No había visto disparar ni una sola bala, pero desde el momento en que entré en el país se me empezaron a revolver las tripas y un flujo de adrenalina incesante y pesado me recorría las venas. Me sentía alerta, febril... vivo. Hipersensible como una embarazada, podía oler a sangre por todas partes. Cuando la lucha subrepticia por el poder que rige todos los asuntos humanos asciende por fin a la superficie, finalmente se libera, es como si una criatura gigante y primitiva surgiera de las profundidades del océano. Contemplarla resulta fascinante y horroroso. Nauseabundo y estimulante.
Enfrentarse cara a cara con la verdad siempre es estimulante.
Desde el aire no había signos claros de que hubiésemos llegado Durante los últimos doscientos kilómetros habíamos estado sobrevolando bosque tropical. De vez en cuando se podían distinguir plantaciones y minas, ranchos y aserraderos, se veían muchos ríos que abarcaban la selva como hebras metálicas, pero básicamente todo aquello no parecía más que una interminable extensión de brécol. El Nido dejaba que la vegetación natural creciera libremente a su alrededor. Y luego la imitaba. De esta forma era imposible obtener material genético real a partir de las muestras tomadas en sus márgenes. Adentrarse en El Nido no era tarea fácil, incluso con robots construidos especialmente para hacerlo; se habían perdido docenas de ellos. Así que se tenían que conformar con las muestras del perímetro. Por lo menos hasta que se pudiera fotografiar a unos cuantos congresistas más cometiendo estupro in fraganti y persuadirlos para que votaran a favor de una mejor financiación. La mayor parte de los tejidos vegetales modificados se autodestruían si dejaban de recibir ciertos mensajes químicos y virales emitidos desde el núcleo de El Nido para confirmarles que seguían
in situ.
Por este motivo la principal instalación de investigación de la DEA se encontraba en los alrededores de El Nido mismo, un conjunto de edificios presurizados y parcelas experimentales instalado en un claro abierto con explosivos en el lado colombiano de la frontera. La parte superior de las vallas electrificadas no tenía alambre de espino; se doblaban sobre si mismas noventa grados formando un techo electrificado que constituía una auténtica jaula. El helipuerto se encontraba en el centro del complejo. Una jaula construida dentro de la jaula podía abrirse al cielo temporalmente.
Madeleine Smith, la directora de investigación, me enseñó el lugar. En el exterior los dos llevábamos trajes herméticos que nos protegían frente a agentes biológicos. El mío era redundante, siempre y cuando las modificaciones que me habían hecho en Washington funcionaran como me habían prometido. A veces, a pesar de su corta vida, los virus defensivos de El Nido llegaban a filtrarse hasta aquí; en ningún caso eran mortales, pero podían incapacitar seriamente a quienes no hubiesen sido vacunados. Los diseñadores de la selva habían mantenido un difícil equilibrio entre la «legítima defensa» biológica y las aplicaciones militares manifiestas. Las guerrillas siempre se habían ocultado en la selva artificial y se financiaban colaborando en la exportación de Madre. Pero la tecnología de El Nido nunca se había utilizado explícitamente para crear patógenos letales.
De momento.
—Aquí cultivamos las plántulas de lo que esperamos sea un fenotipo de El Nido estable. Lo hemos llamado beta diecisiete.
Se trataba de unos anodinos arbustos con hojas de un color verde intenso y frutos de un rojo oscuro; Smith señaló un conjunto de instrumentos parecidos a cámaras que estaban al lado de los arbustos.
—Microespectroscopía de infrarrojos en tiempo real. Si se produce un incremento simultáneo pronunciado de la producción en un número de células suficiente, puede resolver una trascripción de ARN de tamaño medio. Luego cotejamos los datos con nuestros registros de cromatografía de gases, lo que nos da el rango de moléculas que provienen del núcleo de El Nido. Si somos capaces de pescar a una de estas plantas en el momento en que recibe una señal de El Nido (siempre y cuando su respuesta consista en activar un gen y sintetizar una proteina), deberíamos ser capaces de dilucidar el mecanismo, y a la larga cortocircuitarlo.
—¿No pueden... secuenciar todo el ADN y extrapolar el resultado partiendo de la base?
Se suponía que tenía que hacerme pasar por un administrador recién nombrado que se había dejado caer casi sin avisar para comprobar que no se estaba despilfarrando el presupuesto, pero no tenía claro lo ingenuo que tenía que sonar.
Smith sonrió afablemente.
—El ADN de El Nido está protegido por enzimas que lo desmantelan al más mínimo indicio de trastorno celular. En este momento la posibilidad de secuenciarlo es tan alta como... la de leerle la mente en una autopsia. Y todavía no sabemos cómo funcionan esas enzimas; nos queda mucho por hacer. Cuando los cárteles de la droga empezaron a invertir en biotecnología hace cuarenta años, su principal prioridad era evitar la piratería. Y consiguieron que los mejores profesionales dejaran sus puestos en laboratorios legales y vinieran a trabajar para ellos desde todos los rincones del mundo; no sólo pagándoles más, sino ofreciéndoles una mayor libertad creativa y proponiéndoles objetivos más estimulantes. Es probable que El Nido acapare el mismo número de invenciones patentables que las producidas por el conjunto de la industria agro-tecnológica en el mismo periodo de tiempo. Y todas ellas mucho más excitantes.
¿Era eso lo que había atraído a Largo? ¿«Objetivos más estimulantes»? Pero El Nido era una obra acabada, ya no suponía ningún desafío, sólo se podían hacer meros ajustes. Y con cincuenta y cinco años, seguro que Largo era consciente de que sus años más creativos se habían quedado atrás hace mucho tiempo.
—Imagino que los cárteles consiguieron más de lo que esperaban —dije—. La tecnología cambió su negocio por completo. Todas las sustancias adictivas de siempre pasaron a ser fácilmente sintetizables de manera biológica: demasiado baratas, demasiado puras y demasiado fáciles de conseguir para ser rentables. Y la adicción misma dejó de ser un negocio. Ahora lo único que vende realmente es la novedad.
Con sus abultados brazos, Smith señaló la imponente selva que rodeaba la jaula. Era todo lo mismo, pero ella se giró y se quedó mirando al sureste.
—El Nido fue más de lo que esperaban. Sólo querían plantas de coca más productivas a altitudes más bajas y algo de vegetación personalizada genéticamente que les facilitara el camuflaje de los laboratorios y las plantaciones. Nada más. Acabaron con un pequeño país de facto lleno de piratas genéticos, anarquistas y refugiados. Los cárteles sólo controlan algunas regiones; la mitad de los genetistas originales han desertado y han fundado sus propias miniutopías en la selva. Hay por lo menos una docena de personas que saben cómo programar las plantas (cómo activar nuevos patrones de expresión genética, cómo pinchar las redes de comunicación) y con eso ya puedes establecer tu propio territorio.
—¿Como si tuvieran un poder secreto? ¿Como si fueran chamanes que controlan los espíritus de la selva?
—Exactamente. Sólo que en este caso funciona de verdad.
—¿Sabe lo que más me anima? —le dije entre risas—. Que pase lo que pase, el Amazonas verdadero, la selva verdadera, acabará tragándoselos a todos. ¿Cuánto tiempo ha sobrevivido? ¿Dos millones de años? ¡«Sus propias miniutopías»! Dentro de cincuenta años, o dentro de cien, será como si El Nido no hubiese existido nunca.
Nada más que briznas de paja arrastradas por el viento.
Smith no contestó. En el silencio reinante sólo se oía el monótono traqueteo de los escarabajos que llegaba de todas partes. Bogotá, ubicada en una alta meseta, era casi fría. Pero aquí el calor era tan asfixiante como en Washington.
Le eché una mirada a Smith.
—Tiene toda la razón —me dijo.
Pero no sonaba nada convencida.
Por la mañana, mientras desayunábamos, tranquilicé a Smith y le dije que todo estaba en orden. Ella sonrió con recelo. Creo que sospechaba que yo no era quien decía ser, pero en realidad no le importaba. Había escuchado atentamente los chismorreos de los científicos, de los técnicos y de los soldados. El nombre de Guillermo Largo no se había mencionado ni una sola vez. Si ni siquiera habían oído hablar de Largo, difícilmente podían adivinar mis verdaderas intenciones.
Me fui justo después de las nueve. En tierra, láminas de luz delicadas como auroras seccionaban el espacio entre los árboles que rodeaban el complejo. Cuando nos elevamos por encima de la bóveda de la selva fue como si pasáramos de un amanecer neblinoso al fulgor del mediodía.
A regañadientes, el piloto se desvió para pasar por el centro de El Nido.
—Ahora estamos en espacio aéreo peruano —me comunicó orgulloso—. ¿Quiere provocar un incidente diplomático?
Parecía que la idea le resultaba atractiva.
—No. Pero vuele más bajo.
—No hay nada que ver. Ni siquiera se puede ver el río.
—Más bajo.
El brécol aumentó y de repente cobró nitidez. Todo ese verde homogéneo se convirtió en ramas individuales, sólidas y concretas. Era algo curioso y chocante a la vez. Como mirar un objeto familiar y anodino a través de un microscopio y descubrir su extraña particularidad.
Estiré el brazo y le rompí el cuello al piloto. Sólo tuvo tiempo de soltar un silbido entre dientes. Me recorrió un escalofrío, una mezcla de miedo y una punzada de arrepentimiento. El piloto automático se activó y nos mantuvo en el aire. Tardé un par de minutos en desabrocharle los cinturones del cuerpo, arrastrarlo hasta el compartimento de carga y ocupar su asiento.
Desatornillé el panel de instrumentos y coloqué un nuevo chip. Transmitido por satélite a una base de las fuerzas aéreas situada al norte, el registro digital de datos de vuelo indicaría que habíamos perdido el control y habíamos descendido rápidamente.
La verdad no era muy distinta. A cien metros del suelo choqué con una rama y partí una hélice del rotor principal; los ordenadores compensaron la pérdida audazmente, modelando y remodelando la situación, reorientando las superficies activas de las hélices que quedaban. Y lo cierto es que lo hacían bastante bien, claro que sólo en los intervalos de cinco segundos entre cada nueva sacudida y los desperfectos que se iban acumulando. Los silenciadores se volvieron locos, se desajustaron de los motores y atronaron la selva con pulsaciones de ruido amplificado.
A cincuenta metros entré en barrena, lentamente, con una sutileza harto extraña que me permitió apreciar la frondosidad de la selva como en una relajada panorámica circular. A veinte metros caí en picado. Los airbags se inflaron a mi alrededor tapándome la vista. En un gesto redundante cerré los ojos y apreté los dientes. En mi cabeza daban vueltas fragmentos de plegarias; el detritus de la infancia, imágenes grabadas en mi cerebro, sin ningún sentido pero imborrables.
Pensé: Si muero, la selva me consumirá. Sólo soy carne, una simple brizna. No quedará nada para ser juzgado». Para cuando me acordé de que no estaba en la auténtica selva ya había llegado al suelo.
Los airbags no tardaron en desinflarse. Abrí los ojos. Había agua por todas partes, selva anegada. Un panel del techo, entre los rotores, se desprendió suavemente con un susurro parecido al último aliento del piloto, y luego se deslizó lentamente como una cometa que se estrella, reflejando en su descenso los colores de la vegetación colindante: plata embarrada, verde y marrón.
El bote salvavidas tenía remos, provisiones, bengalas y un radiofaro. Arranqué el faro del bote y lo coloqué con los restos del helicóptero. Volví a poner al piloto en su asiento justo cuando el agua empezó a inundarlo todo para enterrarlo.
Luego me alejé de allí siguiendo el curso del río.
El Nido había dividido un tramo navegable del río Putumayo y lo había convertido en un laberinto desconcertante. Canales de agua marrón casi estancada serpenteaban entre isletas de tierra recién formadas, cubiertas por palmeras y gomeras. En los bancos inundados proliferaban los árboles más viejos, especies de madera dura de color chocolate que eran anteriores a la llegada de los genetistas, lo que no quería decir que no hubieran sido manipuladas. Estos viejos árboles se alzaban por encima de la maleza y se perdían de vista en el cielo.
Tenía hinchados los ganglios linfáticos del cuello y la entrepierna y me ardían. Era duro pero tranquilizador, pues significaba que mi sistema inmune modificado se estaba ocupando del ataque viral lanzado por El Nido. En vez de esperarse a una respuesta prudente por parte de los antígenos, estaba generando miles de clones de células T asesinas. Unas cuantas semanas en este estado y lo más seguro es que uno de los clones autodirigidos acabara pasando el proceso de eliminación y aniquilándome con una nueva enfermedad autoinmune; pero no tenía pensado quedarme tanto tiempo.
Los peces que subían a la superficie para atrapar insectos o semillas agitaban el agua turbia. A lo lejos, una enorme anaconda se desenroscó desde una rama que sobresalía y se sumergió lánguidamente en el agua. Entre las gomeras, los colibríes aleteaban estáticos sobre las fauces de orquídeas violetas. Por lo que sabía, ninguno de estos organismos había sido manipulado; habían seguido viviendo en la selva artificial como si nada hubiese cambiado.
Me saqué un chicle del bolsillo. El chicle era rico en ciclamato y lentamente hizo que se activara uno de los grupos de Caballeros Blancos con los que iba cargado. El hedor provocado por el bochorno y la vegetación en descomposición pareció mitigarse. En mi cerebro se sensibilizaban unas rutas olfativas mientras que otras se embotaban. Se estaba activando una especie de filtro interno que hacía que las señales provenientes de los nuevos receptores de mis membranas nasales fueran más intensas que cualquier otro olor de la selva que pudiera distraerlos.
De repente podía oler al piloto muerto en mis manos y en mi ropa, el matiz pegajoso de su sudor y sus heces, percibía las feromonas de los monos araña en las ramas a mi alrededor, tan penetrantes e inconfundibles como el orín. A modo de prueba, seguí su rastro durante quince minutos, remando en la dirección del rastro más reciente, hasta que me vi recompensado por unos quejidos de alarma y la visión fugaz de dos formas escuálidas de color marrón grisáceo que se perdían en el follaje.
Mi propio olor estaba camuflado. En mis glándulas sudoríparas unos simbiontes digerían todas las moléculas que podían delatarme. Las bacterias tenían efectos secundarios a largo plazo, sin embargo, y los últimos informes sobre El Nido sugerían que sus habitantes no se tomaban tantas molestias. Existía la posibilidad, claro está, de que Largo fuera lo bastante paranoico como para haberse traído las suyas.