Maldad bajo el sol (9 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Maldad bajo el sol
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4

Kenneth Marshall contestó tranquilamente a las preguntas que se le hicieron. Aparte un ligero endurecimiento de sus facciones, estaba completamente tranquilo. Visto a la luz del sol que penetraba por la ventana, se daba uno cuenta de que era un hombre gallardo. La nobleza de sus facciones, el azul de sus ojos y la firmeza de la boca formaban un conjunto casi perfecto. Su voz era profunda y agradable.

—Comprendo perfectamente, capitán Marshall —empezó diciendo el coronel Weston—, el golpe terrible que esto representa para usted. Pero comprenderá que siento ansiedad por conseguir la información más completa posible.

—Me doy cuenta. Prosiga —dijo lacónicamente Marshall.

—¿La señora Marshall era su segunda esposa?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo llevaban ustedes casados?

—Poco más de cuatro años.

—¿Cómo se llamaba su esposa antes de contraer matrimonio?

—Helen Stuart. Su nombre artístico era Arlena Stuart.

—¿Era actriz?

—Actuó en algunas revistas y piezas musicales.

—¿Renunció a la escena a causa de su matrimonio?

—No. Continuó actuando. Se retiró en realidad hará año y medio.

—¿Hubo alguna razón especial para ese retiro?

Kenneth Marshall pareció reflexionar.

—No —contestó al fin—. Dijo sencillamente que estaba cansada y se retiró.

—¿No fue obedeciendo a algún deseo especial de usted?

Marshall enarcó las cejas.

—¡Oh, no!

—¿Usted estaba completamente conforme en que siguiese actuando después de su matrimonio?

Marshall sonrió débilmente.

—Hubiera preferido que renunciase, es cierto. Pero no hice hincapié.

—¿Ni fue motivo de disensiones entre ustedes?

—Ciertamente que no. Mi esposa era libre de hacer lo que quisiera.

—Y... ¿el matrimonio fue feliz?

—Ciertamente —contestó Kenneth Marshall con gran frialdad.

El coronel Weston hizo una pausa antes de continuar.

—Capitán Marshall, ¿tiene usted alguna idea de quién pudo posiblemente matar a su esposa?

La respuesta surgió sin el menor titubeo.

—Ninguna.

—¿Tenía enemigos?

—Posiblemente.

—¡Ah!

—No interprete mal mis palabras, señor —le atajó el otro rápidamente—. Mi esposa era una actriz. Era también una mujer muy agraciada. Por ambas cualidades fue causa de envidias y celos. Había habladurías, rivalidades por parte de otras mujeres, manifestaciones de envidia, odio, malicia y toda clase de sentimientos poco caritativos. Pero esto no es decir que hubiese alguien capaz de asesinarla deliberadamente.

Hércules Poirot habló por primera vez.

—¿Lo que usted quiere decir realmente, señor, es que sus enemigos eran en su mayoría, o enteramente,
mujeres
?

Kenneth Marshall le miró de reojo.

—Sí —dijo—. Eso es.

—¿Sabe usted de algún hombre que le tuviese rencor? —preguntó el coronel.

—No.

—¿Tuvo su esposa conocimiento previo con alguien, de este hotel?

—Creo que conoció a
mister
Redfern antes... en una fiesta particular. No conocía a nadie más, que yo sepa.

Weston hizo una pausa. Pareció deliberar sobre si debía seguir con el tema. Decidió lo contrario y prosiguió, preguntando:

—Vamos ahora con lo de esta mañana. ¿Cuándo vio usted a su esposa por última vez?

Marshall reflexionó unos momentos.

—Me asomé a su cuarto cuando bajé a desayunar...

—Perdóneme: ¿ocupaban ustedes habitaciones separadas?

—Sí.

—¿Y a qué hora fue eso?

—Debían de ser alrededor de las nueve.

—¿Qué estaba haciendo su esposa?

—Abriendo su correspondencia.

—¿Le dijo algo?

—Nada de interés particular. «Buenos días», «qué hermoso día hace» o algo por el estilo.

—¿De qué humor se encontraba? ¿Desacostumbrado?

—No: perfectamente normal.

—¿No parecía excitada, deprimida o nerviosa?

—Ciertamente que no lo advertí.

Intervino Poirot:

—¿No hizo mención del contenido de alguna de sus cartas, acaso?

Volvió a aparecer una leve sonrisa en los labios del capitán Marshall.

—Me parece recordar que dijo que todas eran facturas.

—¿Su esposa desayunó en la cama?

—Sí.

—¿Lo hacía siempre así?

—Invariablemente.

—¿A qué hora bajaba por lo general?

—Entre diez y once... se dejaba ver; más bien cerca de las once.

—Si hubiese bajado a las diez en punto, ¿sería algo sorprendente? —preguntó Poirot.

—Sí. Rara vez bajaba a hora tan temprana.

—Pues lo hizo esta mañana. ¿A qué cree usted que se debió, capitán Marshall?

—No tengo la menor idea. Quizá a causa del tiempo, que fue extraordinariamente hermoso.

—¿La echó usted de menos?

Kenneth Marshall se agitó ligeramente en su silla.

—Volví a asomarme a su cuarto después de desayunar —contestó—. La habitación estaba vacía. Me sorprendió un poco.

—Y entonces bajó usted a la playa y me preguntó si había visto a su esposa.

—En efecto —confirmó Marshall, y añadió con un ligero énfasis en la voz—: Y usted dijo que no...

Los inocentes ojos de Hércules Poirot no le traicionaron. El detective se acarició suavemente sus largos y engomados bigotes.

—¿Tenía usted alguna razón especial para querer encontrar a su esposa esta mañana? —preguntó Weston.

Marshall posó amistosamente su mirada en el jefe de policía.

—No —contestó—; únicamente tenía curiosidad por saber dónde se encontraba.

Weston apartó su silla ligeramente, y su voz adoptó otro tono.

—Hace un momento —dijo—, mencionó usted que su esposa conocía a
mister
Patrick Redfern. ¿Esta amistad era muy íntima?

—¿Me permite que fume? —preguntó el capitán, metiéndose una mano en el bolsillo—. ¡Caramba! He olvidado mi pipa.

Poirot le ofreció un cigarrillo, que aceptó. Después de encenderlo volvió a dirigirse al coronel.

—Me estaba usted hablando de Redfern. Mi esposa me dijo que le había conocido en no sé qué fiesta mundana.

—¿Fue entonces un conocimiento casual?

—Eso creo.

—En ese caso... —El coronel hizo una pausa—. Tengo entendido que esa amistad se había hecho un poco más íntima pasado el tiempo...

—¿Eso es lo que tiene usted entendido? —preguntó Marshall con viveza—. ¿Quién se lo dijo a usted?

—Es la chismografía vulgar del hotel.

Por un momento la mirada de Marshall se fijó en Hércules Poirot con fría cólera.

—La chismografía del hotel —exclamó— es generalmente un tejido de mentiras.

—Posiblemente. Pero supongo que
mister
Redfern y su esposa darían algún fundamento para que circulara esa chismografía.

—¿Qué fundamento?

—Estaban constantemente juntos.

—¿Eso es todo?

—¿No niega usted que era así?

—Quizá lo fuese. Yo, realmente, no le di importancia.

—Perdone la pregunta, capitán Marshall: ¿no hizo usted nunca objeción alguna a la amistad de su esposa con
mister
Redfern?

—No tenía la costumbre de criticar la conducta de mi mujer.

—¿No protestó usted de algún modo?

—Ciertamente que no.

—¿Ni aun al notar que el asunto iba convirtiéndose en objeto de escándalo y?

—Yo sólo me ocupo de mis asuntos —replicó altivamente Kenneth Marshall—, y espero que los demás hagan lo propio con los suyos. No escucho habladurías ni chismes de comadres.

—No negará usted que
mister
Redfern admiraba a su esposa...

—No dudo que la admirase. Todo el mundo hacía lo mismo. Era una mujer bellísima.

—¿Pero usted estaba persuadido de que no había nada serio en el asunto?

—Nunca me pasó por la imaginación.

—¿Y si hubiese un testigo que declarara que existía entre ellos una gran intimidad?

La mirada de los ojos azules se posó de nuevo en Hércules Poirot. Y de nuevo una expresión de desdén asomó a aquel rostro generalmente impasible.

—Si quiere dar oídos a esas habladurías, allá usted —dijo con calma—. Mi mujer ha muerto y no puede defenderse.

—¿Debo entender que usted, personalmente, no las cree?

Por primera vez pudo observarse en la frente de Marshall un ligero sudor.

—Me propongo no creer nada por el estilo —dijo, y añadió como queriendo desviar la conversación—: ¿No se estará usted apartando de lo esencial de este asunto? Que crea yo o que no crea ciertas cosas, apenas tiene importancia ante el claro hecho del asesinato.

Hércules Poirot contestó antes de que ninguno de los otros pudiera hablar.

—Se equivoca usted, capitán Marshall. No hay tal claro hecho de asesinato. Nueve veces de cada diez, en el asesinato tiene su origen el carácter y circunstancias de la persona asesinada. ¡La víctima fue asesinada
porque
era así o de la otra manera! Hasta que no sepamos
completa y exactamente qué clase de persona era Arlena Marshall
, no podremos ver clara y exactamente
la clase de persona que la asesinó
. Esto explica la necesidad de nuestras preguntas.

Marshall se dirigió al jefe de policía.

—¿Es usted de la misma opinión? —le preguntó.

Weston vaciló un poco.

—Hasta cierto punto... es decir...

Marshall soltó una breve carcajada.

—Ya sabia yo que no estaría usted conforme —dijo—. Esta clase de teorías constituye la especialidad de
mister
Poirot, según creo.

—Puede usted al menos congratularse —replicó Poirot sonriendo— de no haber hecho nada por ayudarme.

—¿Qué quiere usted con eso?

—¿Qué nos ha dicho usted de su mujer? Poco más de nada. Nos ha dicho usted solamente lo que todos podían ver por sí mismos: que era bella y admirada, y nada más.

Kenneth Marshall se encogió de hombros y se limitó a decir:

—Usted está loco.

Luego miró al coronel Weston y preguntó con énfasis:

—¿Desea preguntarme algo más, señor?

—Sí, capitán Marshall: la distribución de su tiempo esta mañana: haga el favor.

Kenneth hizo un gesto de conformidad. Se veía que ya esperaba aquello.

—Desayuné abajo a eso de las nueve, como de costumbre, y leí el periódico. Después, como le dije, subí a la habitación de mi mujer y vi que se había marchado. Bajé a la playa, me acerqué a
mister
Poirot y le pregunté si la había visto. Luego tomé un corto baño y volví a subir al hotel. Serían entonces... déjeme que piense... sí, las once menos veinte, aproximadamente. Vi el reloj en la antesala. Subí a mi habitación, pero la camarera no había terminado de arreglarla. Le dije que terminase lo antes posible. Tenía que escribir algunas cartas que deseaba enviar por el primer correo. Volví a bajar y cambié unas palabras con Henry en el bar. A las once menos diez minutos volví a subir a mi habitación. Allí escribí mis cartas. Estuve escribiendo hasta las doce menos diez. Luego me puse los avíos del tenis, pues estaba citado para jugar un partido a las doce. El día anterior habíamos reservado la cancha.

—¿Quiénes iban a jugar?


Mistress
Redfern,
miss
Darnley,
mister
Gardener y yo. Bajé a las doce y me dirigí al campo. Mus Darnley ya estaba allí con
mister
Gardener.
Mistress
Redfern llegó unos minutos después. Jugamos al tenis una hora. Y cuando regresamos al hotel... recibí la noticia.

—Gracias, capitán— Marshall. Como pura formalidad: ¿hay alguien que pueda corroborar el hecho de que estuvo usted escribiendo a máquina en su cuarto entre las once menos veinte y las doce menos diez?

—¿Sospecha usted que maté a mi mujer? —preguntó Marshall con leve sonrisa—. Veamos. La camarera se disponía a arreglar las habitaciones. Tuvo que oír el teclear de la máquina. Tengo también las cartas, que, con todo este trastorno, me olvidé de echarlas al Correo. Supongo que serán una prueba como otra cualquiera.

Sacó tres cartas del bolsillo. Tenían puesta la dirección, pero no los sellos.

—Su contenido —añadió— es estrictamente confidencial. Pero tratándose de un caso de asesinato, se ve uno obligado a confiar en la discreción de la policía. Estas cartas contienen nóminas y diversos informes financieros. Confío en que si dedica usted uno de sus hombres a copiarlas a máquina, no empleará en ello mucho menos de una hola.

—No se trata de sospechas —dijo amablemente Weston—. Todos los habitantes de la isla tendrán que justificar sus movimientos entre las once menos cuarto y las doce menos veinte de esta mañana.

—Lo comprendo —dijo Kenneth Marshall.

—Otra cosa, capitán Marshall —añadió Weston—. ¿Sabe usted algo de cómo dispuso los bienes que tenía?

—¿Se refiere usted a un testamento? No creo que hiciera nunca testamento.

—¿Pero no está usted seguro?

—Sus apoderados son Barkett Markett & Applebood, Bedfor Square. Ellos intervienen en todos sus contratos, y demás. Pero estoy casi seguro de que nunca hizo testamento. En cierta ocasión dijo que le daba escalofríos pensar en tal cosa.

—En ese caso, si ha muerto sin testar, usted, como marido, heredaría sus bienes.

—Sí, supongo que sí.

—¿Tenía ella parientes?

—No lo creo. Si los tenía, nunca los mencionó. Sé que sus padres murieron cuando ella era una chiquilla y que no tenía hermanos.

—Probablemente no tendría mucho que dejar...

—Al contrario —replicó Kenneth Marshall—. Sir Robert Erskine, antiguo amigo suyo, murió y le dejó gran parte de su fortuna. Ascendía, me parece, a unas cincuenta mil libras.

El inspector Colgate levantó la cabeza, pintada la sospecha en su mirada. Hasta entonces había guardado silencio.

—Entonces, ¿su esposa era realmente una mujer rica, capitán Marshall? —preguntó.

Marshall hizo un gesto de indiferencia.

—Supongo que lo sería.

—¿Y sigue usted creyendo que no hizo testamento?

—Puede usted preguntar a sus apoderados. Pero estoy casi seguro de que no. Lo creía de mal agüero.

Hizo una pausa y luego añadió:

—¿Algo más?

Weston hizo un gesto negativo.

—Creo que no... ¿verdad, Colgate? No. Permítame una vez más, capitán Marshall, que le exprese todo mi sentimiento por la desgracia sufrida.

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