—Tiempos desquiciados… —susurró para sí, y tuvo un ligero sobresalto al darse cuenta de que a su lado había alguien, una estudiante, que debía de estar pensando que su profesora estaba loca.
—¿Sí, Claudia? —preguntó casi segura de que ése era el nombre de aquella muchacha bajita, de cabello y ojos oscuros y una piel tan blanca como si nunca le hubiera dado el sol. Ya estaba en la clase de Paola el curso anterior. Hablaba poco, tomaba muchas notas y había hecho un buen examen. Paola tenía la impresión de que era una muchacha inteligente a la que la timidez impedía destacar.
—Me preguntaba si podría hablar con usted,
professoressa
—dijo la muchacha.
Recordando que sólo con sus propios hijos podía permitirse ser mordaz, Paola se abstuvo de preguntar si no era eso lo que ya estaban haciendo, cerró la cartera, se volvió hacia la joven y lo que preguntó fue:
—Desde luego. ¿Sobre qué? ¿Wharton?
—Bueno, en cierto modo,
professoressa,
pero en realidad, no.
Nuevamente, Paola tuvo que reprimir la primera frase que acudió a los labios, la de que tenía que ser o lo uno o lo otro.
—¿Sobre qué entonces? —preguntó, pero sonreía al preguntar, porque no quería que aquella muchacha, siempre tan retraída, decidiera ahora no seguir hablando. Para que no pareciera que tenía prisa por marcharse, Paola retiró la mano de la cartera, se apoyó en la mesa y volvió a sonreír.
—Es sobre mi abuela —dijo la muchacha, lanzando a Paola una mirada inquisitiva, como para preguntar si sabía lo que era una abuela. Entonces miró a la puerta, a Paola y otra vez a la puerta—. Me gustaría hacer una consulta sobre algo que la preocupa. —Dicho esto, la muchacha calló.
En vista de que Claudia no continuaba, Paola agarró la cartera y, lentamente, fue hacia la puerta. La muchacha se adelantó a abrírsela y esperó a que saliera Paola. Complacida por esa deferencia pero también molesta consigo misma por esa complacencia, Paola preguntó, no porque creyera que ello importaba sino porque le pareció que la respuesta podía inducir a la muchacha a dar más información:
—¿Su abuela materna o su abuela paterna?
—En realidad, ni una ni otra,
professoressa.
Prometiéndose una buena recompensa por todas las veces que había tenido que morderse la lengua durante esa conversación, si así podía llamársele, Paola dijo:
—¿Una especie de abuela honoraria?
Claudia sonrió, respuesta que se manifestó sobre todo en los ojos, lo que la hizo mucho más dulce.
—Eso, sí. No es mi verdadera abuela, pero yo la he llamado siempre así. La
nonna
Hedi. Porque es austriaca, ¿comprende?
Paola no comprendía, pero preguntó:
—¿Es familia de sus padres, tía abuela, por ejemplo?
Era evidente que la pregunta violentaba a la muchacha.
—No, nada de eso. —Hizo una pausa, pareció reflexionar y soltó—: Era amiga de mi abuelo, ¿comprende?
—Ah —dijo Paola. Eso estaba resultando mucho más complicado de lo que sugería la pregunta inicial de la muchacha, y Paola inquirió—: ¿Y qué era lo que quería consultar a propósito de su abuela?
—Bueno, en realidad, es sobre su esposo,
professoressa.
Paola, sorprendida, no pudo sino repetir:
—¿Mi esposo?
—Sí. Es policía, ¿no?
—Sí, policía.
—Pues me gustaría saber si podría preguntarle una cosa por mí, bueno, es decir, por mi abuela.
—Por supuesto. ¿Qué quiere que le pregunte?
—Si sabe algo de perdones.
—¿Perdones?
—Sí. Perdones de delitos.
—¿Quiere decir una amnistía?
—No; eso es lo que da el Gobierno cuando las cárceles están muy llenas y resulta demasiado caro tener allí a toda la gente. Los sueltan y dicen que es para celebrar algo especial o qué sé yo. Pero no me refiero a eso sino a un perdón oficial, una declaración formal del Estado de que una persona no fue culpable de un delito.
Mientras hablaban, habían ido bajando la escalera desde la cuarta planta, muy lentamente, pero entonces Paola se paró.
—Me parece que yo no entiendo mucho de eso, Claudia.
—Me hago cargo,
professoressa.
Pero fui a ver a un abogado, que me pedía cinco millones de liras para darme una respuesta, y entonces me acordé de que su esposo es policía y pensé que quizá él pudiera decírmelo.
Paola hizo un rápido gesto de asentimiento para indicar que había comprendido.
—¿Puede decirme qué es exactamente lo que quiere que le pregunte, Claudia?
—Si existe algún procedimiento legal para otorgar a una persona que ha muerto el perdón por algo por lo que fue procesada.
—¿Sólo procesada?
—Sí.
Ya empezaban a avistarse los límites de la paciencia de Paola cuando preguntó:
—¿Ni condenada ni encarcelada?
—En realidad no. Es decir, condenada pero no encarcelada.
Paola sonrió y puso una mano en el brazo de la muchacha.
—Me parece que esto no lo entiendo. ¿Condenada pero no encarcelada? ¿Cómo es posible?
La muchacha miró por encima de la barandilla a la puerta del edificio, abierta, casi como si la pregunta de Paola le hiciera pensar en la fuga. Se volvió hacia Paola y respondió:
—Porque el tribunal dijo que estaba loco.
Paola, absteniéndose escrupulosamente de indagar en la identidad de aquella persona, consideró esa respuesta antes de preguntar:
—¿Adónde lo enviaron?
—A San Servolo. Allí murió.
Paola, al igual que todos los habitantes de Venecia, sabía que la isla de San Servolo había albergado el manicomio hasta que la
legge
Basaglia cerró esos establecimientos y liberó a los pacientes o los internó en centros menos siniestros.
Aun intuyendo una negativa, Paola preguntó:
—¿No quiere decirme cuál fue el delito?
—No; me parece que no —respondió la muchacha, que entonces siguió bajando la escalera. Al llegar abajo, se volvió y gritó—: ¿Se lo preguntará?
—Claro que sí —respondió Paola, consciente de que lo haría tanto para complacer a aquella muchacha como para satisfacer su propia curiosidad.
—Gracias,
professoressa.
Hasta la próxima semana en clase. —Claudia fue hasta la puerta, se volvió y levantó la mirada hacia Paola—. Me han gustado las novelas. Me dio mucha pena que Lily tuviera que morir de aquel modo. Pero fue una muerte honorable, ¿verdad?
Paola asintió, contenta de que, al parecer, por lo menos uno de sus alumnos hubiera comprendido.
Brunetti, por su parte, no pensaba mucho en el honor aquella mañana, ocupado en la tarea de llevar el control de los pequeños delitos en Venecia. A veces, parecía que eso era lo único que hacían: rellenar formularios, enviarlos al archivo, confeccionar listas y jugar con las cifras, para mantener las estadísticas del crimen en un nivel bajo y tranquilizador. Refunfuñaba al sentarse a la mesa, pero, pensando que conseguir cifras exactas exigiría aún más papeleo, alargó la mano hacia los impresos.
Poco antes de las doce, cuando ya empezaba a pensar en el almuerzo con apetito, sintió unos golpecitos en la puerta.
—
Avanti
—gritó y, al levantar la cabeza, vio a Alvise.
—Una persona pregunta por usted, comisario —anunció el agente con una sonrisa.
—¿Quién es?
—Oh, ¿tenía que habérselo preguntado? —dijo el joven, sinceramente sorprendido de que pudiera esperarse de él semejante cosa.
—No, Alvise; hágalo pasar, por favor —dijo Brunetti con voz neutra.
Alvise dio un paso atrás y agitó el brazo, emulando el elegante movimiento de los enguantados agentes de tráfico de las películas italianas.
El ademán hizo pensar a Brunetti que en su despacho iba a entrar un personaje de la categoría del presidente de la República, por lo menos, y echó el sillón hacia atrás, disponiéndose a levantarse, a fin de mantener el alto nivel de urbanidad que había marcado Alvise. Al ver entrar a Marco Erizzo, Brunetti dio la vuelta a la mesa, estrechó la mano a su viejo amigo y luego lo abrazó dándole palmadas en la espalda. Al soltarlo miró aquel rostro familiar.
—Marco, qué alegría. ¡Dios, si hacía siglos! ¿Dónde estabas? —Llevaban, ¿cuánto?, un año, quizá dos, sin verse, pero Marco no había cambiado. El cabello conservaba su tono castaño, libre de canas, y aquella abundancia que tanto trabajo daba al peluquero, y la risa seguía marcando una miríada de pliegues en torno a los ojos.
—¿Dónde crees tú que he estado, Guido? —preguntó Marco, que hablaba veneciano con el cerrado acento
giudecchino
que, hacía casi cuarenta años, cuando él y Guido estaban en primaria, le valía las burlas de sus compañeros de clase—. Aquí, en casa, trabajando.
—¿Estáis bien? —se interesó Brunetti, incluyendo en la pregunta a la ex esposa de Erizzo y sus dos hijos, además de su actual compañera y la hija de ambos.
—Todos bien, felices y contentos —dijo Marco, con su respuesta habitual. Todo bien, todos contentos. Entonces, ¿qué lo traía a la
questura
esta hermosa mañana de octubre, en la que seguramente tendría cosas más importantes que hacer en sus muchas empresas? Marco miró su reloj—. ¿Es hora para
un’ombra?
A la mayoría de los venecianos, a partir de las once de la mañana, cualquier hora les parece buena para
un’ombra,
por lo que Brunetti asintió sin vacilar.
Camino del bar de Ponte dei Greci, hablaban de todo y de nada: de la familia, de los viejos amigos, de lo estúpido que era no verse casi nunca, excepto cuando se cruzaban en la calle y apenas cambiaban unas frases antes de seguir corriendo hacia lo que reclamaba su tiempo y su atención.
Al entrar en el bar, Brunetti iba hacia la barra, pero Marco lo asió del codo y lo llevó a la mesa de un rincón, al lado de una ventana. Brunetti se sentó frente a su amigo, seguro de que ahora descubriría qué lo había llevado a la
questura.
Ninguno de los dos había pedido nada, pero el camarero, que hacía años que tenía de cliente a Brunetti, les llevó dos copas de vino blanco y volvió a la barra.
—
Cin cin
—dijeron ambos, y tomaron pequeños sorbos. Marco movió la cabeza de arriba abajo con satisfacción—. Mejor que lo que te dan en la mayoría de los bares. —Bebió otro trago y dejó la copa en la mesa.
Brunetti no decía nada, sabedor de que ésa era la mejor táctica para hacer hablar a un testigo remiso.
—No voy a hacernos perder tiempo, Guido —dijo Marco con una voz distinta, más grave. Tomó la corta pata de la copa entre el índice y el pulgar de la mano derecha y le imprimió una pequeña rotación, gesto que inmediatamente resultó familiar a Brunetti. Siempre, desde que era niño, las manos de Marco delataban su nerviosismo, ya fuera rompiendo la punta del lápiz durante un examen o manoseando el botón del cuello de la camisa mientras hablaba con una muchacha que le gustara—. ¿Vosotros, chicos, sois algo así como los curas? —preguntó Marco levantando los ojos un instante y volviendo a mirar la copa.
—¿Qué chicos? —preguntó Brunetti, desconcertado.
—Los polis. Aunque seas comisario. Me refiero a que, si te cuento algo, ¿será como cuando éramos chicos y nos confesábamos, y el cura no podía decir nada a nadie?
Brunetti disimuló una sonrisa bebiendo un sorbo de vino.
—Me parece que no es lo mismo, Marco. Los curas tenían la obligación de callar, por gordo que fuera el pecado. Pero, si tú me hablas de un delito, probablemente, yo tenga que hacer algo al respecto.
—¿Un delito como cuál? —En vista de que Brunetti no respondía, Marco prosiguió—: Quiero decir: ¿cómo tendría que ser de grave el delito para que tuvieras que actuar?
La perentoriedad del tono de Marco denotaba que no se trataba de una especulación gratuita, Brunetti meditó la respuesta:
—No sabría decirte. No puedo hacerte una lista de todo. Veamos, cualquier cosa grave o violenta, imagino.
—¿Y si aún no hubiera ocurrido nada?
A Brunetti le sorprendió oír esa pregunta de labios de Marco, hombre realista, amigo de lo concreto. Era insólito que planteara una cuestión hipotética; Brunetti no recordaba haber oído a Marco utilizar una estructura gramatical compleja; lo suyo era la exposición clara y escueta.
—Marco, ¿por qué, sencillamente, no confías en mí, me cuentas lo que sea y dejas que vea qué se puede hacer?
—No es que no confíe en ti, Guido. Bien sabe Dios que sí, o no hubiera venido a verte. Es sólo que no quiero causarte problemas al decirte algo que quizá tú no quieras saber. —Miró a la barra, y Brunetti pensó que iba a pedir más vino, pero cuando su amigo se volvió otra vez hacia él comprendió que sólo quería comprobar si alguien podía oír lo que estaban hablando. En la barra había dos hombres, pero parecían enfrascados en su propia conversación—. De acuerdo, te lo contaré —dijo entonces—. Y luego tú decides.
Brunetti advirtió con sorpresa que el comportamiento de Marco y hasta el ritmo de sus frases se parecían a los de muchos de los sospechosos a los que él había interrogado durante tantos años. Siempre llegaba un momento en el que claudicaban y dejaban de resistirse al impulso de contar lo que sucedía o había sucedido o qué les había impulsado a hacer lo que habían hecho. Y ahora Brunetti aguardaba.
—Como ya sabes, o quizá no, he comprado otra tienda cerca de Santa Fosca —dijo Marco, e hizo una pausa, para dar lugar a que Brunetti respondiera.
—No lo sabía —dijo Brunetti, consciente de que debía limitarse a dar respuestas breves. No indagar ni pedir aclaraciones, sólo dejarles hablar hasta que se les acabe la cuerda. Cuando parezca que no tienen nada más que decir es el momento de empezar a hacer preguntas.
—Es la tienda de quesos que era del calvito aquel que siempre iba con sombrero. Un buen hombre. Mi madre compraba a su padre cuando vivíamos allí. Bien, el año pasado le triplicaron el alquiler y decidió retirarse del negocio, yo le pagué la
buon’ uscita
y me hice cargo del contrato de arrendamiento. —Miró a Brunetti, para comprobar que le seguía—. Ahora bien, como se trata de vender máscaras y
souvenirs,
hacen falta escaparates, para que la gente vea el género. Él tenía uno solo a la derecha, donde ponía el
provolone
y el
scamorza,
pero hay otro a la izquierda, sólo que su padre lo tapió hará unos cuarenta años. Figura en los planos originales, de modo que puede volver a abrirse. Y yo lo necesito. Yo necesito dos escaparates, para que la gente pueda ver todas esas chorradas y llevarse una máscara a Düsseldorf.