—Me temo que a la gente le cueste demasiado abandonar sus ideas —argumentó Brunetti, a modo de explicación—. Si uno ha depositado su lealtad y, digamos, su amor en semejantes doctrinas, le será imposible reconocer que son demenciales.
—Supongo que sí —concedió Vianello, aunque no parecía muy convencido. Caminando uno al lado del otro, llegaron a la
riva
y torcieron hacia la
piazza.
»Es curioso, comisario —agregó Vianello—, pero desde hace varios años, y cada vez más a menudo, me ocurre que conozco a una persona y, después de hablar con ella y oír las cosas que dice, me voy con la impresión de que está loca, pero loca de verdad.
Brunetti, a quien le ocurría lo mismo, preguntó:
—¿Qué cosas?
Vianello meditó antes de responder, lo que quizá era señal de que ésa era la primera vez que hablaba de ello.
—Verá, alguien me dice que le preocupa el agujero de la capa de ozono, y lo que puede ocurrirles a sus hijos y a las futuras generaciones, y luego me cuenta que se ha comprado un cochazo, como los de los norteamericanos. —Siguió andando al mismo paso que Brunetti, reflexionó un momento y prosiguió—: Y no digamos la religión, con cosas como lo de que el padre Pío se ha curado porque con un helicóptero le pasaron una imagen por encima del monasterio.
—¿Qué? —preguntó Brunetti, que creía que eso se lo había inventado Fellini para una película.
—Lo que quiero decir es que, por muchas historias que nos cuenten, ese hombre era un perturbado. Y ahora quieren hacer de él un santo. Sí —agregó Vianello, que ya se había aclarado las ideas—, son esas cosas, es el hecho de que la gente pueda creer todo eso lo que me hace pensar que quizá el mundo se ha vuelto loco.
—Mi mujer dice que le resulta más fácil aceptar la conducta humana si piensa que todos somos unos salvajes con
telefonini
—dijo Brunetti.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Vianello con tono de curiosidad, no de escepticismo.
—Eso, tratándose de mi esposa, siempre es difícil de adivinar —reconoció Brunetti y, refiriéndose ya a la visita, preguntó—: ¿Qué le ha parecido?
—Que ha reconocido el nombre, seguro —dijo Vianello.
Brunetti se alegró de ver confirmada su intuición.
—¿Qué me dice de la mujer?
—Yo prestaba más atención al viejo.
—¿Cuántos años diría que tiene ella? —preguntó Brunetti.
—¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Por qué lo pregunta?
—Para hacerme una idea de la relación que pueda existir entre ellos.
—¿Se refiere a parentesco?
—Sí; no la trataba como a una criada.
—Le ha pedido que le acercara la silla —le recordó Vianello.
—Sí, pero la gente no trata de esa manera a una criada. Con los criados se es más cortés que con la familia. —Brunetti lo sabía porque hacía décadas que observaba cómo trataba la familia de Paola a los criados, pero prefería no dar esa explicación a Vianello.
—En la libreta de teléfonos no estaba el nombre, ¿verdad? —preguntó Vianello.
—No; sólo el número.
—¿La
signorina
Elettra ha comprobado en el registro telefónico con qué frecuencia llamaba la muchacha?
—Ahora está en eso.
—Sería interesante saber el motivo de las llamadas, ¿no cree?
—Especialmente, después de que él haya dicho que no la conocía —asintió Brunetti.
Hasta que llegaron a la
piazza
no reparó el comisario en que estaba apartando a Vianello del camino de su casa. Se paró y le dijo:
—Iré a tomar el Uno. ¿Le apetece beber algo?
—No por estos contornos —dijo Vianello paseando la mirada por la
piazza
y sus enjambres de palomas y turistas, tan irritantes las unas como los otros—. No faltaría sino que me propusiera ir al Harry's Bar.
—Me parece que, si no eres turista, no te dejan entrar —dijo Brunetti.
Vianello se rió, como suelen reírse los venecianos de la ocurrencia de entrar en el Harry's Bar, y dijo que iría a casa andando.
Brunetti, con más distancia que recorrer, se dirigió a la parada del
vaporetto
y tomó el Uno hasta San Silvestre Durante el trayecto, contemplaba distraídamente las fachadas de los
palazzi
mientras repasaba su visita a Filipetto. El despacho estaba bastante oscuro, no se veía bien, pero no había podido observar indicios de riqueza. Se creía que los notarios pertenecían a la clase más adinerada del país, y en la notaría de los Filipetto se habían sucedido varias generaciones; aun así, en aquella habitación nada sugería opulencia.
La americana que llevaba el viejo tenía las bocamangas raídas, y la ropa de la mujer no llamaba la atención más que por su ramplonería. Por otra parte, como lo habían conducido directamente al despacho de Filipetto, Brunetti no había podido hacerse una idea de las proporciones del piso, pero había visto de pasada el corredor central, que apuntaba a la existencia de muchas habitaciones. Además, un
notaio
pobre era tan inconcebible como un cura célibe.
En casa, aunque Paola no preguntaba sí había adelantado algo, él percibía su curiosidad, y le habló de Filipetto mientras ella sumergía la pasta en el agua hirviendo. A la izquierda de la olla, en una sartén, se cocía, a fuego lento, el tomate con aceitunas negras y alcaparras; si había algo más, él no podía apreciarlo a simple vista. Antes de que ella hiciera un comentario, Brunetti preguntó:
—¿De dónde has sacado esas alcaparras tan grandes?
—Los padres de Sara pasaron una semana en Salina, y la madre me trajo medio kilo.
—¿Medio kilo de alcaparras? —preguntó él con asombro—. Vamos a tardar años en comérnoslas.
—Están en salazón y se conservarán —respondió Paola—. Podrías preguntar a mi padre.
—¿Por Filipetto?
—Sí.
—¿Qué puede saber?
—Tú pregúntale.
—¿Cuánto tardará la pasta…? —quiso saber Brunetti, pero ella cortó:
—No llames hasta después de cenar. La conversación puede ser larga.
Era tal la impaciencia de Brunetti por hacer la llamada que las alcaparras, para no hablar de la pasta, recibieron menos elogios de los que normalmente hubieran tenido. Y, casi sin probar el postre, él volvió a la sala y llamó por teléfono a su suegro.
El conde sorprendió a Brunetti cuando, nada más oír el nombre de Filipetto, propuso:
—Será preferible hablar de esto personalmente, Guido.
Sin un momento de vacilación, Brunetti preguntó:
—¿Cuándo?
—Mañana por la mañana salgo para Berlín y no regresaré hasta fines de la semana.
Antes de que el conde pudiera proponer una fecha posterior, Brunetti preguntó:
—¿Tienes tiempo ahora?
—Son más de las nueve —dijo el conde, pero era sólo una observación, no una excusa.
—Podría estar ahí en quince minutos —insistió Brunetti.
—De acuerdo. Si a ti te va bien… —dijo el conde, y colgó.
Brunetti tardó aún menos, a pesar del tiempo que pasó en explicar a Paola adónde iba y recibir los saludos cariñosos que ella enviaba a sus padres, como si no hablara con ellos por lo menos una vez al día.
El conde estaba en su estudio, con traje gris oscuro y una corbata sobria. A veces, Brunetti se preguntaba si la comadrona que había ayudado a venir al mundo al heredero de los Falier se habría sorprendido al ver a un bebé con traje oscuro y corbata, pensamiento que nunca se había atrevido a manifestar a Paola.
Brunetti aceptó la
grappa
que el conde le ofrecía, movió la cabeza de arriba abajo en reconocimiento de su calidad, se sentó en uno de los sofás y preguntó directamente:
—¿Filipetto?
—¿Qué quieres saber?
—Su número de teléfono estaba en la libreta de direcciones de la joven que fue asesinada la semana pasada. Ya habrás leído la noticia.
El conde asintió.
—Supongo que no sospecharás que la asesinara el
notaio
—dijo con media sonrisa.
—Desde luego. Dudo que pueda ni salir de casa. He estado hablando con él esta tarde, le he dicho lo del número y él ha negado que la conociera. —Como el conde no respondía, Brunetti agregó—: Mi intuición me dice que la conocía.
—Muy propio de los Filipetto —dijo el conde—. Mienten por impulso y por inclinación, todos ellos, toda la familia, ahora y siempre.
—Una condena categórica, cuando menos —comentó Brunetti.
—Pero válida.
—¿Cuánto hace que los conoces? —preguntó Brunetti, a quien interesaban los hechos tanto como las opiniones.
—Toda la vida, probablemente; por lo menos, de nombre. No creo haber tenido tratos con ellos directamente hasta que regresé a Italia, después de la guerra, cuando mi familia compraba propiedades y ellos formalizaban la operación.
—¿Actuando por parte vuestra?
—No —dijo el conde con énfasis—. Por la del vendedor.
—¿Alguna vez trabajaron para vosotros?
—Una sola —dijo el conde lacónicamente—. Al principio.
—¿Qué ocurrió?
El conde tardó en contestar, tomó un sorbo de
grappa,
lo saboreó y dijo:
—Ya comprenderás que no me extienda en los detalles. —En una alusión a su común creencia de que sobre las transacciones financieras no hay que dar más explicaciones que las indispensables. Brunetti recordó la negativa de Lele a hablar por teléfono de cosas importantes y se preguntó si la suspicacia habría llegado a ser una característica genética peculiar en los italianos—. Nosotros pensábamos comprar una finca y Filipetto fue encargado de comprobar el registro de la propiedad. Cuando él nos aseguró que la finca pertenecía a uno de los herederos, mi padre entregó una cantidad a cuenta a tal heredero. —El conde hizo una pausa, para dar tiempo a Brunetti de suponer que el pago se había hecho en efectivo, que no había constancia de él y, probablemente, era ilegal, lo cual explicaba su negativa a hablar del asunto por teléfono—. Luego, cuando el caso fue a juicio, resultó no sólo que aquella persona no tenía derecho a la propiedad sino que Filipetto lo sabía, probablemente, desde el primer momento. No llegué a saber de quién fue la idea del pago, si suya o del heredero, pero estoy seguro de que se lo repartieron. —Brunetti se sorprendió de la calma que el conde mantenía en la voz y el gesto. Quizá después de pasarte la vida nadando en las turbulentas aguas de los negocios, un tiburón no era más que otro pez cualquiera—. Desde entonces —prosiguió el conde— no he tenido tratos con él.
Brunetti miró el reloj y vio que eran más de las diez.
—¿A qué hora te vas mañana? —preguntó.
—No te preocupes. Ya no necesito dormir mucho. Es una necesidad que mengua con la edad, como tantos deseos.
La alusión del conde a la edad hizo pensar a Brunetti en la
signora
Jacobs.
—Este caso atañe también de algún modo a una anciana austriaca —dijo—. Se llama Hedwig Jacobs. ¿La conoces?
—El nombre me suena —dijo el conde—. Pero no se me ocurre de qué. ¿Qué tiene que ver ella en el caso?
—Fue la amante de Guzzardi.
—Pobre mujer, aunque sea austriaca.
—Austriaca o no, estuvo a su lado hasta el final —dijo Brunetti, sorprendiéndose por la rapidez con que había salido en defensa de la anciana. Como el conde no decía nada, agregó—: Fue hace cincuenta años.
El conde se quedó un momento pensativo, suspiró y dijo:
—Sí. —Se levantó, fue al armario de las bebidas y volvió con la botella de
grappa.
Sirvió otras dos copas, dejó la botella en la mesa entre los dos y se sentó.
—Cincuenta años —repitió el conde, y sorprendió a Brunetti la nota de tristeza de su voz.
Quizá fuera la hora, o la extraña intimidad de su diálogo en el silencioso
palazzo,
o quizá fuera, simplemente, la
grappa,
lo cierto es que Brunetti se sintió rebosar de afecto hacia aquel hombre al que conocía desde hacía décadas pero sin llegar a conocerlo realmente.
—¿No te sientes orgulloso de lo que hiciste en la guerra? —preguntó impulsivamente, sorprendiéndose a sí mismo tanto como al conde.
Si creía que su suegro tendría que pensar la respuesta, se equivocaba, porque fue inmediata:
—No; no estoy orgulloso. Al principio, sí lo estaba, supongo. Era muy joven, un crío. Aún no había cumplido dieciocho años cuando terminó la guerra, y había estado viviendo y actuando como un hombre, o como yo creía que debía vivir y actuar un hombre, hacía más de dos años. Pero mi edad moral —matizó, hizo una pausa y miró a Brunetti con una sonrisa extrañamente cándida— o, si lo prefieres, mi edad ética, era la de un chiquillo.
El conde contemplaba la alfombra y alisó una hebra del fleco que se había doblado, y eso hizo pensar a Brunetti en Claudia Leonardo y las circunstancias de su muerte. La voz del conde lo hizo volver al presente.
—Nadie debería enorgullecerse de haber matado, y menos, a hombres como los que nosotros matábamos hacia el final de la guerra. —Miró a Brunetti instándole a comprender—. Supongo que todo el mundo se hace una idea del típico soldado alemán: un gigante rubio con la calavera de las SS en los hombros, enjugando la sangre de la bayoneta después de atravesar con ella la garganta de… qué sé yo, una monja o la madre de alguien. Los hombres con los que yo estaba decían que veían a tipos de ésos al principio, pero al final todos eran unos mozalbetes asustados, con guerrera de un color y pantalón de otro que ellos llamaban uniforme y con un fusil en la mano que les daba la ilusión de ser un ejército.
»Pero no eran más que chiquillos despavoridos ante la idea de la muerte, lo mismo que nosotros. —Tomó un sorbo de
grappa
y envolvió la copa con las manos—. Me acuerdo de uno de los últimos que matamos. —Su voz era serena, desapasionada, como muy distante de los hechos que describía—. Tendría a lo sumo dieciséis años. Le hicimos un juicio, o lo que nosotros llamábamos juicio, pero venía a ser eso que dicen en las películas norteamericanas: «Concededle un juicio justo y luego ahorcadlo.» Sólo que nosotros lo fusilamos. Oh, nos sentíamos importantes, unos héroes, jugando a los abogados y los jueces. Él era un crío, estaba inerme y no había razón alguna por la que no hubiéramos podido tenerlo prisionero. Se rindieron al cabo de una semana.
Pero él ya estaba muerto.
El conde volvió la cara hacia la ventana. Se veían luces al otro lado del canal y él las miraba mientras seguía hablando.