Pasaron a la habitación de Linda Marshall, que era la inmediata. Estaba orientada al Este y se disfrutaba desde ella de una magnífica vista al mar por encima de las rocas.
Weston recorrió rápidamente la habitación.
—No creo que haya nada que ver aquí —murmuró—. Pero es posible que Marshall haya guardado en la habitación de su hija algo que no quisiera que encontrásemos. No es probable, sin embargo. Otra cosa sería si se tratase de ocultar un arma o algo por el estilo.
El coronel abandonó la habitación. Hércules Poirot
se
quedó rezagado. Había encontrado en la parrilla del hogar algo que le intrigó, algo que habían quemado allí recientemente. Se arrodilló y se puso a rebuscar con paciencia. Luego colocó sus hallazgos sobre una hoja de papel. Un gran trozo irregular de sebo de vela, algunos fragmentos de papel verde o cartón, posiblemente arrancados de un calendario, pues iban unidos a un trozo que mostraba una gran cifra «5» y una leyenda impresa que empezaba diciendo «hechos notables». Había también un alfiler ordinario y una substancia animal, que bien podía ser pelo, carbonizada.
Poirot colocó cuidadosamente en fila todos aquellos objetos y se quedó contemplándolos.
—¿Qué consecuencias sacar de esta colección? —murmuró—.
C’est fantastique
!
Cogió luego el alfiler y su mirada pareció hacerse más viva y penetrante.
—
Pour l’amour de Dieu!
—exclamó—. ¿Es posible?
Se levantó de donde se había arrodillado junto a la parrilla. Paseó lentamente la mirada por la habitación y esta vez apareció una expresión completamente nueva en su rostro, una expresión grave, casi dura.
A la izquierda de la chimenea había un estante con unas hileras de libros. Hércules Poirot leyó los títulos, pensativo.
Una Biblia, un manoseado ejemplar de las obras de Shakespeare. «El casamiento de William Ashe», por
mistress
Humphry Ward. «La madrastra joven», por Charlotte Yonge. «Asesinato en la catedral», por Eliot. «Saint Joan», de Bernard Shaw. «El viento se lo llevó», de Margaret Mitchell. «El patio en llamas», por Dickson Carr.
Poirot eligió dos libros: «La madrastra joven» y «William Ashe», y examinó el borroso sello estampado en la portada. Iba ya a volverlos a su sitio, cuando tropezó su mirada con un libro colocado forzadamente detrás de los otros. Era un pequeño volumen encuadernado lujosamente en piel color castaña.
Lo sacó y lo abrió.
—
Tenía yo razón
—murmuró lentamente mientras lo examinaba—. Tenía yo razón. Pero en cuanto a lo demás... ¿será posible? No, no es posible... a menos que...
Quedó perplejo, acariciándose el bigote mientras su imaginación repasaba el problema.
Y volvió a repetir lentamente:
—A menos que...
El coronel Weston se asomó a la puerta.
—Hola, Poirot, ¿pero todavía aquí?
—Ya voy, ya voy —contestó el detective.
Salió apresuradamente al pasillo.
La habitación inmediata a la de Linda era la de los Redfern.
Poirot la recorrió, observando automáticamente las huellas de dos individualidades diferentes: una pulcritud y delicadeza, que asoció con Cristina, y un pintoresco desorden, que era la característica de Patrick. Aparte de aquellos indicios delatores de la personalidad, la habitación no le interesó.
Seguía a continuación la habitación de Rosamund Darnley, y en ella se detuvo unos momentos gozando el vivo placer de observar la personalidad de su dueña.
Observó los libros colocados sobre la mesa junto a la cama y la refinada sencillez de los adminículos esparcidos por el tocador. Y allí percibió su olfato el elegante perfume usado por Rosamund Darnley.
A continuación de la habitación de Rosamund Darnley, en el extremo Norte del pasillo, se abría una puerta vidriera desde la que una escalera exterior conducía a las rocas de abajo.
—Por aquí baja la gente a bailarse antes de desayunar —explicó Weston.
La mirada de Hércules Poirot mostró repentino interés. El detective se asomó al balcón y miró hacia abajo.
Un sendero cortaba en zigzag las locas hasta llegar al mar. Había también otro que rodeaba el hotel hacia la izquierda.
—Se puede bajar por estas escaleras —dijo Poirot—, rodear el hotel por la izquierda y salir al camino principal que arranca de la calzada.
—Y también se puede atravesar la isla por la derecha sin necesidad de cruzar por delante del hotel —añadió Weston—. Pero así y todo, le verían a uno desde una ventana.
—¿Desde qué ventana?
—Dos de los cuartos de baño tienen vistas hacia esa parte, así como las salas de tertulia de la planta baja y el salón de billar.
—Cierto —dijo Poirot—, pero los primeros tienen cristales deslustrados, y no se pone uno a jugar al billar en una hermosa mañana de sol.
—Exacto —convino Weston—. Pero, contando con ello, ése fue el camino que tomó él.
—¿Se refiere usted al capitán Marshall?
—Sí. Todos los indicios apuntan hacia él. Por otra parte, su conducta no puede ser más sospechosa y desdichada.
—Es posible —dijo Poirot—, pelo las rarezas de un hombre no bastan para convertirle en asesino.
—Entonces ¿cree usted que debemos descartarle? —inquirió Weston.
—No me atrevería a decir tanto —contestó Poirot.
—Veremos lo que Colgate ha averiguado de la coartada de la máquina de escribir —dijo Weston—. Entretanto, la camarera de este piso nos está esperando para ser interrogada. Su declaración puede aclararnos muchas cosas.
La camarera era una mujer de treinta años, vivaracha e inteligente. Sus respuestas fueron claras y terminantes.
El capitán Marshall había subido a su habitación no mucho después de las diez y media. Ella estaba entonces terminando de arreglar el cuarto. Él le pidió que terminase lo antes posible. La camarera no le había visto volver, pero había oído poco después el ruido de su máquina de escribir. Serían entonces las once y cinco aproximadamente. Ella se encontraba en aquel momento en la habitación de los señores Redfern. Cuando terminó de arreglarla, se trasladó a la de
miss
Darnley, situada al final del pasillo. Desde allí no podía oír la máquina de escribir. Fue a la habitación de
miss
Darnley poco después de las once. Recordaba haber oído la campana de la iglesia de Leathercombe dar la hora al entrar. A las once y cuarto había bajado a tomar un piscolabis. Después había ido a arreglar las habitaciones de la otra ala del hotel. A una pregunta del coronel Weston, la camarera explicó que había hecho las habitaciones de aquel pasillo en el orden siguiente:
La de
miss
Linda Marshall, los dos cual tos de baño públicos, la habitación de
mistress
Marshall y su cuarto de baño privado, y la del capitán Marshall La habitación de los señores Redfern con su cuarto de baño y la de
miss
Darnley, también con su cuarto de baño. En cuanto a las habitaciones del capitán Marshall y de
miss
Marshall carecían de cuarto de baño privado.
Durante el tiempo que permaneció en la habitación de
miss
Darnley no había oído pasar a nadie por delante de la puerta o visto salir por la escalera exterior a las locas, pero era muy probable que no lo hubiera oído de haber salido alguien silenciosamente.
Weston orientó luego sus preguntas hacia el tema de
mistress
Marshall. No, la señora Marshall no se levantaba temprano por lo general. Ella, la camarera Gladys Narracott, se había sorprendido al encontrar la puerta abierta y que
mistress
Marshall había bajado poco después de las diez. Aquello era algo completamente desacostumbrado.
—¿Desayunaba
mistress
Marshall siempre en la cama?
—Oh, sí, señor, siempre. Pero desayunaba muy poco. Solamente té y jugo de naranja y una tostada. Esto lo hacen muchas señoras para adelgazar.
No; no había notado nada desacostumbrado en
mistress
Marshall aquella mañana. Tenía el humor de costumbre.
—¿Que opinión tenía usted de
mistress
Marshall,
mademoiselle
? —preguntó Poirot.
—Eso no está bien que yo lo diga, señor —se excusó Gladys Narracott.
—Por el contrario, estará muy bien —replicó Poirot—. Estamos ansiosos, muy ansiosos de escuchar su opinión, que será muy valiosa para nosotros.
Gladys dirigió una temerosa mirada al coronel, quien se esforzaba por poner gesto de aprobación, aunque realmente se sentía ligeramente desconcertado por los extraños métodos de su colega extranjero.
Por primera vez abandonó Gladys Narracott su animosa serenidad. Sus dedos no hacían más que alisar la punta de su delantal.
—Verá usted —empezó diciendo—; a mí
mistress
Marshall no me parecía del todo una señora. Quiero decir que recordaba más a una actriz.
—Como que lo era —dijo el coronel Weston.
—Sí, señor; eso es lo que iba a decir. Era una señora que lo hacia todo como le venía en gana. No se molestaba en ser cortés si no se sentía con humor para serlo. Tan pronto era toda sonrisas y arrumacos como la trataba a una con la mayor grosería, sólo porque no había acudido en seguida a la llamada del timbre o no le había devuelto su ropa blanca. Ninguna de nosotras la queríamos. Pero sus vestidos eran bonitos y ella una mujer muy guapa, y era natural que se la admirase.
—Siento tener que dirigir a usted la pregunta que le voy a hacer —intervino el coronel—, pero es algo de vital importancia. ¿Puede usted decirme cómo se llevaba con su marido?
Gladys Narracott titubeó un momento.
—¿Es que sospecha usted de él? —preguntó.
—¿Qué le parecería a usted si sospechásemos? —preguntó a su vez Poirot.
—Oh, no quiero ni pensarlo. El capitán Marshall es todo un caballero y no pudo hacer eso.
—Pero usted no está muy segura... lo noto en su voz.
—¡Lee una tantas cosas en los periódicos! —exclamó Gladys—. Los celos son mala cosa. Además, todo el mundo habla de lo mismo... ¡de ella y de
mister
Redfern! ¡Lástima de señora!
Mister
Redfern también es un perfecto caballero, pero parece ser que los hombres pierden la cabeza con mujeres como
mistress
Marshall, tan bella y elegante... Yo no sé si el capitán Marshall llegaría a enterarse.
—Y si se enteró, ¿qué? —preguntó vivamente el coronel Weston.
—A veces llegué a pensar que
mistress
Marshall tenía miedo de que su marido se enterase.
—¿Qué le hacía a usted pensarlo?
—No era nada concreto, señor. Era solamente que a veces me parecía que le tenía miedo. Él es un caballero muy tranquilo... pero nunca se sabe lo que una persona lleva dentro.
—Hasta ahora no nos ha dicho usted nada concreto —dijo Weston—. ¿No escuchó usted nunca alguna conversación entre los dos?
Gladys Narracott negó con un lento movimiento de cabeza.
Weston lanzó un suspiro de resignación.
—Hablemos, entonces, de las cartas recibidas por
mistress
Marshall esta mañana. —dijo—. ¿Puede usted decirnos algo de ellas?
—Hubo seis o siete, señor. No puedo decirlo exactamente.
—¿Se las llevó usted a la señora?
—Sí, señor. Las recogí en el despacho, como de costumbre, y las puse en la bandeja del desayuno.
—¿Recuerda usted algo de su aspecto?
—Eran cartas de aspecto corriente. Algunas me parecieron facturas y circulares, porque la señora las rompió y echó los pedazos en la bandeja.
—¿Qué fue de ellos?
—Fueron a parar al cajón de la basura, señor. Un policía los está examinando ahora.
—¿Y el contenido del cesto de los papeles?
—Estará también en el cajón de la basura.
—Muy bien; nada más por ahora —dijo Weston, lanzando una interrogadora mirada a Poirot.
Poirot se inclinó hacia delante y formuló una última pregunta:
—Cuando arregló la habitación de
miss
Linda esta mañana, ¿limpió usted la chimenea?
—No tenía nada que limpiar, señor. No se había encendido fuego en ella.
—¿Y no había nada en el hogar?
—Nada absolutamente.
—¿A qué hora arregló usted la habitación?
—A las nueve y cuarto, cuando la señorita bajó a desayunar.
—¿Sabe usted si después de desayunar volvió a subir a su habitación?
—Sí, señor; subió a las diez menos cuarto.
—¿Se quedó en la habitación?
—No, señor. Salió, algo apresuradamente, poco antes de las diez y media.
—¿Usted no volvió a entrar en su habitación?
—No, señor. Había terminado con ella.
—Hay otra cosa que necesito saber —dijo Poirot—. ¿Qué personas se bañaron antes de desayunar esta mañana?
—No puedo saber lo que hicieron las que habitan en la otra ala o en el piso de arriba. Sólo estoy enterada de las que se alojan en éste.
—Es precisamente lo que me interesa saber.
—Pues me parece que el capitán Marshall y
mister
Redfern fueron los únicos que se bañaron esta mañana. Siempre bajan temprano a darse un chapuzón.
—¿Los vio usted?
—No, señor; pero sus ropas de baño estaban puestas a secar en la barandilla del balcón, como de costumbre.
—¿
Miss
Linda Marshall no se bañó esta mañana?
—No, señor. Su ropa de baño estaba seca.
—Es todo lo que quería saber —dijo Poirot.
—Pero la señorita se baña casi todas las mañanas —añadió espontáneamente Gladys Narracott.
—¿Y los otros tres,
miss
Darnley,
mistress
Redfern y
mistress
Marshall?
—La señora Marshall nunca se bañaba tan temprano, señor.
Miss
Darnley lo hizo una o dos veces.
Mistress
Redfern no se baña con frecuencia antes de desayunar... solamente cuando hace mucho calor, pero no se bañó esta mañana.
—¿Ha observado usted si falta un frasco de alguna de las habitaciones que limpió usted? —preguntó de pronto Poirot.
—¿Un frasco, señor? ¿Qué clase de frasco?
—Desgraciadamente, no lo sé. Pero, ¿lo ha notado usted... o lo hubiese notado si hubiese desaparecido alguno de ellos?
—Tratándose de la habitación de
mistress
Marshall, eso no sería posible, ¡Tiene tantos la señora!
—¿Y las otras habitaciones?
—De
miss
Darnley tampoco estoy segura. Tiene muchas cremas y lociones. En las otras habitaciones ya es más fácil notar la falta de algún frasco.