Ni él ni Brunetti consideraron necesario comentar semejante tontería, ni aludir a la circunstancia de que muchos de los artículos de «artesanía veneciana» que se venderían en la tienda se fabricaban en países del Tercer Mundo, en los que el único canal que habían visto los artesanos era el que discurría por detrás de sus casas y servía de cloaca.
—Bien, tomé la tienda en traspaso y mi arquitecto hizo los planos. Eso fue hace mucho tiempo, cuando el hombre accedió al traspaso, pero los planos no pueden presentarse al Comune hasta que el contrato de arrendamiento esté a mi nombre. —Volvió a mirar a Brunetti—. Eso fue en marzo. —Marco levantó el puño derecho, extendió el pulgar y repitió—: Marzo —y fue contando los meses—. Siete meses, Guido. Siete meses hace que esos cerdos me tienen esperando. Yo pago el alquiler, el arquitecto va a la oficina de planificación una vez a la semana a interesarse por los permisos, y le dicen que los papeles no están listos, o que tienen que comprobar esto o lo otro antes de concedérmelos.
Marco abrió el puño, apoyó la palma de la mano en la mesa y puso la otra mano al lado, con los dedos extendidos.
—Tú ya sabes lo que ocurre, ¿verdad?
—Sí —dijo Brunetti.
—La semana pasada dije al arquitecto que les preguntara cuánto. —Miró a Brunetti, como si sintiera curiosidad por averiguar si su amigo denotaría sorpresa y hasta quizá asombro por lo que oía, pero el comisario permaneció impasible—. Treinta millones. —Marco hizo una larga pausa, pero Brunetti no dijo nada—. Si les pago treinta millones, la semana que viene tengo los permisos y pueden empezar las obras.
—¿Y si no? —preguntó Brunetti.
—Sabe Dios —dijo Marco meneando la cabeza—. Pueden tenerme otros siete meses esperando, imagino.
—¿Por qué no les pagabas antes? —preguntó Brunetti.
—Mi arquitecto dice que no es necesario, que él conoce a los de la comisión y que es sólo que hay muchas peticiones antes de la mía. Además, tengo otros problemas. —Brunetti pensó que ahora le hablaría también de ellos, pero Marco dijo tan sólo—: No; no vienen al caso.
Brunetti recordaba que, varios años atrás, una cadena de restaurantes de comida rápida había hecho grandes reformas en cuatro locales, en los que los obreros habían trabajado día y noche y, casi antes de que el público tuviera tiempo de darse cuenta, ya habían abierto, y los olores de los diversos productos bovinos impregnaban el aire con unos tufos propios de un matadero de Sumatra en verano.
—¿Piensas pagar?
—No tengo elección, ¿no te parece? —preguntó Marco con fatiga—. Ya estoy pagando al abogado más de cien millones de liras al año, sólo para solventar los pleitos que me pone la gente en mis otros negocios. Si presento una demanda contra funcionarios municipales por poner trabas a la lícita explotación de mi negocio o por lo que a mi abogado se le ocurra imputarles, me saldrá aún más caro, el asunto se alargará durante años y al final me quedaré como antes.
—Entonces, ¿por qué has venido a verme? —preguntó Brunetti.
—Me gustaría saber si tú podrías hacer algo. Me refiero a si yo debería marcar los billetes o algo así… —La voz de Marco se apagó y él apretó los puños—. No es el dinero. En un par de meses puedo recuperarlo, con la de gente que compra todas esas birrias. Es que estoy hasta el gorro de trabajar de esta manera. Tengo tiendas en París y en Zúrich, y allí no se andan con esos cambalaches. Tú pides un permiso, ellos dan curso a tu petición y, terminados los trámites, te dan el permiso y empiezas las obras. Allí nadie se te cuelga de una teta, tratando de chupar. —Dio un puñetazo en la mesa—. No me extraña que esto sea un caos. —Bruscamente, su voz se elevó con un tono agudo y, durante un momento, Brunetti temió que su amigo perdiera los estribos—. Aquí no se puede trabajar. Lo único que quieren esos sinvergüenzas es chuparnos la sangre. —Otra vez golpeó la mesa con el puño. Los dos hombres del mostrador y el camarero los miraron, pero en Italia aquello no era una novedad, y se limitaron a asentir en silencio antes de proseguir su conversación.
Brunetti no sabía si las invectivas de Marco estaban dirigidas a Venecia en particular o a toda Italia en general. No importaba demasiado: en cualquier caso, tendría razón.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Brunetti.
Implícito en la pregunta —y así lo comprendían ambos— estaba el reconocimiento de que él nada podía hacer. En su calidad de amigo, podía compadecerse de las cuitas de Marco y compartir su indignación, pero, como policía, estaba impotente. El soborno se pagaría en efectivo, y el dinero contante y sonante no deja huella. Si Marco presentaba una queja formal contra alguien que trabajara en la comisión de planificación, ya podía pensar en cerrar las tiendas y retirarse de los negocios, porque nunca conseguiría otro permiso, por pequeña y por urgente que fuera la obra.
Marco sonrió y se deslizó hacia el extremo de la banqueta.
—Sólo quería desahogarme, imagino. O quizá restregártelo por las narices, Guido, porque trabajas para ellos, en cierto modo, y, si ésta era la razón, lo siento y te pido perdón. —Su voz parecía normal, pero Brunetti le miraba los dedos que ahora doblaban las esquinas de una servilleta de papel en cuatro triángulos iguales.
Brunetti se sorprendió de lo mucho que le dolía que un amigo pudiera pensar que él trabajaba para «ellos». Pero, si no trabajaba para «ellos», ¿para quién?
—No creo que la razón sea ésa —dijo al fin—. O, por lo menos, así lo espero. Y también yo he de pedir disculpas, porque no puedo hacer nada. Podría decirte que presentaras una denuncia, pero sería como decirte que te suicidaras, y no deseo eso. —Se preguntaba cómo podía Marco seguir abriendo tiendas si a cada paso se encontraba con esto. Pensaba en el muchacho inquieto y soñador con el que durante tres años había compartido el pupitre del colegio, y recordaba que Marco no podía estarse quieto mucho rato y, sin embargo, siempre tenía la paciencia necesaria para terminar una tarea antes de lanzarse a otra. Quizá Marco estaba programado como una abeja, y tenía que estar siempre trabajando y, cuando terminaba una cosa, salir volando en busca de otra ocupación.
—Bien —dijo Marco poniéndose en pie. Metió la mano en el bolsillo, pero Brunetti levantó una mano con autoridad. Marco comprendió, sacó la mano del bolsillo y la extendió a Brunetti, que seguía sentado.
—¿La próxima vez, por cuenta mía?
—Desde luego.
Marco miró el reloj.
—Tengo que marcharme, Guido, estoy esperando una partida de cristal de Murano —comentó, acentuando con una ligera sonrisa la palabra «Murano»—, procedente de la República Checa, y quiero ir a la aduana, para asegurarme de que no hay dificultades.
Antes de que Brunetti pudiera levantarse, Marco ya se había ido, andando deprisa, como había andado siempre, hacia un nuevo proyecto, un nuevo plan.
Aunque, después de cenar, Brunetti y Paola se contaron los sucesos del día, ninguno descubrió relación alguna entre los incidentes de sus respectivas jornadas ni, desde luego, asoció las historias que habían oído con el concepto del honor y sus imperativos. Paola, que se sentía en sintonía con Marco, comentó que siempre le había sido simpático, a lo que Brunetti dijo, sorprendido:
—Creí que no te caía bien.
—¿Por qué?
—Seguramente, porque es muy distinto de la clase de personas que a ti te gustan por regla general.
—¿Concretamente?
—Creí que lo considerabas un oportunista.
—Es un oportunista. Y precisamente por eso me gusta. —Al ver su gesto de extrañeza, explicó—: Recuerda que paso la mayor parte de mi vida profesional en compañía de estudiantes o de académicos. Los unos suelen ser unos vagos; y los otros, unos autosuficientes. Los unos quieren hablarte de su delicada sensibilidad y su alma herida, del súbito desengaño que les ha impedido terminar el trabajo que tenían que entregar; y los otros se explayan sobre su última monografía acerca del uso que Calvino hace del punto y coma, la cual va a marcar un hito en la crítica literaria contemporánea. Por eso, una persona como Marco, que habla de cosas tangibles, de hacer dinero y llevar un negocio, y que, durante todos estos años, ni una sola vez ha tratado de impresionarme con lo que sabe ni dónde ha estado, ni me ha aburrido hablándome de sus penas, una persona como Marco es como una copa de
prosecco
después de una larga tarde pasada tomando manzanilla fría.
—¿Manzanilla fría? —preguntó él.
Ella sonrió.
—Lo he dicho por el efecto del contraste con el
prosecco.
Es una técnica de exageración ingeniosa, similar a la
reductio ad absurdum,
que he aprendido de mis colegas.
—Los cuales, supongo, no tienen nada de
prosecco.
Ella cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza en la actitud de sublime resignación ante el martirio que puede verse en algunas imágenes de santa Ágata.
—Hay días en los que siento la tentación de llevarme tu pistola.
—¿Contra quién la usarías, estudiantes o profesores?
—¿Lo preguntas en serio? —dijo ella fingiendo asombro.
—No. ¿Contra quién?
—Contra mis colegas. Los estudiantes, pobres criaturas, son sólo jóvenes e inmaduros, y la mayoría, cuando crezcan, se convertirán en seres humanos relativamente agradables. A los que me gustaría destruir es a mis colegas, aunque sólo fuera para poner fin al interminable fárrago de autocomplacencia que tengo que aguantar.
—¿A todos? —preguntó él, acostumbrado a sus denuncias personalizadas y sorprendido ahora por lo indiscriminado del ataque.
Ella reflexionó, como quien prepara una lista, sabiendo que hay seis balas en la pistola. Al cabo de un rato, dijo, un poco decepcionada:
—A todos, no. Quizá a cinco o seis.
—Aun así, es la mitad de tu departamento, ¿no?
—En los libros figuran doce pero sólo nueve dan clase.
—¿Y qué hacen los otros tres?
—Nada. Pero se le llama documentación.
—¿Cómo?
—Uno es agresivo y, probablemente, chochea; la
professoressa
Bettin sufrió lo que se ha dado en llamar una crisis nerviosa y tiene baja indefinida por enfermedad, probablemente, hasta que se jubile, y el vicepresidente, el
professor
Della Grazia… bueno, ése es un caso especial.
—¿Qué quieres decir?
—Tiene sesenta y ocho años, hace tres que debería haberse jubilado, pero se niega a marcharse.
—¿Y tampoco da clase?
—No es de fiar con las alumnas.
—¿Qué?
—Lo que oyes. No es de fiar con las alumnas. Ni con las profesoras —agregó, después de una pausa.
—¿Qué hace?
—Con las alumnas, una especie de acotaciones guarras a todo lo que dice durante las tutorías, o decía, cuando las hacía. O en clase, leía gráficas descripciones del acto sexual. Eso sí, siempre, de los clásicos, para que nadie pudiera quejarse y, si se quejaban, él adoptaba una actitud de asombro y desdén, como si él fuera el único defensor de la tradición clásica. —Paola hizo una pausa, para darle ocasión de comentar, pero, como él no decía nada, prosiguió—: Dicen que a las profesoras jóvenes les veta la promoción si no media una relación sexual. Es vicepresidente del departamento, el que da el visto bueno a los ascensos, o no lo da.
—Y dices que tiene sesenta y ocho años —dijo Brunetti, no sin repugnancia.
—Lo cual, si lo piensas, te da una idea del tiempo que lleva haciendo eso impunemente.
—¿Pero ya no?
—No tanto, por lo menos, desde que lo obligaron a dejar las clases.
—¿Y ahora qué hace?
—Lo que te he dicho, documentación.
—¿En qué consiste?
—En ir a cobrar el sueldo y, cuando decida retirarse, recibir una generosa prima y una pensión más generosa todavía.
—¿Y eso es de dominio público?
—Para los miembros de la Facultad, desde luego; probablemente, para los estudiantes también.
—¿Y nadie hace nada?
Apenas lo hubo dicho, ya intuía lo que ella iba a responder, y fue:
—Esto viene a ser lo mismo que lo que te ha contado Marco. Todo el mundo sabe que estas cosas ocurren, pero nadie se arriesga a denunciarlas abiertamente, por miedo a las consecuencias. Ser el primero en hacerlas públicas sería un suicidio profesional. Te enviarían a Caltanissetta, por ejemplo, a enseñar… —Él la vio buscar un tema que fuera lo bastante erudito—: «Los elementos del verso trovadoresco en la poesía cortesana catalana antigua.»
—Es curioso —dijo Brunetti—, me da la impresión de que, quien más quien menos, todos nos hemos hecho a la idea de que esta clase de cosas pueden ocurrir en una dependencia del Gobierno. Pero pensamos, o quizá confiamos, por lo menos, yo, en que en una universidad no puedan darse esas situaciones.
Paola repitió su imitación de santa Ágata y poco después ambos se iban a la cama.
Por la mañana, durante el desayuno, Paola preguntó:
—¿Y bien?
Brunetti sabía a qué se refería: a la respuesta que él no había dado la noche antes, cuando ella le habló de la petición de su alumna, y dijo:
—Depende de cuál fuera el delito, y de la sentencia que se dictara.
—No me dijo cuál fue el delito, sólo que lo declararon culpable y lo enviaron a San Servolo.
Mientras removía el café distraídamente, Brunetti preguntó:
—¿Y la mujer es austriaca? ¿Te dijo quién era él?
Paola repasaba la breve conversación mantenida con la muchacha, tratando de recordar los detalles.
—No; pero mencionó que la mujer era amiga de su abuelo, por lo que debe de tratarse de él.
—¿Cómo se llama la chica? —preguntó Brunetti.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Podría pedir a la
signorina
Elettra que mire si hay algo en los archivos.
—Pero la vieja no es pariente suya —protestó Paola, reacia a exponer a la joven a una investigación policial, por más discreta y bienintencionada que fuera. ¿Quién sabía las consecuencias que podía tener el hecho de introducir su nombre en el ordenador de la policía?
—De todos modos, el abuelo sí lo sería —dijo Brunetti, más mordaz de lo que se proponía; le irritaba que, en cierta manera, su mujer le hubiera traído trabajo a casa…
—Guido —empezó a decir Paola con una voz que incluso a ella le pareció insólitamente dura—, lo único que esa chica quiere saber es si, teóricamente, es posible que se conceda un perdón. No pide una investigación policial, sino sólo información. —Paola, maestra de la vieja escuela, tenía la convicción de que, en cierto modo, ejercía con sus alumnos
in loco parentis,
idea que le impedía revelar el nombre de la muchacha.