Mar de fuego (38 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Como cada vez que iniciaba una aventura una opresión atenazaba su pecho. Le preocupaba, en primer lugar, el rescate del
Laia
y por ende de su amigo el capitán Jofre Armengol; en segundo lugar, intuía que el secreto encargo de su condesa al respecto de la transacción con Roberto Guiscardo a fin de lograr el enlace del joven conde Ramón con la hija del Normando, Mafalda de Apulia, era misión que caso de prosperar, iba a darle el espaldarazo definitivo en la corte. Lo único que desazonaba su espíritu era el hecho de haber obligado a su hija a vivir en palacio al cuidado de la condesa, pues pese a considerar que era lo más conveniente para ella, la nueva situación no dejaba de entrañar sus riesgos. No podía olvidar el semblante lloroso de su hija, pidiéndole que la dejara permanecer en su casa, y su corazón de padre sufría recordando aquellas lágrimas. Había hecho lo que había creído mejor, se repitió, pero… ¿por qué era tan difícil negarle algo a su amada hija? Hacía sólo unas horas que la había dejado y su ausencia ya le dolía en el fondo del alma: era la primera vez que sus caminos iban a separarse por tan largo tiempo. En estas divagaciones andaba su espíritu cuando el cabeceo del
Santa Marta
y la potente voz del griego turbaron sus pensamientos, indicándole que estaban en mar abierto; siguiendo una inveterada costumbre, Manipoulos, acodado en la barandilla del castillo de popa, se disponía a arengar a la tripulación.

La voz de Basilis, cuando el cómitre detuvo la bogada, sonó rotunda venciendo el rumor del breve oleaje.

—Tripulación del
Santa Marta
, somos todos muy afortunados, desde el capitán al último grumete. Vamos a abandonar la triste rutina de cada día, los hombres libres de cubierta, la monotonía de su vida diaria, el pestazo de las lóbregas casas donde vivís, si a eso se le puede llamar vida, el intemperante carácter de vuestras parientas y el insoportable grito de la chiquillería. A cambio de ello, todas las noches mecerá vuestro sueño el rumor de las olas del mar y el crujir del maderamen de esta maravillosa nave. Tenéis el honor de participar en el primer viaje de este barco. No defraudéis la confianza que he depositado en vosotros, estad atentos a mis órdenes, cuidad la nao como cuidáis vuestro badajo, tenedla limpia y aseada y cumplid con vuestra obligación hasta el sacrificio. Si esto hacéis me tendréis de vuestro lado; en caso contrario conoceréis el gato de siete colas que sabéis, los que ya habéis navegado conmigo, que no tengo reparo en usar.

Luego dirigió la mirada hacia la crujía y habló para los del primer banco.

—Vosotros, buenas boyas, galeotes libres que habéis escogido este viaje y esta profesión, sabéis que al regreso habréis salido ganando en dinero y en experiencias. Quiero que cuando el cómitre ordene boga de ariete le deis al remo como jabatos, quiero que la quilla del
Santa Marta
vuele sin rozar el agua, mas si la campana del contramaestre os llamara a cubierta, os quiero prestos con la daga en la boca y la mirada fiera; sabed que en la mar no se pierde una batalla, se pierde la guerra. Aquí ni se pide ni se da cuartel.

Luego, se dirigió a los de abajo.

—Y ahora me dirijo vosotros, desechos del calabozo, chusma maloliente. El pago que he comprometido con vosotros en nombre de mis señores los condes es el más ventajoso de toda la tripulación. Unos cobrarán en dinero, otros en especies y otros en experiencias. Vuestro pago, si cumplís, será la vida. Los que volváis seréis libres; y tenéis mi palabra de que, si entramos en combate y existe la posibilidad de que nos vayamos abajo, a visitar a Neptuno, se os quitarán las cadenas. Bogad, y viviréis. Ahora bien, si no lo hacéis a conciencia, al regreso vuestra espalda mostrará más costurones que piojos alojará vuestra sucia cabeza.

Luego ordenó:

—¡Contramaestre! Servid a todos un vaso de azumbre.

Y en tanto la algarabía de los vasos de latón chocando uno contra el otro atronaba el aire, el griego, con paso solemne, descendía la escalerilla y se dirigía a proa donde le aguardaba un Martí Barbany de rostro impenetrable. El griego jamás se habría atrevido a decirlo, pero habría jurado que los ojos de su señor y buen amigo estaban teñidos de nostalgia.

TERCERA PARTE

El despertar del corazón

43

El rehén

Desde la escaraguaita del castillo de Cardona, situada en el ángulo norte de la almena que daba al camino, el centinela dio la voz:

—¡Hombres a caballo!

El oficial de guardia subió al adarve para ver mejor y, asomado entre dos merlones, pudo observar cómo la nube de polvo avanzaba a buen paso en dirección al estribo de la fortaleza. El reflejo del sol y la desmesura del polvo le impedían distinguir el estandarte que enarbolaba el abanderado, pero sin duda era un grupo notable, a juzgar por la importante tolvanera que levantaban los cascos de los equinos. En llegando a la base de la muralla, el que iba al frente alzó la diestra en tanto que, mediante un fuerte tirón de riendas con la otra mano, frenaba su cabalgadura. La tropa se detuvo y la polvareda fue disminuyendo. El oficial de guardia divisó el pendón del conde de Barcelona.

—¿Quién sois y qué pretendéis?

—¡Alzad el rastrillo! Soy Gombau de Besora, emisario de Ramón Berenguer, conde de Barcelona. Decid a vuestro señor que el viaje ha sido largo y proceloso. Él sabe bien a lo que vengo: os demando franca entrada, descanso y alimentos para mis hombres, y paja y pienso para los caballos. Y… ¡daos prisa, voto al diablo! ¡Que tengo poca paciencia y aún menos tiempo para dedicar a lo que aquí me trae!

Al reconocer el estandarte condal, el oficial de guardia resolvió ganar tiempo sin por ello dejar de cumplir con su obligación.

—Aguardad a que os anuncie y enseguida trataré de complaceros.

La diligencia del oficial fue notoria, pues al poco el portón empezó a abrirse en tanto que el ruido de cadenas y poleas denotaba que desde el interior iban alzando el rastrillo.

Gombau de Besora, al frente del pelotón, entró en el enlosado patio de armas y desmontó.

—Esperad junto al caballo a que yo regrese —ordenó a su segundo—. Que nadie desmonte. Cuidad de que el rastrillo esté elevado y el portón abierto, en caso contrario haced sonar el cuerno. Y vos —dijo, dirigiéndose al alférez portaestandarte—, acompañadme.

Gombau de Besora fue hacia el oficial de la guardia que, acompañado de un destacamento de seis hombres totalmente pertrechados, rodeaba al grupo, y dijo en tono que no admitía réplica:

—Llevadme ante vuestro señor.

Folch de Cardona sabía muy bien cuál era el cometido del indeseado visitante. Su castillo se alzaba en Cardona, en los límites de los dominios del rey moro de Lérida, en un altozano que dominaba el cauce del río Cardoner. En origen había sido una fortaleza romana compuesta de ocho torres cuadradas y macizas, y en su interior ahora se alojaba la iglesia de Sant Vicenç de Cardona. Sin embargo, su torre del homenaje aún guardaba la huella de sus recientes desavenencias con Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, que se habían zanjado con una ignominiosa derrota. Cuando su alcaide le anunció la visita, ordenó avivar el fuego de las grandes chimeneas y, tras mandar que se enviara recado a la señora del castillo a fin de que permaneciera en sus aposentos, se instaló en el salón noble, compuso la figura ocupando su sitial y aguardó a que el visitante fuera introducido a su presencia.

Gombau de Besora, siguiendo al capitán de la guardia, acompañado por cuatro soldados y por su alférez, fue atravesando las estancias del castillo. Su sentido de la observación le hizo reparar en el orden de las dependencias y en la aparente actividad de todos los habitantes de la fortaleza, que se esforzaban por subsanar los daños causados y dejar de nuevo las estancias como estaban antes del infausto incidente. Las gentes trabajaban animosamente, según pudo ver, enmendando desperfectos en los almacenes, en la cisterna, en el secadero y en el camino de ronda. A su paso, los guardias de las consiguientes piezas inclinaban sus lanzas en señal de saludo y de esta guisa llegó a la sala noble, atravesando pasillos hasta llegar a una doble puerta, sujeta al muro por tres gruesas charnelas de hierro colado y custodiada por dos centinelas. El capitán intercambió unas palabras con uno de los hombres y éste, sin objetar nada, como si ya estuviera sobre aviso, se limitó a abrir una de las hojas e invitó a la comitiva a entrar en el salón.

Dirigiéndose a la tropa, el capitán dio una sola orden:

—Aguardad aquí. —Y mirando al ilustre visitante, añadió—: Si tenéis la amabilidad…

Besora, tras una seca inclinación de cabeza, entregó la celada a su alférez y le indicó que le aguardara fuera. La pareja atravesó el umbral de la puerta, y el embajador se percató de la circunstancia de ser recibido en aquel salón en vez de en la más solemne torre del homenaje: si alguien conocía el motivo, ése era él. Con pasos largos y decididos se acercó al sitial donde le esperaba el de Cardona; éste, cuando ya el distinguido forastero estaba a tres varas de distancia, se alzó de su sillón y, recogiendo en su antebrazo izquierdo el vuelo de su adamascada túnica orlada de armiño, descendió los dos peldaños de la tarima y se situó a la altura del visitante. Ambos hombres quedaron frente a frente.

—Ilustre señor, sed bienvenido a mi casa.

Aunque en su interior sintiera la quemazón del vencido, Folch de Cardona no tenía otro remedio que mostrarse deferente con el emisario de su vencedor.

Tras dejar sus guantes de cabalgar sobre una mesilla con gesto displicente, Gombau de Besora posó las manos sobre los hombros del señor del castillo, de una forma amigable y sin embargo tensa y protocolaria.

El de Cardona tomó la palabra:

—Ha muchas jornadas que esperaba vuestra visita. Sin embargo, debo confesar que me ha sorprendido no haber sido advertido. De haberlo sabido, hubiera preparado de alguna manera vuestra llegada. De cualquier modo, si preferís descansar antes de que hablemos del asunto que os ha traído hasta aquí, la cortesía del hospedaje y el cumplimiento de mis pactos con vuestro señor, el conde de Barcelona, me obligan a brindaros las incomodidades de mi actual casa. Lamento no poder ofreceros nada mejor.

El emisario advirtió la ironía.

—Tengo a mi gente en el patio de armas, y os agradeceré que les proveáis de cuantas cosas obliga vuestra condición de vasallo. —Esto último lo dijo remarcando la circunstancia—. En cuanto a mi persona, prefiero despachar el espinoso negocio que me ha traído e intuyo que será mejor partir de inmediato que aceptar vuestra hospitalidad.

—No dudéis, señor, que mi palabra está por encima de cualquier condición y que la gente de mi estirpe siempre ha hecho honor a sus pactos. —Folch de Cardona se dirigió al capitán de su guardia—: Que los hombres del embajador se acomoden en mi casa y proveedles de cuanto necesiten.

—Cumplid lo segundo —le instó Gombau de Besora—. Lo del acomodo lo dejaremos para más tarde.

Tras un tenso silencio, Folch de Cardona se volvió hacia el ilustre visitante y añadió:

—Como mejor os plazca, pero creo que hablaremos mejor acomodados.

El capitán partió, y el vizconde de Cardona indicó al de Besora, con un gesto, una larga mesa de torneadas patas rodeada de sillas. El amo del castillo tuvo buen cuidado de no ocupar la cabecera para no ofender la sensibilidad del irascible huésped. Cuando estuvieron acomodados uno frente al otro, el emisario tomó la palabra.

—Lamento, vizconde, las circunstancias que me traen a vuestra casa, pero sabed que soy un simple mensajero que cumple órdenes.

El emisario condal extrajo de su faltriquera un pergamino con la intención de entregarlo a su oponente.

El otro lo detuvo con un ademán.

—Sé lo que traéis y también lo que firmé. No necesito releer pergamino alguno.

Un espeso y hosco silencio se abatió entre ambos antagonistas.

—Es la copia de los pactos de Manresa —recalcó Gombau.

—Insisto: es innecesario que me mostréis un documento que he releído cien veces y del que me he arrepentido otras tantas —dijo Folch de Cardona, con la voz teñida de amargura.

—Lo lamento, pero así son las cosas. No fui yo el que se alió con el reyezuelo de Lérida, Sulaiman Ben Hud, contra mi señor. Creo que os equivocasteis de bando, señor, y éstas son las consecuencias.

—Mucho habría que debatir sobre el hecho, pero la razón siempre asiste al vencedor. Al que pierde le queda la justificación moral, y si vuestro señor ataca a alguien que es mi aliado desde antes de que él inicie las hostilidades, no me deja otra alternativa que hacer honor a mi palabra. Vuestro señor sabía que me obligaba a la guerra en la frontera —puntualizó el vizconde de Cardona.

—Sabéis perfectamente que no fue un hecho gratuito. Decidme, ¿qué debe hacer el conde de Barcelona cuando un vasallo que debe pagar las parias anuales, pese a las insistentes reclamaciones, se niega a cumplir lo pactado? Si lo permitiera y mostrara tal flaqueza, al poco nadie cumpliría con sus obligaciones. Lo lamento, pero evidentemente os aliasteis en el bando equivocado. Asimismo, creo que, antes de decantaros por un partido, deberíais exigir a vuestro aliado que cumpla con sus compromisos… ya que de otra manera tal alianza os puede causar gran menoscabo, e involucraros en innecesarios pleitos, que es lo que al fin y a la postre ha sucedido.

—Ahora ya son vanas disquisiciones que a nada conducen y debo asumir mis responsabilidades, pero quiero deciros algo antes de proseguir.

—Os escucho —dijo el de Besora, respetuoso.

—En el asedio fui humillado y fue abatida mi torre del homenaje, como bien sabéis. A pesar de que ya se está reconstruyendo, el costurón infamante siempre quedará como infausto recuerdo de la aciaga jornada. Así lo asumo; es por ello que os recibo aquí, y por lo que pagué puntualmente las parias a las que fui sometido por causa de esta guerra… Lo hice y lo haré —afirmó el de Cardona con contundencia—. Sin embargo, nada me duele más que el hecho de que os llevéis a mi hijo Bertran a la corte de Barcelona, como rehén del conde. Amén de la desconfianza que ello implica, sabed que va a significar la muerte de mi esposa, la vizcondesa Gala. Ved si no sería posible enmendar el pacto instrumentando otra condición. —En el tono de Folch de Cardona se advertía lo mucho que le costaba expresar esa petición.

El de Besora se acarició la poblada barba.

—Sabéis que lo que me pedís no está en mi mano, pero tened en cuenta que vuestro hijo será tratado con el mayor de los respetos en la corte condal. Mi señor no quiere hacer enemigos, sino aliados. —«Y asegurarse de que esos aliados siguen siéndolo», pensó el de Besora, aunque no lo dijo.

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