Mar de fuego (32 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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»En aquel instante, Conrad acercó un vaso con un espeso mejunje a los labios de su señor, que parecía desfallecer, y le obligó a tragar. Al cabo de poco la pócima hizo efecto y pudo proseguir.

»—Tres son mis enemigos y a cada uno he de pagar con la misma moneda. Quiero la muerte para Martí y para el cura, y la quiero tan terrible como lo está siendo la mía. En cuanto a la condesa, algo hay para ella más aterrador que morir, y es perder el poder. Harás lo posible para vengarme de cada uno de ellos.

Al oír esto, el rostro de Pedro Ramón adquirió la palidez del mármol y una curva sonrisa asomó en sus labios.

Mainar prosiguió:

—La voz del moribundo se debilitaba: «El día anterior al intento de acabar con todo, entregué a mi secretario una escarcela con dos carpetas en las que se hallaban mis instrucciones. Todo está escrito. En la segunda encontrarás un plano con ciertos procedimientos y medidas; en el jardín de lo que era mi casa oculté hace tiempo una gran cantidad de mancusos de oro por lo que pudiera ocurrir tras la
litis honoris
; deberás desenterrarlos en su momento y emplearlos en favorecer la causa del primogénito, del que siempre fui adicto y él lo sabe; con ello perjudicarás a la impostora y ayudarás al condado. Haz lo que creas oportuno para lograrlo, confío en ti como confié en tu padre, pero no uses mi nombre pues la gente huye del que cae en desgracia. Pero deberás introducirte en Barcelona y hacerte con una posición que te permita acercarte al primogénito, Pedro Ramón, al que siempre serví fielmente. Por otra parte no olvides que mi venganza es la tuya pues de alguna manera los responsables directos o indirectos de la muerte de tu padre fueron los mismos. Ésta es mi última voluntad».

Tras estas palabras el silencio cayó sobre los reunidos. Después Pedro Ramón habló.

—¿Qué impedía a Montcusí avalar vuestra presencia en un pergamino con su sello?

—El sello estaba en la casa y la casa ardió. Además, su deseo era que su nombre no fuera usado.

Otra larga pausa. El heredero habló de nuevo.

—¿Y qué os impide quedaros con todo?

La mente de Mainar giraba como aspas de molino.

—Tengo lo suficiente, señor. No ambiciono más dinero si os sirvo fiel y cumplidamente. Estoy seguro de que vuestra magnanimidad sabrá recompensarme para que pueda cumplir con mi Orden y mi ambición es otra. Hay algo que todo buen hijo debe hacer, y es vengar la muerte de su padre, asesinado a traición. Por lo que he conseguido que la Orden me dé licencia para acabar con Martí Barbany, cuyos barcos perjudican nuestro comercio de Levante, y con su consejero Eudald Llobet, ambos responsables de mi orfandad.

Mainar no dio más detalles sobre dicha circunstancia, aunque la conocía bien. La noche que murió, su padre debía acabar con la vida de Martí Barbany, quien se había atrevido a convocar una
litis honoris
contra Montcusí. Y lo habría logrado de no haber sido por aquel maldito clérigo, que le arrojó una pesada maceta de piedra desde el alféizar de una de sus ventanas

—Tal deseo os honra —afirmó Pedro Ramón, quien, tras una pausa, añadió—: Es únicamente una suposición… Si yo encargara algo contra la que pretende violentar nuestras leyes arrebatándome mis derechos, ¿me podríais ayudar?

Los ojos de Mainar reflejaron el placer que le producía el hecho de que el heredero le pidiera algo.

—Si dicho acto supusiera algún beneficio para la Orden, estoy seguro de que podría convencer al Supremo Guía.

—¿Aunque sea quien es en la corte? —inquirió Pedro Ramón.

—Para nosotros nadie es más alto que otro: la muerte nos iguala a todos, no olvidéis que todos acabamos siendo la misma ceniza y que a todos finalmente nos cubre la misma tierra.

El príncipe se puso en pie y con él lo hicieron Marçal de Sant Jaume y Simó. Mainar entendió el mensaje e hizo lo propio.

—Mainar, ésta ha sido una de las veladas más gratas que he tenido últimamente. Tendréis noticias mías a través de mi amigo, el caballero de Sant Jaume. Si al final os encomiendo la misión que me ronda por la cabeza y la lleváis a cabo con éxito, os aseguro que cuando llegue a reinar pedidme lo que queráis y os será concedido —prometió el heredero.

—Confío en vuestra generosidad y sé que mi gratificación estará acorde y en proporción al servicio que os brinde.

En aquel instante, Pedro Ramón habría prometido la luna si se la hubieran pedido. Luego, dirigiéndose a Marçal, añadió:

—Y vos recoged el maravilloso presente que nos ha brindado la gratitud de nuestro antiguo servidor y la honradez del nuevo y guardadlo hasta que yo decida a cuáles de mis obras piadosas ha de ser destinado.

37

La petición de Martí

Martí Barbany aguardaba audiencia en la antesala de la poderosa condesa de Barcelona, Almodis de la Marca. Mientras esperaba, contempló su imagen en uno de los espejos de la estancia. Ya en la media treintena se mantenía fuerte: su actividad constante y sus morigeradas costumbres coadyuvaban a ello. Podía afirmarse que aparte de unas sutiles arrugas en el borde de sus ojos y las canas que veteaban su cabellera, su fisonomía había cambiado poco con los años. En tanto sus pasos medían la estancia arriba y abajo, volvía a su mente el recuerdo, ya lejano, de la primera vez que sus pies pisaron el entarimado del gran salón para atender la llamada de la señora. De aquel muchacho soñador al hombre actual mediaba un abismo: no eran sólo los años los que envejecen al hombre, sino las tristes experiencias de la vida. El paso de los días, los trabajos y sufrimientos habían troquelado su perfil y endurecido su carácter. Pero ahora sólo una preocupación enturbiaba su alma: su hija Marta. La muchacha era en aquel momento la máxima preocupación de su itinerante existencia y el motivo principal de su visita a palacio.

En tanto el chambelán se disponía a introducir al visitante, Almodis sintió curiosidad por ver de nuevo al hombre que tanto había contribuido a engrandecer la ciudad, cuyas experiencias tantas pasiones habían desencadenado y al que no había vuelto a ver desde la botadura del
Santa Marta
.

Al ver la tranquilidad que denotaba la figura del recién llegado que se recortaba en el marco de la puerta, la condesa también recordó la primera vez que el joven Barbany traspasó la cancela de su salón. Del muchacho que acudió a su presencia entonces al hombre que en aquellos momentos entraba por el fondo de la gran estancia, mediaba una distancia mucho mayor que los años que separaban ambas fechas.

Martí, totalmente vestido de negro, juboncillo, calzas y medias al igual que borceguíes de los que únicamente destacaba una hebilla de plata, acudía a visitar a su condesa con una muy meditada pretensión surgida del deseo de proporcionar a su querida hija un glorioso futuro a la vez de guardarla, en la que preveía una larga ausencia, de los riesgos de una cada vez más peligrosa Barcelona.

—Acercaos, Martí —dijo la condesa, con una sonrisa—. Cuando Eudald me pidió audiencia para vos, me alegró tener ocasión de veros de nuevo. ¿Qué venturosa circunstancia os trae a mi presencia?

El hombre se llegó hasta la tarima donde se ubicaba el pequeño trono de la condesa y con un airoso gesto de cortesano seguro de sí mismo, se inclinó ante la dama y aguardó su venia para incorporarse.

—Alzaos. Y sea cual sea el motivo, mi gozo es inmenso al reencontrar al amigo.

—Señora, me honráis en exceso; no hay título más ilustre en todo el condado que el de ser llamado amigo vuestro.

Barbany, ya incorporado, aguardó a que Almodis dispusiera el modo de la entrevista.

—Sentaos en el escabel, no creáis que pienso dejaros ir fácilmente… Sois tan caro de ver que un día que os tengo pienso abusar de la circunstancia. No os prodigáis demasiado y olvidáis a vuestra condesa, que por otra parte, tal como le dije a Llobet, también deseaba veros.

Mientras obedecía la orden y ocupaba el asiento que se hallaba a los pies de la señora, Martí se excusó:

—Os debo demasiado, condesa. Si no he venido anteriormente ha sido por no entorpecer vuestro quehacer cotidiano que, me consta, es intenso.

—Imagino que este infundio os lo ha comunicado nuestro común amigo, el padre Llobet.

—Puede que así sea, pero es de todos conocido que las horas del día no os alcanzan para llevar a cabo vuestras obras pías y vuestras múltiples tareas.

—Motivo de más para que me tome la licencia de charlar con uno de los pocos amigos que me quedan y en el que puedo confiar —repuso Almodis.

—Señora, bien sabéis que soy vuestro más fiel y seguro servidor.

—Bien, Martí, no quiero ser egoísta. Luego satisfaréis mi curiosidad sobre vuestros viajes, pero repito, ¿qué venturosa circunstancia os ha traído hoy a mi presencia?

Martí jugó con la gorra de terciopelo que descansaba en sus rodillas y buscó las palabras apropiadas para mejor exponer sus deseos.

—Tristemente, señora, la circunstancia no es venturosa, pero de cualquier manera celebro y valoro el honor que me dispensáis.

La condesa recompuso el gesto, atenta a lo que ese hombre, cuya lealtad estaba fuera de toda duda, había venido a exponerle.

—Os escucho, Martí.

—Como sabéis, señora, perdí a mi mujer de parto y a la vez a mi heredero que nació muerto.

Almodis parpadeó un instante.

—No ignoro esa desdicha, Martí, y oportunamente os hice llegar mis más sentidas condolencias a través de nuestro buen amigo y confesor, el padre Llobet.

—A través del cual os envié las expresiones de mi más sincera gratitud.

—Cierto, querido amigo, aunque las palabras pierden el sentido ante tanto dolor. Pero proseguid, que para eso habéis venido.

—Veréis, señora, el caso es que la vida sigue y es compromiso de los mayores, por duro que sea, intentar que los jóvenes tengan la oportunidad de ser felices. Y, si podemos ahorrarles circunstancias para que no pasen por las penas y vicisitudes que pasamos nosotros, ésa y no otra es nuestra obligación.

—¿Y qué puedo hacer yo? —se interesó la condesa.

—Veréis, señora, mi hija Marta, que es la luz de mi vida, va ya para los doce años. Es una hermosa muchacha, digna de su madre, adornada con mil cualidades… —Martí sonrió—. Y no os lo digo desde el punto de vista de un padre embobado, consultad a Llobet y él confirmará mis palabras.

—No hace falta; me basta la vuestra. Proseguid.

—El caso es que pese a que la tengo rodeada de gentes fieles, aya, tutor y dueña de compañía, sería el más feliz de los mortales si la aceptarais en palacio, a vuestro cuidado. Ya sé que no es de noble cuna, pero me consta que la condesa de Barcelona puede hacer y deshacer a su antojo. Ved, señora, que mis viajes me llevan a lugares lejanos y que más de medio año ando por estos mares de Dios; el viaje que ahora preparo es sumamente proceloso. No es bueno que una joven esté sola en esta ciudad.

—Me ha dicho Llobet que en esta ocasión partís hacia el sur de Italia… Creo que os han robado un barco, o algo parecido, ¿no es así?

—Así es, señora.

—¿Estáis seguro de ello? ¿No cabe que el captor sea alguien de vuestra casa? He oído que a veces un capitán simula un abordaje para hacerse con un barco. ¿Tenéis absoluta confianza en vuestra gente?

—Absoluta, señora. Soy armador viejo y conozco mi oficio, el barco era de mi propiedad y la tripulación escogida por mí personalmente; su capitán es Jofre, uno de mis mejores amigos.

—¿Qué otros detalles conocéis?

—Me temo que, si no pago el rescate que sin duda me pedirán, el
Laia
estará perdido; los hombres que quedaron con vida serán vendidos como esclavos para remar en alguna galera berberisca.

—Aparte de vuestro amigo, el capitán Jofre, ¿quién más iba a bordo?

—La tripulación, amén, claro está, de la bancada de galeotes.

—¿Sabéis si entre los asaltantes había alguno de otra raza o eran gentes de la zona?

—Por lo que me ha llegado parece ser que se trata de Naguib, el pirata que protege el walí de Túnez.

La condesa meditó unos instantes.

—Os deseo la mejor de las fortunas en vuestro empeño… Pero… ¡qué curiosa coincidencia! Después os explicaré mi proyecto y tal vez abuse de vuestra amabilidad y aproveche vuestro viaje para algo que a mí concierne, pero continuando con el tema de vuestra hija, lo de la nobleza no es óbice, bien sabéis mi opinión al respecto. Los escudos que figuran en piedra sobre las cancelas de algunas mansiones de Barcelona son mucho menos útiles al conde que los que vuestra laboriosidad y buen tino han proporcionado y proporcionan a la ciudad. ¿Cuál decís que es la edad de vuestra hija?

—Va para los doce, señora.

—Qué barbaridad… Parece que fue ayer y ya va a hacer doce años de la
litis honoris
.

—El tiempo vuela, señora.

—¿A quién se parece más? —preguntó Almodis, sonriente.

—Es el vivo retrato de su madre, aunque dicen que tiene mi talante y mi forma de ser.

—Entonces será harto dificultoso retenerla en palacio —se rió Almodis—. Dejadlo a mi cuidado, dadme un tiempo para consultar a mi esposo, pero os adelanto que podéis contar con ello. Creo que será una buena influencia para las condesitas, sobre todo para Sancha que, aunque algo mayor, se acerca a su edad.

—Señora, me hacéis el más feliz de los mortales, siempre sois mi paño de lágrimas y mi recurso final… No sé cómo pagaros.

—Ahora lo sabréis, Martí. Como os decía, con vuestro viaje se da una coincidencia que me es harto provechosa.

—Soy todo oídos, señora.

Almodis miró a su alrededor, cosa que sorprendió a Martí. Luego, volviéndose hacia el chambelán que aguardaba prudente a tres pasos del trono, le ordenó:

—Id, Gualbert, y llevaos la guardia. Que esperen fuera.

El fiel Gualbert Amat objetó:

—Pero, mi señora, tengo órdenes estrictas del conde de no dejaros sola en ninguna circunstancia… Ya sabéis que por el palacio corren malos vientos.

—Vuestro celo me enternece, pero hemos pasado ya demasiados avatares juntos para que dudéis ahora de que vuestra condesa sepa desenvolverse en cualquier circunstancia. Dejadnos solos, obedeced.

El gentilhombre salió de la estancia a regañadientes y se llevó con él a los cuatro custodios que vigilaban la puerta.

Cuando la condesa y Martí se quedaron solos, ésta comenzó a explicarse.

—Veréis, Martí, tengo en la cabeza un proyecto que requiere prudencia, tacto y discreción. Y como todavía está en cierne, no conviene que oído alguno se entere de algo que requiere como os digo una exquisitez suprema.

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