Él dejó la taza.
—Me parece que nada puedo hacer mientras no sepa de qué fue declarado culpable ese hombre que quizá fuera su abuelo o quizá no. —Si en la Facultad, cuando él estudiaba Derecho, se había planteado algún caso de esa índole, lo había olvidado—. Si se trata de un delito menor, como hurto o agresión, no habría lugar a un perdón, pero si fue algo grave, como asesinato, entonces quizá, quizá… —Lo meditó un momento—. ¿Dijo cuándo había sido?
—No; pero, si lo enviaron a San Servolo, tuvo que ser antes de la
legge
Basaglia, que data de los años setenta, ¿no?
Brunetti reflexionaba.
—Humm —hizo y, tras un largo momento, dijo—: Sería difícil, aunque supiéramos el nombre.
—No necesitamos saber el nombre, Guido —insistió Paola—. Lo único que ella pide es una respuesta teórica.
—Pues la respuesta teórica es que, si no sabemos cuál fue el delito, no podemos dar una respuesta.
—¿O sea, que no hay respuesta? —preguntó Paola ácidamente.
—Paola —dijo Brunetti con tono parecido—, esto no me lo estoy inventando. Es como si me pidieras que tasara un cuadro o un grabado sin dejarme verlo. —Los dos se acordarían después de ese símil.
—Entonces, ¿qué puedo decirle?
—Lo que te he dicho yo. Lo que le diría cualquier abogado con buena conciencia profesional —prosiguió, haciendo como si no viera a Paola alzar las cejas ante la posibilidad de encontrar tan raro ejemplar—. ¿Qué dice el maestro de ese libro que siempre estás citando? «Hechos, hechos, hechos.» Pues bien, mientras yo, u otro, no conozcamos los hechos, ésa es la única respuesta que obtendrá la muchacha.
Paola, después de sopesar el coste y consecuencias de prolongar la discusión, comprendió que era preferible darla por terminada. Guido actuaba de buena fe, y el hecho de que a ella no le gustara su respuesta no la hacía menos válida.
—Gracias. —Con una sonrisa, agregó—: Ganas me dan de decirle, como aquel otro personaje de Dickens que, puesto que se ha ahorrado los cinco millones de liras de la minuta del abogado, salga a gastárselos en otras cosas.
—Tú en los libros siempre encuentras respuesta para todo, ¿no? —preguntó él con una sonrisa.
En lugar de contestar directamente, algo que rara vez hacía, Paola dijo:
—Me parece que fue Shelley quien afirmó que los poetas son los verdaderos legisladores del mundo. No sé si eso es cierto o no, pero me consta que los novelistas son los primeros chismosos del mundo. No importa de lo que se trate, ellos ya lo han dicho antes.
Él echó hacia atrás la silla y se levantó.
—Hasta luego, sigue con tu contemplación de las excelencias de la literatura.
Se inclinó, le dio un beso en la cabeza y se quedó esperando otra referencia literaria de su mujer, pero ella alargó el brazo y le dio unas palmadas en la pantorrilla.
—Gracias, Guido. Eso le diré.
Como una y otra consultas habían partido de personas que desempeñaban papeles episódicos en sus vidas, Brunetti y Paola se olvidaron de ellas o, por lo menos, las dejaron reposar en el fondo de su mente. Ni un departamento de policía que tenía que hacer frente al aumento de criminalidad resultante de la inmigración descontrolada procedente del Este de Europa se preocuparía de las corruptelas de una oficina municipal, ni Paola dejaría de releer
La copa dorada
por interesarse por los punto y comas de Calvino.
Cuando Claudia no compareció en la clase siguiente, Paola descubrió que casi se alegraba. No le apetecía transmitir la respuesta de su marido, ni involucrarse en la vida privada ni en las preocupaciones extraacadémicas de sus alumnos. Al igual que la mayoría de los profesores, lo había hecho más de una vez y su intervención había resultado inútil cuando no contraproducente. Ella tenía sus propios hijos, cuya existencia debía bastar y sobrar para satisfacer el instinto de protección que ella pudiera creerse en el deber de sentir.
Pero, a la semana siguiente, la muchacha volvió a clase. Durante la lección, que trataba del paralelismo entre las heroínas de James y las de Wharton, Claudia se comportó como siempre: tomaba notas, no preguntaba y parecía impacientarse con las preguntas de los estudiantes que denotaban ignorancia o falta de sensibilidad. Terminada la clase, esperó a que los otros salieran y se acercó a la mesa de Paola.
—Siento no haber podido venir la semana pasada,
professoressa.
Paola sonrió, pero, antes de que pudiera decir algo, Claudia preguntó:
—¿Ha tenido tiempo de hablar con su esposo?
Paola pensó en responderle si le parecía que, en dos semanas, podía no haber tenido ocasión de hablar con su marido, pero dijo:
—Sí, y dice que no puede darle una respuesta sin tener una idea de la gravedad del delito del que fue declarado culpable ese hombre.
Paola observaba el efecto de sus palabras en la cara de la muchacha: sorpresa, recelo y una rápida mirada inquisitiva, para convencerse de que no había trampa ni truco en su respuesta. Fueron expresiones fugaces, antes de decir:
—¿Ni siquiera en términos generales? Sólo quiero saber si él cree que sería posible o si sabe de algún procedimiento que permita… en fin… devolver el buen nombre a una persona.
Paola no suspiró pero sí habló con una lentitud de manifiesta paciencia.
—Eso es lo que no puede decir, Claudia, sin saber cuál fue el delito.
La muchacha se quedó pensativa y entonces sorprendió a Paola diciendo:
—¿Y si yo hablara con su marido? ¿Qué le parece?
O la muchacha estaba tan obsesionada por obtener la respuesta que no le importaba dar la impresión de que desconfiaba de Paola, o su ingenuidad le impedía darse cuenta de ello. En todo caso, la respuesta de Paola fue una lección de ecuanimidad.
—No veo por qué no. Si llama a la
questura
y pregunta por él, estoy segura de que él le dirá cuándo puede ir a verlo.
—¿Y si no me dejan hablar con él?
—Dígales que llama de mi parte. Esto bastará.
—Gracias,
professoressa
—dijo Claudia, dando media vuelta para marcharse. Al girar el cuerpo, tropezó con la cadera en el borde de la mesa y los libros que llevaba debajo del brazo cayeron al suelo. Paola se agachó para ayudarla a recogerlos y, con el instinto del amante de los libros, les echó una ojeada. Vio un título en alemán, cabeza abajo, que no pudo leer. Y la historia de la monarquía italiana de Denis Mack Smith, y la biografía de Mussolini, del mismo autor, ambos en inglés.
—¿Lee en alemán, Claudia?
—Sí; mi abuela me hablaba en alemán cuando yo era pequeña. Ella era alemana.
—¿Se refiere a su verdadera abuela? —preguntó Paola con una sonrisa alentadora.
Todavía con una rodilla en el suelo, arreglando los libros, la muchacha le lanzó una mirada de suspicacia, pero respondió pausadamente:
—Sí; mi abuela materna.
No queriendo dar la impresión de que pretendía fisgar, Paola se limitó a decir:
—Es una suerte haber tenido una educación bilingüe.
—También usted la tuvo, ¿no es verdad,
professoressa
?
—Aprendí el inglés siendo niña, sí —dijo Paola, sin especificar que no era por tener familiares de esta nacionalidad sino una serie de niñeras inglesas. Cuanto menos supieran los alumnos de su vida privada, mejor. Y, señalando los libros de Mack Smith, preguntó—: ¿Y usted?
Claudia se puso de pie.
—He pasado veranos en Inglaterra. —Ésa sería, al parecer, la única explicación que iba a dar.
—¡Qué suerte! —dijo Paola en inglés. Y agregó con una sonrisa—: Ascot, fresas y Wimbledon.
—Diga mejor limpiar los establos de mi tía en Surrey —respondió Claudia con el mismo inglés impecable.
—Si su alemán es tan bueno como su inglés, habrá que felicitarla —dijo Paola no sin un punto de envidia.
—Tengo pocas ocasiones de hablarlo, pero me gusta leerlo. Además —agregó apoyando los libros en la cadera—, tampoco abundan tanto los libros italianos sobre la guerra que sean fidedignos.
—Me parece que a mi marido va a gustarle hablar con usted, Claudia. Es muy aficionado a la historia, y hace años que le oigo decir eso mismo.
—¿En serio? ¿Él lee? —preguntó Claudia, y entonces, al darse cuenta de que sus palabras podían interpretarse como un insulto, añadió tímidamente—: Historia, quiero decir.
—Sí —dijo Paola recogiendo sus papeles y reprimiendo el impulso de añadir que su marido, además, sabía escribir. Con la misma afabilidad en la voz, agregó—: Sobre todo, la que escribían los griegos y los romanos. Al parecer, las mentiras que contaban ellos mitigan su indignación por las mentiras que cuentan los historiadores de hoy. Por lo menos, eso dice él.
Claudia sonrió.
—¿Querrá decirle que probablemente vaya mañana? ¿Y que tengo muchas ganas de conocerlo?
A Paola le pareció curioso que esa atractiva joven considerara natural decir a otra mujer que tenía muchas ganas de conocer a su marido. La muchacha no tenía nada de estúpida, de modo que seguramente sus palabras se debían a una especie de ingenuidad profunda que Paola no había observado en ningún alumno desde hacía mucho tiempo o bien a una causa que no podía adivinar.
Por más que la experiencia le había enseñado a no mezclarse en los asuntos de los alumnos, la curiosidad por descubrir qué había detrás de la petición de Claudia, le hizo responder:
—Sí; se lo diré.
Claudia sonrió y dijo ceremoniosamente:
—Muchas gracias,
professoressa.
Inteligente, culta, trilingüe como mínimo y respetuosa con sus mayores: al considerar esas cualidades, Paola pensó que quizá aquella muchacha se había criado en Marte.
Como la noche antes Paola le había dicho que la muchacha deseaba hablar con él directamente, cuando el agente de la entrada de la
questura
le dijo por teléfono que una joven preguntaba por él, Brunetti se figuró quién era.
—¿Cómo se llama?
Al cabo de unos instantes, el agente dijo:
—Claudia Leonardo.
—Acompáñela a mi despacho, por favor —dijo Brunetti y colgó el teléfono. Terminó de leer un párrafo de un inane informe sobre propuestas de gastos, dejó el papel a un lado y empezó a leer otro, consciente de que, cuando entrara la muchacha, con ello daría la impresión de que estaba trabajando.
Oyó un golpe en la puerta y vio la manga de un uniforme que se retiraba rápidamente para dejar paso a una jovencita. Parecía muy niña para ser una estudiante universitaria que se preparaba para el examen final, como le había dicho Paola.
El comisario se levantó, señalando la silla situada frente a él.
—Buenos días,
signorina
Leonardo. Encantado de recibir su visita —dijo, tratando de imprimir en su voz un tono benévolo.
La mirada fugaz que ella le lanzó le dio a entender que estaba habituada al paternalismo de las personas mayores y que no le gustaba nada. La muchacha se sentó y otro tanto hizo él. Era bonita como lo son casi todas las muchachas: cara ovalada, cabello oscuro y corto, y cutis fino. Pero parecía más viva y despierta que la mayoría.
—Me ha dicho mi esposa que desea usted hacerme una consulta —dijo Brunetti al comprender que la muchacha esperaba que él iniciara la conversación.
—Sí, señor. —Su mirada era directa y paciente.
—Que le interesa averiguar si es posible obtener un perdón por algo que ocurrió hace mucho tiempo y por lo que, si no he entendido mal, un hombre fue declarado culpable.
—Sí, señor —repitió ella, que mantenía tan fija la mirada que Brunetti se preguntó si no estaría esperando nuevas muestras de paternalismo, curiosa por ver la forma que tomaban.
—También me dijo que lo internaron en San Servolo y que murió allí.
—Eso es. —No había señales de emoción ni impaciencia en la cara de la joven.
Al comprender que no iba a vencer su reserva con esas preguntas, él dijo:
—Me ha contado que está usted leyendo la biografía de Mussolini de Mack Smith.
Su sonrisa descubrió dos hileras de dientes inmaculados y le agrandó los ojos hasta que los iris castaño oscuro quedaron completamente rodeados de un blanco brillante y sano.
—¿Usted la ha leído? —preguntó ella con viva curiosidad en la voz.
—Hace años —respondió Brunetti, y añadió—: Habitualmente, no leo mucha historia contemporánea, pero en una cena tuve una conversación con alguien que empezó a decir que con él todos estaríamos mejor, que sería una suerte si él pudiera…
—Infundir disciplina en los jóvenes —prosiguió ella sin una pausa— y restaurar el orden en la sociedad. —Claudia imitaba perfectamente el tono rotundo del hombre que hablaba en defensa del Duce y de la disciplina que había logrado infundir en el carácter italiano.
Brunetti, echando atrás la cabeza, soltó una carcajada, encantado y animado por el desdén que, con su imitación, manifestaba ella hacia aquel hombre y sus pretensiones.
—No recuerdo haberla visto allí —rió—, pero desde luego da la impresión de que estaba usted en aquella mesa, oyéndolo hablar.
—Es lo que oigo continuamente, hasta en clase —dijo ella con impaciencia—. Está bien que la gente se queje del presente. Al fin y al cabo, es uno de los principales temas de conversación. Pero, en cuanto mencionas las cosas del pasado que han hecho que el presente sea lo que es, la gente te echa en cara tu falta de respeto por el país y su tradición. Nadie está dispuesto a tomarse la molestia de pensar en el pasado, pensar realmente, y en lo funesto que fue aquel hombre.
—No sabía que los jóvenes supieran siquiera quién era el Duce —dijo Brunetti, consciente de que exageraba, aunque no demasiado, a juzgar por la amnesia casi total que observaba en personas de distintas edades con las que trataba de hablar de la guerra y sus causas. O, lo que era peor, por la historiografía sesgada y maquillada que vendía la imagen de un pueblo italiano afable y generoso al que los malvados vecinos teutónicos del norte habían llevado por el mal camino. La voz de la muchacha lo sacó de sus cavilaciones.
—La mayoría no lo sabe. Pero yo me refiero a los viejos. Una se imagina que ellos tendrían que saber o recordar cómo eran las cosas entonces, cómo era él. —Meneó la cabeza en otro gesto de exasperación—. Pues no, no oyes más que esas tonterías de que los trenes llegaban con puntualidad, de que no había problemas con la Mafia y de lo contentos que estaban los etíopes de ver a nuestros valientes soldados. —Calló, como tanteando el terreno frente a ese hombre de ojos amables, vestido de modo conservador. Lo que descubrió debió de alentarla a continuar—. Nuestros valientes soldados iban equipados con sus gases asfixiantes y sus ametralladoras, que les enseñaban las virtudes del fascismo.