pescadores, marineros, calafates, mujeres que, sentadas en la arena, arreglaban aparejos y zurcían redes, niños semidesnudos… el paisaje propio de cualquier costa mediterránea, pensó el recién llegado mientras esperaba volver a ver al hombre al que debía la vida de su hermano y el bienestar y la felicidad de ambos.

Apenas la huella del ancla se disolvía en remolinos concéntricos cuando una chalupa con dos bateleros se abarloaba al costado de estribor. El capitán del barco, un atezado chipriota de aspecto imponente, tras cambiar unas palabras con uno de ellos, lo buscó con la mirada; al divisarlo se dirigió hacia él.

—Señor al-Malik, cuando gustéis, todo está dispuesto para que abandonéis la embarcación, ahora hago traer vuestro equipaje y os lo estibarán en la chalupa.

Un grumete, ante la perentoria voz del capitán, partió volando hacia el castillo de popa y al poco unas alforjas de lona y un hatillo de mano estaban colocados en la proa de la pequeña embarcación. Rashid al-Malik, tras depositar los tres ósculos de ritual en las barbadas mejillas del chipriota y desearle felices travesías, descendió por la escala de cuerda que, con un pie, tensaba desde abajo uno de los remeros y ocupó su lugar en el banco de popa de la inestable chalupa.

Lentamente, ésta se fue alejando de la embarcación a golpe de boga de los bateleros. Mientras la imagen del barco se alejaba, la de la playa iba en aumento. A los ojos de Rashid las imágenes se hacían más nítidas y el griterío más ensordecedor. Súbitamente observó cómo la muchedumbre se abría para dar paso a alguien cuya importancia debía de ser grande, ya que sin protesta alguna las gentes recogían sus redes y aparejos e inclinándose respetuosas dejaban el paso libre. Una silla de manos, portada por cuatro hombres descalzos, descansó sobre la arena de la playa y apartando la cortinilla descendió de ella el hombre al que debía todo, Martí Barbany. Rashid no pudo esperar y, apenas la proa de la chalupa se clavó en la arena, saltando la borda donde batían las olas, se precipitó hacia la playa al encuentro de su protector. Martí, que había bajado hasta la orilla, se fundió con él en un sentido abrazo que le trajo viejos recuerdos. Ambos hombres estuvieron un tiempo sin hablar, eran demasiadas las remembranzas. Cuando Martí, tomándolo por los hombros, le obligó a separarse, vio que de los ojos del hombre manaban sendas lágrimas que reflejaban la emoción del momento.

—Jamás pensé que la providencia me reservara, a mi vejez, tamaño premio.

La voz del anciano era ronca y entrecortada.

—Pues ya veis, el destino ha hecho que otra vez nuestros caminos se cruzaran. Pero decidme, ¿cómo está vuestro hermano? ¿Y cómo ha ido el viaje?

—De lo primero os diré que, gracias a vos, vive feliz. Lo veo una vez al año por el ramadán y no hay ocasión en que no acabemos hablando de vos y de los viejos tiempos. En cuanto a la travesía, ha sido buena en general, los hados benéficos nos han acompañado y el viento ha sido nuestro amigo.

—No soy un buen anfitrión, perdonadme, las ganas de abrazaros y de saber de vos han impedido que me olvidara de vuestro cansancio. Debería dejaros reposar de tan larga travesía.

—No lo necesito —repuso Rashid—. Estoy tan ansioso de saber de vos y de vuestras gentes y de esta soñada ciudad, que la curiosidad me tiene en pie.

—Tendremos tiempo para todo, Rashid. Ahora iremos a casa, descansaréis en un mullido lecho, y cuando hayáis reposado, luego de un buen refrigerio, el capitán Manipoulos y yo os homenajearemos como corresponde. Después os haré de guía en esta ciudad de vuestros sueños y también de los míos.

A una breve orden de Martí, dos de los criados que acompañaban la silla recogieron de la arena el equipaje de Rashid y lo colocaron en unas pequeñas parihuelas; ambos hombres se acomodaron en el asiento de la litera, y a una palmada del jefe de la silla la comitiva se puso en marcha.

Martí Barbany estaba reunido con sus capitanes. Lo primero iba a ser presentarles a Rashid, poner en antecedentes al recién llegado de la dificultad en la que andaban metidos y pedirle que, en ausencia de Martí, preparara el fuego griego, a pesar del voto que hizo en su momento, y después organizar la forma de transportarlo. Martí, cuya primera previsión había sido el descanso de su viejo amigo, sabía que dada la gravedad del asunto, la devoción que sentía por él y el justo fin que se pretendía conseguir, colaboraría en todo aquello que contribuyera a llevar a cabo el plan de Manipoulos.

La puerta del gabinete se abrió, y apareció ante los tres reunidos la imagen de un Rashid al-Malik totalmente renovado.

—Parecéis otro hombre, ¿habéis descansado?

—No parezco, señor, soy otro hombre; aunque debo reconocer que el camarote bajo la toldilla era el mejor de la nave que me trajo, la distancia entre el catre, en el que he dormido los últimos meses, y el mullido jergón de la alcoba que me habéis asignado media una diferencia mayor que el espacio de mar que existe entre mi país y Barcelona. Ignoro si he dormido un día o una semana entera, lo que lamentaría profundamente, pero un momento antes de bajar a cenar cometí el error de tenderme a descansar y he dormido hasta que esta mañana vuestro mayordomo me ha despertado.

—Mal anfitrión sería yo si no me ocupara primeramente del descanso de mi huésped.

Luego, dirigiéndose a sus capitanes efectuó las presentaciones.

—Éstos son mis amigos Rafael Munt y Basilis Manipoulos, a los que conocéis por mis cartas.

Y, dirigiéndose a ellos:

—Éste es el famoso Rashid al-Malik. Ya os he contado cómo se cruzaron nuestros caminos en mis primeros años de navegación, y cómo tuvo la generosidad de compatir conmigo un secreto de familia que propició el negocio del aceite negro, y también la fabricación de un arma poderosa capaz de prender el mar en llamas.

Después de que ambos hombres tendieran sus manos al recién llegado, Martí prosiguió:

—Os estábamos aguardando para la cena cuando Andreu Codina me avisó de que os habíais quedado dormido en vuestra cámara; entonces ordené que no se os molestara y que se os dejara hasta que vuestro cuerpo hubiera descansado y os despertara por sí solo.

—Pues creedme que lo habéis conseguido.

—Arribasteis el lunes, habéis dormido un día y medio; imagino que tendréis un apetito de lobo.

—Así es, creo que podría devorar una pata entera de cabrito —afirmó Rashid.

—Pues vamos a ello —propuso Martí—. No sé si Mariona nos habrá preparado tan suculento plato, pero sea cual sea su guiso, será un excelente manjar.

Martí Barbany y sus invitados abandonaron el gabinete y se encaminaron al comedor del primer piso.

Era éste una pieza alargada que daba a la plaza de Sant Miquel. Tres ventanales bilobulados se asomaban a ella y por ellos entraba la luz que iluminaba la estancia durante el día. La mesa podía acoger doce comensales; dos puertas daban paso respectivamente a la escalinata que subía de la planta baja desde las cocinas y a la cómoda salita ubicada a su costado donde normalmente se realizaba la sobremesa. Apoyados en las paredes había un mostrador donde se dejaban las bandejas y un trinchante donde Andreu Codina, el mayordomo, despiezaba la carne.

Los cuatro hombres se sentaron en un extremo de la mesa: Martí presidiendo, Manipoulos y Felet a su izquierda, y a su derecha su invitado, Rashid al-Malik. En pie, aguardando junto al aparador y al trinchante, estaban Andreu el mayordomo; Omar, el liberto, que se iba a ocupar de los caldos y Gueralda, la criada de mediana edad a la que la cicatriz causada por la desafortunada experiencia de Marta con la honda desfiguraba algo el rostro. Cuando los cuatro se hubieron instalado en sus respectivos lugares, y tras llenar las copas de agua y de vino, sirvió Andreu unos cuencos colmados de un sabroso caldo de carne y verdura que, según Rashid, quitaban el sentido.

—Eso es que estáis hambriento —apostilló Martí.

Manipoulos, que solía comer frecuentemente en aquella casa, respondió:

—Estáis acostumbrado a tan buena cocina, Martí, que ya no distinguís lo bueno de lo excelente.

En tanto sorbía el caldo, presumiendo de su vieja amistad, añadió Felet:

—De pequeño ya tenía buen paladar. Cuando nos bañábamos en la playa con Jofre, no sé cómo lo hacía, pero entre cambalaches y apuestas siempre conseguía los mejores bocados.

—Así le ha ido en la vida: él es el hombre más rico de Barcelona y nosotros dos pobres capitanes —apuntó el griego.

Martí sonrió.

—¿No tenéis nada que decir, Rashid?

Este último, que sorbía ruidosamente el cuenco de sopa, limpiándose los labios con la bocamanga, alegó:

—Perdonadme, pero con tanta hambre no tengo tiempo para trivialidades.

El ágape transcurría entre el trajín diligente de los criados. Destacó entre los diferentes platos un guiso de ciervo acompañado de un exquisito hojaldre, que los cuatro despacharon con una pequeña horquilla de dos puntas y ayudándose de sus respectivas navajas. Finalmente se sirvieron cuencos de fruta cortada y natilla. Cuando terminaron, Martí sugirió que pasaran a la salita adjunta para poder charlar más cómodamente y ordenó a Omar que Marta acudiera un instante para saludar a su huésped.

Apenas se habían instalado en unos bancos cuando en la puerta apareció Marta. Estaba muy bella con un traje verde de cuadrado escote; llevaba el pelo recogido en dos moñitos a los costados de su cabeza, y en los pies unos escarpines del mismo color que el vestido con el ribete más oscuro y las puntas ligeramente levantadas.

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