—Se puede ordenar el levantamiento del cuerpo. Sin autopsia, imposible determinar la causa de la muerte. No hay rastro alguno de hematomas o heridas. Ningún derrame nasal o bucal del que pueda deducirse un fallecimiento por asfixia. El rostro no está cianótico, no hay petequias, así que, a priori, no se ha producido un estrangulamiento.
Desde atrás, examinaba la tela humana con la mirada de un extraño apasionado. Olvidados los trenes en miniatura y las sensiblerías de barra. La máquina Sharko, empernada de insensibilidad, se volvía a poner en marcha.
—¿Relaciones sexuales?
—A primera vista, no. Sin embargo, la víctima ha perdido muchísima agua. Esos cercos, sobre el suelo y el reclinatorio, atestiguan una copiosa sudación.
—Uno no suda tras la muerte, ¿me equivoco?
—No. Trajeron a la mujer viva hasta aquí. Observación confirmada por el hecho de que el cuerpo no ha sido desplazado. Murió en este confesionario, sin que logre entender de qué. ¡Y me pone de los nervios!
—¿Puedo?
Me cedió el sitio en el confinamiento. Las cejas, las axilas y el pelo púbico de la víctima también faltaban.
—¿Los técnicos le han quitado la cinta adhesiva de los ojos?
—Sí. Chatterton, colocada por encima de los párpados. Lo verá en las pruebas fotográficas.
El médico continuó, mientras mi mirada seguía la dirección del dedo muerto.
—Dientes sanos y cuidados, físico limpio, pero uñas largas, incluidas las de los dedos de los pies. Cuatro, en la mano derecha, están rotas o arrancadas. Podría ser prueba de un encierro forzado… y prolongado…
Me incliné por encima del reclinatorio, con las ventanas de la nariz atentas.
—Sí —anticipó el forense—, se huelen olores de perfume o crema, presentes en la totalidad de la piel, incluso sobre el cráneo. En la boca y la comisura de los labios, he hallado rastros de un compuesto azucarado, oscuro, quizá miel. Seguramente es lo que ha retenido a esas mariposas. Los análisis de sangre y del contenido estomacal lo confirmarán…
La luz cruda del halógeno me cortaba las pupilas. Cuantas más informaciones almacenaba, más me invadía la turbación.
¿De qué había muerto esa mujer?
—¿Alguna idea sobre la hora de la muerte?
—Por la rigidez del cadáver y la temperatura rectal, diría que en plena noche, entre las dos y las cuatro de la madrugada… La autopsia lo precisará…
Van de Veld se quitó los guantes de látex; bajó la parte superior de su pesada maleta de instrumentos cortantes antes de tragarse media botella de agua.
Me giré hacia la cabellera rubia de Sibersky:
—Los tobillos están atados, contrariamente a las manos, que han soltado de forma voluntaria. El índice apunta esa parte del confesionario. ¿El técnico encargado de las recogidas de muestras no ha encontrado nada?
—Que yo sepa, no. Ni huellas, ni marcas particulares.
Ordené a los enterradores que se llevasen el cadáver al instituto médico-legal. Cuando se marcharon, Sibersky se metió las manos en los bolsillos de los tejanos.
—Bueno, comisario, ¿qué opina?
—Sobre todo me planteo preguntas. ¿Por qué aquí? ¿Por qué viva? ¿Por qué afeitada y desnuda?
El joven teniente me expuso sus impresiones en caliente.
—La víctima estaba en el camerino del penitente. En cuanto al asesino, se ha metido en la parte central, la del confesor, ya que la puerta estaba abierta. Todo, en la puesta en escena, indica, pues, el ritual de la confesión. El pecador de un lado, arrodillado; el confesor al otro.
—Salvo que nuestra pecadora no ha venido por voluntad propia.
—¡Eso está claro! Sus miembros atados demuestran que la han forzado a una determinada forma de sumisión; quizá física, ya que un esfuerzo ha podido generar todo ese sudor, o sino simplemente auditiva y verbal.
—Algo del tipo: «Háblame, confiesa tus pecados y Dios te perdonará…».
—Así es. En cuanto a la desnudez… Ver a una mujer desnuda, atada, arrodillada y reclamando el perdón, ¿no es el símbolo supremo de la dominación, de la relación amo-esclavo?
Entorné los ojos.
—Es una causa posible, por supuesto, pero…
Abracé el espacio, con los brazos abiertos.
—… Mira a tu alrededor. La iglesia forma un mismo bloque, orientado hacia una misión única: la plegaria, la entrega de sí, la fe. En fin, no sé gran cosa de religión, apenas si he leído la Biblia, pero sé que en el Génesis Adán y Eva estaban desnudos, tan desnudos como nuestra víctima. La pureza de los primeros días… La desnudez original, la de todas las criaturas de Dios…
Sibersky emitió un curioso silbido.
—¡Bueno! ¿Qué es lo que me quiere dar a entender con eso?
—Tan sólo que, en una escena de crimen, el entorno puede justificar los actos. Quizá la afeitó y desnudó no para responder a una fantasía cualquiera, sino con el único objetivo de traerla aquí, para prepararla para… una especie de ceremonia. ¿Acaso quería ofrecerla al juicio de Dios en su forma primitiva, en esa desnudez absoluta que vuelve a situar a todos los seres humanos en el mismo rango?
Miré fijamente una gran vidriera, enfrente de mí.
—Lo que quiero decir es que no hay que llevarlo todo al sadismo, a las fantasías de los pervertidos sexuales. Algunos intentan alcanzar un objetivo más… elaborado…
—Elaborado como la presencia de esas extrañas mariposas. ¿Qué pintan esos asquerosos bichos en esto?
Me encongí de hombros.
—No tengo ni puñetera idea. ¿Qué se repite sobre ellos, casi siempre? Que simbolizan la belleza, el renacimiento, la transformación, cuando salen de las crisálidas.
—Ya. Quizá nos las vemos con un fan de
El silencio de los corderos
… El tipo de tío bien chalado.
—Chalado o no, da muestras de dominio y sangre fría. La escena es de tipo organizado. Basta observar la posición de la mujer, la presencia de la miel, el perfume, las mariposas. Por la manera como se ha cometido el asesinato, ninguna pulsión vino a perturbarlo, conservó la calma y, por ello, limitó los errores.
—Así que preparó la operación con antelación, con minucia. Conoce el lugar, el medio de entrar. Quizás es un adepto a las misas del domingo por la mañana… Anotó esa vía de investigación en su libreta antes de proseguir. —… Condiciona a su presa, a la que retiene varios días, la perfuma, la afeita, la limpia. Se procura esos insectos. Y procede. El confesionario, en plena noche… Me volví a acercar al lugar del perdón y prolongué la idea de Sibersky.
—Una vez perpetrado el crimen, del que por ahora ignoramos el modo, desata las manos a la penitente para colocar el brazo derecho de un modo peculiar. Es evidente que el índice de la muerte nos señala algo.
—Sin embargo, el experto ya lo ha comprobado… Y yo también… No hay nada particular sobre los revestimientos de madera…
—Hay que seguir buscando. No es la víctima quien se expresa, sino su asesino. Ese desgraciado tiene cosas que decir.
Regresé al interior del habitáculo, encorvado, oprimido por el espacio demasiado estrecho. La pared designada presentaba rayadas, algunos golpes, pero nada concreto. Ni siquiera, al golpear sobre la madera lisa, discerní ninguna variación de densidad.
—¡Joder! ¡Tiene que indicar algo por narices! Haciendo abstracción del confesionario, la dirección apunta… esa alineación de columnas, y luego, al final…, esa parte de la pared.
—No le he esperado, ya la he inspeccionado —replicó Sibersky—. Y el suelo, y las columnas… Nada fuera de lo normal, ninguna inscripción o marca extraña. Quizá deberemos hablar con el sacerdote…
—Un momento…
Avanzaba entre la perfección de los ornamentos, deslumbrado por la excelencia de la construcción. Mis dedos palpaban la piedra centenaria. En la dirección sugerida por el dedo muerto, no apareció nada. Amplié mi zona de búsqueda. Los bancos, la nave, las decoraciones esculpidas. Fracaso una y otra vez. El asesino nos hablaba y nos negábamos a escucharlo.
—¡Joder! ¡Odio esto!
Ultimo ensañamiento visual, última decepción.
—¡Bueno! Me largo a la central. Leclerc me espera para hacer un balance. ¿Quién está al cargo de la investigación de proximidad?
—Crombez, con cinco o seis hombres.
—¿Y de la declaración del cura?
—Yo, oficialmente. Y voy retrasadísimo.
—Hay que monopolizar a un chico para registrar la iglesia. ¡Y si hay que mirar bajo el vestido de la Virgen Santa, miraremos debajo del vestido de la Virgen Santa!
Al acercarme a la puerta trasera acordonada con una cinta amarilla, me interesé:
—Me has dicho que ya habían forzado esta puerta, el trimestre pasado. ¿Tienes más datos?
—¡Ah, sí! Finales de abril. El padre piensa que se trataba de gitanos, instalados en esa época a dos pasos de la iglesia.
—¿Qué robaron?
—Nada, sólo fue una visita nocturna…
Mi perilla crujió bajo un haz de uñas escépticas.
—Curioso, tratándose de gitanos. He frecuentado un número suficiente de ellos para saber que la palabra «visita» no forma parte de su vocabulario.
—Ya lo sé. Y además debía de haber bastante material, del tipo grupos electrógenos. Una parte del edificio estaba en renovación; la bóveda y determinadas columnas se fisuraban…
Me paré en seco.
—¡La tercera dimensión! ¡Se te podría haber ocurrido! ¡Lo vertical!
—¿Qué?
Ya había vuelto al centro de la nave, la cabeza erguida, la mirada recorriendo la lejanía. Redes de sombra, arcadas discretas se entrecruzaban bajo el cielo de piedra.
—¡Busca! ¡Busca conmigo en las cimbras!
—¿Las cimbras? ¿Pero cómo habría conseguido subirse ahí?
—¡Como los obreros! ¡Utilizando los andamiajes!
De repente el corazón me dio un vuelco.
—¡Ahí arriba! ¡La fisura! ¡Y esa columna, señalada por la víctima! ¡La han restaurado en la extremidad superior! No es abajo donde hay que buscar…, ¡sino arriba!
El brazo extendido, los ojos clavados en esas alturas, exclamé finalmente:
—¡Prepárate a reunirte con Jesús! ¡Hoy vamos a subir hasta el cielo!
«—Nos hizo daño, ¿sabes?… Éloïse no deja de llorar. Llora sin parar ahora.
»—Lo sé, cariño. Dile a Éloïse que la quiero, dile que sea fuerte.
»—Te echa de menos, no hay nada aquí. Te busca por todas partes. No entiende por qué no estás a nuestro lado. Debo explicárselo, constantemente…».
—… sario… ¡Comisario!
Contracción de las pupilas. Cielo azul, tejados rojos… En la plaza de la iglesia, inspiré una gran bocanada de aire, me pasé una mano sobre el rostro empapado antes de identificar a Sibersky. Señalaba mi zapato derecho, comido por una colilla rojiza. Sacudí el pie y aplasté el cigarrillo con el talón.
—¡Mierda! ¡Zapatos nuevos!
El teniente temblaba de impaciencia.
—¡He descubierto un mensaje! ¡Inscrito en la cima de uno de los pilares renovados! Estamos a la espera de que llegue una carretilla elevadora y un técnico de la científica. Me sumergí en el espacio fresco de luz tranquilizadora.
Sibersky me indicó la localización exacta antes de tenderme los prismáticos.
—Es en la cima… Desde aquí no se puede leer con precisión, pero con unos prismáticos lo he conseguido… Inténtelo…
—¿Qué pone?
—Es… difícil de explicar… Pero…, en cualquier caso, da mucho canguelo…
Me mostró un punto preciso de la bóveda.
Regulé las lentes, y las palabras grabadas en la piedra, a más de diez metros del suelo, aparecieron ante mis ojos.
Tras el tímpano de la Cortesana, encontrarás el abismo y sus aguas negras. Luego, de las dos mitades, el Meritorio matará la otra mitad con sus manos sin fe y la onda se tornará roja. Entonces, al son de la trompeta, la plaga se extenderá y, bajo el diluvio, volverás aquí, porque todo está en la luz. Vigila los males y, sobre todo, ten cuidado con el mal aire.
Permanecí un rato sin reaccionar, dividido entre un curioso sentimiento de furia y de excitación. Esa investigación apestaba al juego de la oca a tamaño natural.
—No entiendo gran cosa —confesé entrecerrando los ojos—, pero este texto huele a advertencia o a rompecabezas mórbido…
—Porque además, a priori, es de la época de las obras y no de ayer. Hace más de un trimestre que nuestro hombre prepara el golpe… Primero advierte… y luego actúa… ¡Eso es pura premeditación!
—Anota que habrá que encontrar e interrogar a los obreros. Es raro que no hayan informado de ese mensaje.
Sibersky tomó nota y propuso:
—Debería llamar al forense y pedirle que eche un vistazo a las orejas de la víctima: «tras el tímpano de la Cortesana».
Contacté de inmediato con Van de Veld, que se disponía a hacer una incisión en el cuerpo. Me prometió que me llamaría en cuanto pudiese.
—Ve a tomarle declaración al cura. Muéstrale esas frases, quizá lo vea más claro que nosotros… Si el asesino quiete hablarnos…, vamos a escucharlo…
—¿Cree que es un iluminado de la Biblia? —preguntó Sibersky—. ¿Uno de ésos que creen matar en nombre de Dios?
—Demasiado pronto para decirlo. Pero, ojo, estamos ante un caso largo y macabro.
A menudo las investigaciones nos llevan a conocer montones de personalidades interesantes. Científicos, psicólogos, locos de la informática, cirujanos…
Entre ese abanico de materia gris, apreciaba de forma particular a un doctor en teología, Paul Legendre, profesor y conferenciante en la Facultad Libre de Teología Protestante de París. Una enciclopedia religiosa, ese tipo, que atrapaba los versículos de la Biblia como se lee un periodicucho. Durante un caso sórdido de crímenes perversos, nos habíamos hecho amigos.
Tras haber intentado localizarlo por teléfono, le envié, desde el ordenador del despacho, un correo electrónico que contenía el extraño mensaje. Quizás esas líneas provenían de algún libro místico o de una corriente de pensamiento relacionada con la religión. Si ése era el caso, Paul lo descubriría.
Por su parte, Sibersky había interrogado al cura, un joven de veinticuatro años que sólo había desencriptado un caldo de incomprensión. Empezábamos mal.
Apoyado contra mi viejo asiento de cuero, hacía rodar los trapecios y relajaba la nuca.
En ese despacho frío y sin colores se habían sucedido los peores casos criminales. Violaciones, pedofilia, torturas, asesinatos. El día a día de los polis de la Criminalística, el carburante de sus noches y el parásito de sus familias. Pero sin ningún tipo ya de vínculo, uno casi podía sentirse bien ahí.