Una vez más he volado a Londres secretamente impelido a acudir a Maryon Park, ese lugar que consagró la mirada de Antonioni. Lo bueno de esta ciudad es que aquello que está bien, permanece.
Y este espacio está casi tal cual lo contemplamos en el filme, o sólo así puedo yo imaginármelo. Atravieso la puerta, paso junto a los cuatro grandes árboles, los custodios de este santuario, subo las escaleras, me apoyo en el pasamanos de las vallas de madera y avanzo por el césped, en dirección a un arbusto donde quizá estuvo aquel cuerpo, y ya no encuentro las huellas de las pisadas de Thomas y el rastro de su máquina fotográfica. Siempre el mismo fracaso. Entonces busco un banco y me encojo sobre él mientras el viento del amanecer mueve las hojas perennes de esos mismos árboles. Los setos van indicando el acecho del monstruo, escondido e irrepresentable. Sólo se revelará hacia el final, para después desaparecer, misteriosamente. Estoy mirando todo mientras la naturaleza me mira y me muestra su alma, hablando con oráculos indescifrables. Mientras tanto sigo allí, como un duelista. Alzo la espada contra los espejos y desafío ¿a quién? Lo espero, y me acompañan mis testigos. Pero Él nunca llega.
El Hotel Radisson se encuentra situado en la Karl-Liebknecht-Strasse, número 3, de Berlín. Hace apenas unos años esta zona pertenecía al Berlín Este, es decir a la RDA. Es un moderno inmueble que fue recientemente reedificado sobre un viejo hotel comunista. La sorpresa del visitante no se encuentra en la fachada, sino en su interior. Los mostradores de la recepción, así como la barra de la cafetería, rodean la base de un alto y gigantesco acuario que surge desde el mismo suelo y se alza hasta el techo. Es una sola pieza cilíndrica hecha de cristal o un material, transparente, similar. Miles de peces de colores vistosos, de tamaños diversos y familias diferentes se mueven parsimoniosamente sin sentirse molestados por el ajetreo de los clientes. Cuando se sube a las habitaciones, la caja del ascensor acristalado sirve de inmejorable panorámica. Quienes no están alojados en el hotel y desean visitarlo, pagan una entrada y ascienden por otro redondo elevador colocado en el interior mismo del acuario. A primera hora de la mañana, un par de submarinistas, perfectamente equipados, limpian denodadamente la estructura y atienden a esos otros curiosos inquilinos perpetuos. Mi habitación da sobre el Spree y frente a un lateral de la Berliner Dom, la catedral protestante de Berlín. El Spree es un estrecho río, una especie de canal repleto de compuertas. Sus aguas son oscuras y misteriosas, dan la sensación de una gran profundidad abismal. Cuando las contemplamos, no se reflejan en ellas nuestros rostros. Las miro y me producen la misma inquietud que las aguas pantanosas. La Berliner Dom tuvo, en el siglo XVIII, un origen barroco. A mediados del siguiente se le fueron añadiendo elementos neorrenacentistas o neoclásicos. Sin embargo, la decoración interior conserva aún la estética de sus orígenes, de la que son buena muestra el púlpito, el órgano y los sarcófagos de la familia Hohenzollern, presentes en la vida política alemana por más de quinientos años. Durante mis noches de estancia en el Radisson, tengo el honor de compartir mis sueños con los ya profundos de Federico I y su esposa. Nos separan tan sólo esta fachada lateral y esas pequeñas aguas estigias. El diseño de ambos recipientes mortuorios regios se debe a Andreas Schlüter. La escultura de la tumba de Sofía Carlota es una representación tortuosa de la muerte. La horrible dama parece estar añadiendo a su infinito libro onomástico el currículum de la nueva presa. Veo desde mi ventana parte del pesado grosor del edificio; así como, de escorzo, puedo contemplar la corpulenta y esbelta cúpula central de cobre, con sus casi cien metros de altura. El inmueble sufrió los rigores de la última guerra, aunque salvó gran parte de su patrimonio artístico. Las vidrieras del ábside simbolizan la resurrección de Cristo. Los ángeles custodios desarman a los soldados romanos, mientras otros techos están cubiertos con mosaicos que representan a los cuatro evangelistas. Si me asomo al pequeño balcón veo un trozo de la Karl-Liebknecht-Strasse y, también a mi izquierda, el Palast der Republik, en la otra orilla del Spree. El Palacio de la República albergó el Parlamento de la RDA. Ahora, afortunadamente, está siendo demolido. Era un horrible edificio soviético. Se levantó en el mismo lugar donde estuvo el viejo castillo de la ciudad, construido a mediados del siglo XV. Luego se transformó en palacio real. El castillo albergó a los electores de Brandeburgo; mientras que el palacio, iniciado a mediados del siglo XVI cuando el elector era Federico III, proclamado después rey como Federico I, alojó ya a los Hohenzollern. Era una edificación barroca. Se incendió durante los bombardeos de la segunda guerra mundial. Parte se reconstruyó pero, finalmente, el régimen comunista lo demolió en la década de los cincuenta del pasado siglo, para levantar sobre las ruinas del símbolo del despotismo monárquico uno de sus habituales adefesios arquitectónicos. Además de servir a los «parlamentarios» comunistas, el Palacio de la República disponía de un restaurante, un teatro, instalaciones deportivas, discoteca y salas para reuniones. A mediados de los años setenta abrió sus puertas y, quince años después, reunificada ya Alemania y los dos Berlines, se cerró por problemas sanitarios derivados del amianto. Entonces surgió un gran debate sobre su futuro. Finalmente ha sido una muy buena idea la de reconstruir, al menos en su estructura exterior, el antiguo Palacio Real. Así el viejo Berlín recuperará la antigua panorámica. Desde mi ventana, desde mi balcón del hotel, ya me la imagino, mientras observo a cientos de peones desmontando pieza a pieza y manualmente la monstruosa estructura metálica y de cemento. No lo pudieron volar por estar en una zona céntrica, aunque creo que no lo hicieron, sobre todo, porque el estruendo producido traería de nuevo a la ciudad viejos y desterrados fantasmas acústicos. Los operarios, al menos los que yo puedo ver, están cargando los escombros en barcazas ancladas sobre el Spree. Ya se le va viendo el esqueleto al dragón y, a través de algunos de los resquicios, sale de nuevo a la luz la gran plaza que el antiguo palacio tenía delante y que luego se la renombró como Marx-Engels-Platz. Las estatuas de los dos escritores aún la presiden, son dignas del peor Botero. Esta reconstrucción del palacio seguramente llevará consigo la recolocación de las numerosas estatuas y fuentes dispersas por distintos lugares de Berlín. Antes de cerrar el balcón de mi habitación y salir de ella para dar un paseo a pie por la urbe, miro de nuevo al Spree. El cielo capitalino es gris y el río aún más. En esas aguas heladas no puede haber ninguna vida, ni vegetal ni animal. Ahora entiendo por qué en el acuario del Radisson están todos los peces que el Spree vomitó.
Ya en la calle me dirijo hacia la Unter den Linden atravesando el Schlossbrücke, también renombrado durante la RDA como Marx-Engels-Brücke. Es uno de los pocos puentes antiguos sobre el Spree que, milagrosamente, no sufrieron las consecuencias de la contienda,, Schinkel lo diseñó y esculpió las esculturas en mármol blanco de Carrara. Representan a dioses y diosas de la mitología grecolatina protegiendo a sus héroes preferidos. La barroca balaustrada es de hierro forjado y está decorada con elementos marinos. La Unter den Linden está de nuevo presidida por la estatua ecuestre de Federico el Grande. Regresó, finalmente, a donde se la había colocado en el siglo XIX. Los comunistas la tenían desterrada en Potsdam. Enfrente se encuentra el Deutsches Historisches Museum. Es la primera vez que voy a pasear por sus salas. En viajes anteriores se encontraba cerrado por obras. Al bello edificio barroco de la antigua armería se le añadió este nuevo en su parte trasera. I. M. Pei es el artífice del delicado diamante arquitectónico. Su diseño no sólo es respetuoso con la monumentalidad de la obra anterior, de Arnold Nering, Martin Grünberg, Andreas Schlüter y Jean de Bodt, sino que se convierte en un espejo amplificador de su belleza, sin por ello ceder un ápice de la propia. Tan respetuoso ha sido Pei con el paisaje urbano que ha mantenido la vista de la Berliner Dom a través de la separación de ambos edificios por una calle cuyo único objetivo es éste. La unión entre el viejo y el nuevo espacio se hace mediante un paso subterráneo forrado de mármol blanco. Entro por la zona nueva, me detengo en la librería, compro unos volúmenes que hablan de la relación de escritores como Kafka, Nabokov, Beckett y Roth con la ciudad de Berlín; al tiempo que me hago con una cuidada copia de un antiguo mapa del desaparecido imperio alemán, con sus reyes y emperadores. Luego reemprendo el camino atravesando el imponente túnel, semejante a un propileo y, finalmente, alcanzo el antiguo patio de armas, ahora cubierto por una respetuosa estructura de cristal. Lo más llamativo del mismo, además de su generoso espacio diáfano, son las grandes máscaras de guerreros moribundos. Ocupan los altos huecos de las arcadas. Schlüter no esculpió, en este templo dedicado a la guerra, rostros triunfantes, sino los rostros de la propia muerte triunfadora. La entrada principal del antiguo edificio está dedicada a la distribución de los visitantes. Ascienden por una ancha y palaciega escalera bajo la cual se abre otra librería. A diferencia de la anterior, ésta se dedica a los libros de historia de Alemania. Mediante un juego de luces que pestañea sin cesar, se va mostrando en el amplio vestíbulo un mapa en relieve de Europa, y el espacio geográfico, creciente o menguante, que esta gran nación tuvo a lo largo de los siglos. Las numerosas salas están repletas de documentos, libros, pinturas, esculturas, armas, ropas, maquinaria civil y militar, etc. Allí se encuentra, por ejemplo, el retrato de Martín Lutero realizado por Lucas Cranach el Viejo, en el año 1529. Magnífica obra cuya imagen nos aterrorizó de niños, cuando al creador de la reforma protestante se le achacaban todos los males sufridos por la Iglesia católica y nuestras tropas imperiales. Pero el verdadero motivo de mi visita se centra en la curiosidad que tengo por ver cómo Alemania —un país por el que siento una especial devoción— explica su historia más reciente. Historia rica en cultura y desastres. El violento expansionismo territorial siempre fue, en nuestro continente y probablemente en todos, un mal endémico. Salas y salas muestran la variopinta vida cotidiana de los diferentes siglos, hasta que llego a aquellas otras donde se interpreta el pasado siglo XX. El
mea culpa
germánico está aquí justificado por el militarismo, las graves crisis económicas y el embaucamiento de las masas llevado a cabo por falsos mesías. Me detengo ante la gran mesa de despacho de Hitler y su gigantesco globo terráqueo. Un soldado ruso le pegó un tiro al espacio ocupado por Alemania y la hizo desaparecer del mapa. Quedó al aire el soporte de latón. La bala salió por las antípodas. Alemania quedó borrada por varias décadas, y también Berlín. En el otoño de 1492, Martin Behaim presentó su
Manzana de la tierra a los regidores de Nuremberg
. Durante la semana de la asamblea del partido nazi en Nuremberg, en 1937, Hitler hizo que llevaran a su hotel el Deutscher Hof, el globo de Behaim, por una parte, para ser testigo de su restauración, pagada por él, pues estaba muy ennegrecido, y, por otra, para motivarse con sus planes imperiales. En una vitrina hay un busto grande y rechoncho de Mussolini y otro más pequeño y discreto de Franco, flanqueado por banderas y bandos falangistas. Aquí nadie duda de a qué ideología pertenecía nuestro dictador. Me impresiona contemplar cómo todo un período esencial de la historia de la humanidad queda reducido a unos pocos metros cuadrados. No lo comento porque aquí esté mal contado —por el contrario—, sino porque los períodos históricos en el conjunto de la humanidad son apenas una gota de agua en la mar oceánica. Sí, aún da miedo pasearse entre banderas nazis, carteles y panfletos antijudíos, uniformes e impedimenta militar y de partido. Sí, aún da miedo escuchar los discursos de Hitler. No menor impresión causa la ratonera en la que se vivió durante la República Democrática Alemana. Este otro campo de concentración ideológico y social perduró muchos más años que el infierno nazi. El magnífico filme
La vida de los otros
lo narra perfectamente. El filme de Florian Henckel-Donnersmarck, no es un panfleto político, sino que tiene la política del régimen comunista sólo como fondo. El capitán Gerd Wiesler es un oficial competente de la Stasi, la todopoderosa policía secreta. En el año 1984 le encargan que espíe a la pareja formada por el prestigioso escritor Georg Dreyman y la popular actriz Christa Maria Sieland. Entonces su vida cambia. El actor que interpreta al agente de la Stasi, Ulrich Mühe, estuvo casado durante muchos años con una actriz confidente de la policía. Como comenta el director, muchas personas que tenían trabajos normales tuvieron miedo de la Stasi, miedo de sus más de cien mil funcionarios entrenados para contar «la vida de los otros», la vida de todos aquellos que pensaban de forma distinta, «que tenían un espíritu demasiado libre y, sobre todo, la vida de los artistas y de la gente que trabajaba en disciplinas artísticas. Los personajes de la película se hacen preguntas sobre cómo tratar con el poder». Al final, el verdugo se convierte en un ángel caído y él mismo en su propia víctima. El policía y el autor de la obra serán los únicos que sabrán la verdad.
Salgo a la calle, a la Unter den Linden, y avanzo hacia la Pariser Platz. Se encuentra al final de la primera, junto a la Puerta de Brandeburgo. A mi derecha se alza la Neue Wache, de Schinkel, con el pórtico dórico acogiendo un friso cubierto de bajorrelives de las diosas de la Victoria. Dentro, revisito el espacio que sirvió como refugio a la guardia real. Posteriormente fue reutilizado como monumento a los caídos de la primera guerra mundial y ahora ha sido dedicado a todas las víctimas del fascismo. La copia de la escultura
Madre con su hijo muerto
es patética por su desgarramiento. Cuando la artista berlinesa Kathe Kollwitz la esculpió, sabía muy bien lo que hacía, pues ella misma había pasado por ese aterrador trance al perder al suyo en la primera guerra mundial. Madre e hijo están abrazados y surgen de la misma piedra, de la misma carne, de la misma sangre. Cuando llueve, la escultura recibe por el estrecho hueco del tejado a cielo abierto, un cúmulo de pequeñas gotas. Son como lágrimas que se deslizan por ambos cuerpos, antes de perderse en los disimulados desagües. La Humboldt-Universitat está justo al lado. La estatua de Wilhelm con su libro entre las manos, y la de Alexander sentado sobre un globo terráqueo, han sido tapadas para evitarles las inclemencias del invierno. Pero tampoco en Berlín, al menos durante estos días, ha hecho demasiado mal tiempo. En el jardín de la entrada están los habituales puestos de libros usados. No puedo irme sin traspasar el umbral. Sigue presidido, en medio de la gran escalinata, por una cita de Marx. Me pierdo por las aulas y despachos que recorrieron Fichte, Hegel, Heine, Marx, Engels, Planck o Einstein. ¿Cómo desde tanta sabiduría se pudo llegar a tanta barbarie? Frente a la Humboldt está la Staatsoper Unter den Linden. La ópera es un edificio neoclásico, restaurado varias veces debido a los incendios. Por dentro es muy bello y no demasiado grande, y espectacular por fuera. Atravieso la avenida y ya estoy en la Bebelplatz, antes conocida como Plaza de la Ópera. Los inmuebles que la rodean le dan un aire romano, sobre todo destaca la catedral católica de St. Hedwig, hecha a imagen y semejanza del Panteón de Roma. Tuvo que ser reconstruida después de la guerra. En la cripta alberga las tumbas de los obispos católicos de Berlín. También está la de un famoso párroco asesinado por los nazis. La visión de esta plaza, así como la de los edificios que la componen y los que están más allá, en la otra orilla de la Unter den Linden, es idílica. Sin embargo, aquí mismo, el diez de mayo del año 1933, la plaza fue testigo de uno de los actos más ignominiosos de la historia de la humanidad: la quema de más de veinticinco mil libros. Muchos fueron saqueados de la cercana Alte Bibliothek, la biblioteca real, un bellísimo edificio barroco semicircular que, ahora, es la Facultad de Derecho de la Humboldt. La Bebelplatz recuerda este ignominioso suceso con un discreto monumento. No está elevado sobre su superficie, sino bajo el nivel de la misma. Un cristal translúcido, pegado al pavimento, permite ver una sala repleta de estanterías vacías. El autor, Micha Ullman, que lo ideó en el año 1995, incluyó unas premonitorias palabras del judío alemán Heine: «Allí donde ardan los libros, acabará por arder el pueblo». Así pasó. Piso el cristal y me arrodillo para contemplar la triste visión. El cristal está lleno de vaho y apenas percibo esos muebles inútiles de madera. ¿Monumento a un terrible pasado? ¿Monumento todavía al presente y al futuro? ¿Se metamorfoseará con el tiempo esta instalación en un homenaje al final de la era de Gutenberg? Temo que vamos lenta e incruentamente hacia un mundo sin libros. Internet es una inmejorable disculpa para tanto iletrado resentido. Todo el saber universal está metido en la red, pero cada vez hay menos personas cultas. Y la cultura es la que trae la libertad individual. ¿Qué mundo nos aguarda? Yo, afortunadamente, ya no lo veré. No podría vivir sin el papel impreso.