Maldad bajo el sol (14 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Maldad bajo el sol
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5

Emily Brewster no pudo añadir nada substancial a lo que ya conocían.

Cuando terminó su relato preguntó Weston:

—¿Y no sabe usted nada que pueda ayudarnos?

—Me temo que no. Es un asunto muy penoso. No obstante, espero que llegarán ustedes pronto a su fondo.

—Así lo espero también —dijo Weston.

—Por otra parte, no debe de ser muy difícil —añadió Emily Brewster.

—¿Qué quiere usted decir con eso,
miss
Brewster?

—Perdón. No intento enseñar a usted su profesión. Quise únicamente decir que, tratándose de una mujer de esa clase, el asunto debe de ser bastante fácil.

—¿Es esa su opinión? —murmuró Hércules Poirot.

—Naturalmente —contestó Emily Brewster con sequedad.
—De mortuis nil nisi bonum
, pero usted no puede apartarse de los
hechos
. Aquella mujer era muy peligrosa... y muy sospechosa, también. No tienen ustedes más que husmear un poco en su tormentoso pasado.

—¿No le era simpática a usted? —preguntó suavemente Poirot.

—Sé demasiadas cosas de ella —contestó
miss
Brewster—. Mi primo carnal se casó con una de las Erskine. Probablemente habrá oído hablar de la mujer que indujo al viejo
sir
Robert cuando chocheaba a dejarle la mayor parte de su fortuna en perjuicio de la verdadera familia.

—¿Y la familia... lo tomó a mal? —preguntó Weston.

—Naturalmente. Las relaciones del viejo con aquella mujer fueron un escándalo que acabó de coronar el legado de cincuenta mil libras que le dejó en su testamento. Acaso sea un poco dura, pero me atrevo a decir que la Arlena Stuart de este mundo merecía muy poca simpatía. Y sé algo más... un joven que perdió completamente la cabeza por ella. Ya era un poco tarambana, naturalmente, pero su asociación con esa mujer acabó de ponerlo al borde del precipicio. Hizo algo delictivo con ciertos valores, sólo por tener dinero para gastárselo con ella, y escapó a duras penas de un proceso. Aquella mujer contaminaba a cuantos trataba. Recuerden cómo estuvo a punto de hacer perder la cabeza al joven Redfern. Siento decir que no me causa el menor pesar su muerte... aunque naturalmente, hubiese sido mejor que se hubiese ahogado o despeñado. El estrangulamiento es algo impresionante...

—¿Y cree usted que el asesino fue alguien que tuvo relación con el pasado de la víctima?

—Sí que lo creo.

—¿Alguien que vino del continente sin que nadie lo viese?

—¿Y cómo iba a verlo nadie? Todos nosotros estábamos en la playa. La chiquilla de Marshall y Cristina Redfern habían ido a la Ensenada de las Gaviotas. El capitán Marshall se encontraba en su habitación del hotel. ¿Quién, pues, iba a verlo, excepto, posiblemente,
miss
Darnley?

—¿Dónde estaba
miss
Darnley?

—Sentada en lo alto del acantilado, en ese sitio que llaman Sunny Ledge. La vimos allí
mister
Redfern y yo cuando Íbamos dando vuelta a la isla.

—Quizá tenga usted razón,
miss
Brewster —dijo el coronel Weston.

—Estoy segura de que sí. Cuando una mujer es como era la víctima, ella misma proporciona la mejor pista posible. ¿No está usted de acuerdo conmigo,
mister
Poirot?

—¡Oh, sí! —contestó Hércules Poirot, saliendo bruscamente de su ensimismamiento—, estoy conforme con lo que acaba usted de decir. La misma Arlena Marshall es la mejor, la única pista de su propia muerte.

—Entonces, ¿qué?

Miss
Brewster se puso en pie y paseó su fría mirada de uno a otro hombre.

—Puede usted estar segura —dijo el coronel Weston— de que cualquier pista que pueda surgir en el pasado de
mistress Marshall
no se nos pasará por alto.

Emily Brewster abandonó la habitación.

6

El inspector Colgate cambió su puesto en la mesa.

—Es una mujer decidida —dijo pensativo—. Ha clavado su cuchillo con toda delicadeza en el cuerpo de la muerta. —Se detuvo un minuto y continuó—: Es una lástima, en cierto modo, que se haya forjado una coartada de hierro para toda la mañana. ¿Se fijaron ustedes en sus manos? ¡Grandes como las de un hombre! Es una mujer maciza, fuerte, más fuerte que muchos hombres...

Hizo otra pausa. La mirada que dirigió a Poirot fue casi suplicante.

—¿Y dice usted,
mister
Poirot, que ella no abandonó ni un momento la playa esta mañana?

—Nada de eso, mi querido inspector. Bajó— a la playa antes de que
mistress
Marshall pudiera haber llegado a la Ensenada del Duende y la tuve a la vista hasta que marchó con
mister
Redfern en el bote.

—Entonces hay que excluirla también —dijo Colgate con sombrío acento.

7

Como siempre, Hércules Poirot sintió una viva sensación de placer a la vista de Rosamund Darnley.

La joven era capaz de poner una nota de distinción aun en un vulgar interrogatorio policíaco sobre un repugnante caso de asesinato.

—Se sentó frente al coronel Weston y le miró con expresión inteligente y grave.

—¿Desea usted mi nombre y mi dirección? —preguntó—. Me llamo Rosamund Darnley. Regento un negocio de alta costura bajo el nombre de Rose Mond, Limitada, en el número seiscientos veintidós de Brook Street.

—Gracias,
miss
Darnley. ¿Puede decirnos algo que pueda ayudarnos?

—No lo creo...

—Díganos el empleo de su tiempo, por ejemplo..

—Desayuné a eso de las nueve y media. Luego subí a mi habitación y recogí algunos libros y mi sombrilla y me encaminé a Sunny Ledge. Debían ser las diez y veinticinco. Regresé al hotel hacia las doce menos diez, subí, recogí mi raqueta de tenis y me dirigí a la pista, donde jugué hasta la hora de comer.

—¿Estuvo usted en las peñas llamadas Sunny Ledge desde las diez y media hasta las doce menos diez?

—Sí.

—¿Vio usted esta mañana a
mistress
Marshall?

—No.

—¿La vio usted desde el peñasco mientras se dirigía en su esquife a la Ensenada del Duende?

—No; tuvo que pasar antes de que yo llegase allí.

—¿Vio usted a alguien en un esquife o en un bote?

—No. Y no les extrañe, porque estuve leyendo. Claro que de vez en cuando levantaba la vista de mi libro, pero siempre dio la casualidad de que el mar se encontrase desierto.

—¿Ni siquiera se dio usted cuenta de que
mister
Redfern y
miss
Brewster pasaron por allí?

—No.

—Tengo entendido que conocía usted a
mister
Marshall. —El capitán Marshall es un antiguo amigo de mi familia. Su familia y la mía vivían en casas inmediatas. Sin embargo, hacía mucho sanos que yo no le había visto... creo que doce.

—¿Y
mistress
Marshall?

—Nunca había cambiado media docena de palabras con ella hasta que la encontré aquí.

—¿Sabe usted si estaban en buenas relaciones el capitán Marshall y su esposa?

—A mí me parecía que sí.

—¿Estaba el capitán Marshall muy enamorado de su esposa?

—Es posible. De eso no puedo decir nada. El capitán Marshall es un hombre algo chapado a la antigua y no tiene la costumbre moderna de ir pregonando a los cuatro vientos sus desdichas matrimoniales.

—¿Le era a usted simpática
mistress
Marshall,
miss
Darnley?

—No.

—El monosílabo salió sin esfuerzo alguno. Sonó como lo que era: como la simple afirmación de un hecho.

—¿Y por qué?

Los labios de Rosamund dibujaron una leve sonrisa.

—Seguramente que habrá usted descubierto que Arlena Marshall no era popular entre las de su mismo sexo. Se aburría de muerte entre las mujeres y no lo disimulaba. No obstante, me habría gustado ser su modista. Tenía un gran don para los vestidos. Sus trajes eran siempre los apropiados y los llevaba muy bien. Me habría gustado tenerla como cliente.

—¿Gastaba mucho en vestir?

—Tenía que gastarlo. Pero poseía capital propio y el capitán Marshall está también en buena posición.

—¿Estaba usted enterada o pensó usted alguna vez que
mistress
Marshall estaba siendo víctima de un peligroso
chantaje
?

Una expresión de intenso asombro animó el rostro de
miss
Darnley.

—¿
Chantaje
? ¿Arlena?

—La idea parece sorprenderla a usted mucho.

—Confieso que sí. Parece tan incongruente...

—Pero seguramente muy posible.

—Todo es posible, señor. El mundo nos enseña pronto eso. Pero, ¿por qué iba nadie a intentar hacer víctima de un
chantaje
a Arlena?

—Supongo que existían ciertas cosas que
mistress
Marshall deseaba que no llegasen a oídos de su marido.

La joven sonrió con gesto de duda.

—Quizá pueda parecer escéptica, pero la conducta de Arlena era conocida de todos. Ella nunca trató de aparentar respetabilidad.

—¿Entonces cree usted que su marido estaba enterado de sus coqueterías?

Hubo una pausa. Rosamund quedó pensativa. Al fin habló con un tono de desgana en la voz.

—Crea usted que no sé realmente lo que pensar. Siempre he supuesto que Kenneth Marshall aceptaba a su mujer tal como era y que no se hacía ilusiones con ella. Pero quizá no fuese así.

—¿Tendría fe ciega en su esposa?

—Los hombres son tan necios que todo es posible —dijo Rosamund con exasperación—. No tendría nada de raro que Kenneth hubiese creído en su mujer ciegamente. Hasta el punto de pensar que sólo era admirada.

—¿Y no conoce usted a nadie, o mejor dicho, no ha oído usted hablar de nadie que tuviese algún rencor contra
mistress
Marshall?

—Solamente mujeres celosas —dijo Rosamund, sonriendo—. Pero supongo, puesto que fue estrangulada, que fue un hombre quien la mató.

—En efecto.

—Siendo así, no se me ocurre quién pueda haber sido. Tendrá usted que preguntárselo a alguna persona de la intimidad de la víctima.

—Muchas gracias,
miss
Darnley.

—¿No tiene
mister
Poirot alguna pregunta que hacerme? —preguntó intencionadamente Rosamund, girando sobre su asiento.

Hércules Poirot sonrió y movió la cabeza en gesto negativo.

—No se me ocurre nada —contestó.

Rosamund Darnley se puso en pie y salió.

Capítulo VIII
1

Estaba en el dormitorio que había sido de Arlena Marshall.

Dos grandes ventanas se abrían sobre un balcón que dominaba la playa y el mar. El sol inundaba la habitación, arrancando destellos de la batería de frascos y pomos del tocador de Arlena.

Había allí toda clase de cosméticos y productos de belleza. Entre este arsenal de armas femeninas se movían tres hombres, registrándolo todo. El inspector Colgate andaba de un lado a otro abriendo y cerrando cajones.

De pronto dejó escapar un gruñido de satisfacción. Había dado con un paquete de cartas. Weston se unió a él para examinarlas.

Hércules Poirot se dedicó a registrar el ropero. Su penetrante mirada recorrió la multiplicidad de batas y trajes colgados allí. Sobre uno de los estantes se apilaba la ropa interior con blancura y liviandad de espuma. Otro estaba lleno de sombreros, entre ellos dos de playa, laqueados en rojo y amarillo pálido, una gran pamela de paja hawaiana y tres o cuatro de forma absurda, por los que, a no dudar, habría pagado varias guineas por pieza; una especie de gorrito azul oscuro, un penacho, o poco más, de terciopelo negro, un turbante gris pálido.

Hércules Poirot los examinó uno tras otro, con una indulgente sonrisa en los labios.


Les femmes
! —murmuró.

Terminada la lectura, el coronel Weston volvió a doblar las cartas.

—Tres son del joven Redfern —dijo—. ¡Se necesitaba estar loco! Ya aprenderá a no escribir cartas a mujeres en unos cuantos años. Las mujeres guardan las cartas y luego juran que las han quemado. Lea usted ésta, que me parece interesante.

Poirot cogió la carta, que decía así:

«Querida Arlena:

«Estoy muy triste. Marchar a China... y no verte quizá en años y años. No sé si algún hombre habrá querido a una mujer como te quiero yo. Gracias por el cheque. Por ahora no me molestarán. Fue un mal negocio, y todo porque quise ganar mucho dinero para ti. ¿Podrás perdonarme? Quería colocar diamantes en tus orejas... en tus adorables orejitas, y cubrir tu garganta de límpidas perlas, pero dicen que las perlas no son buenas hoy. ¿Una fabulosa esmeralda, entonces? Sí, eso es. Una gran esmeralda, fría y verde y llena de fuego oculto. No me olvides... aunque sé que no podrás. Eres mía para siempre.

«Adiós... adiós... adiós.

»J. N.»

—Quizá valiera la pena averiguar si ese J. N. marchó efectivamente a la China —dijo el inspector Colgate—. De otro modo... podría ser la persona que andamos buscando. Estaba loco por ella, quería cubrirla de perlas y diamantes... y le pedía dinero. No sé por qué me parece que éste es el prójimo que mencionó
miss
Brewster. Sí, creo que podría sernos —útil.

—La carta es importante, importantísima —confirmó Hércules Poirot.

Su mirada recorrió una vez más la habitación, los frascos del tocador, el ropero, y un gran muñeco vestido de Pierrot, echado indolentemente sobre la cama.

Pasaron a la habitación de Kenneth Marshall.

Era la inmediata a la de su esposa, pero carecía de comunicación. Daba a la misma fachada y tenía dos ventanas, pero era mucho más pequeña. Entre las dos ventanas colgaba de la pared un espejo con marco dorado. En el ángulo junto a la ventana de la derecha estaba el tocador. Sobre él había dos cepillos de marfil, otro de ropa y un frasco de loción para el cabello. En el ángulo de la izquierda, había una mesa escritorio y, sobre ella, una máquina de escribir y una pila de papeles.

Colgate los examinó, rápidamente.

—Todos parecen insignificantes —dijo—. Ah, aquí está la Carta que mencionó esta mañana. Está fechada el veinticuatro... es decir, ayer. Y aquí está el sobre... timbrado en Leathercombe Bay esta mañana. Ahora podremos convencernos de si pudo preparar la contestación de antemano.

Colgate tomó asiento y se dispuso a continuar sus investigaciones.

—Le dejamos a usted un momento —dijo el coronel Weston—. Vamos a echar un vistazo al resto de las habitaciones. Se ha desalojado a todo el mundo de este pasillo y la gente empieza a impacientarse.

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