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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (27 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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—Madre mía, qué tontas son las niñas —dijo en voz alta, y los amigos que estaban alrededor le dieron la razón. Todos comprendían perfectamente lo que quería decir. Aquellas chucherías no tenían nada de malo, solo porque estuvieran en una papelera.

—Si vienen en una bolsa —repitió Melker, y todos los chicos asintieron.

Habían esperado a la pausa del almuerzo para sacar la bolsa. En la escuela estaba prohibido llevar golosinas, así que les parecía de lo más emocionante. Parecía polvo blanco como pica-pica, y el hecho de que se lo hubieran encontrado los hacía sentirse como aventureros, como Indiana Jones. Él —y, bueno, Melker y Jack—, se convertirían en los héroes del día. Ahora solo quedaba la cuestión de a cuánto tendrían que renunciar para dárselo a los demás y seguir siendo héroes. Si no lo repartían, los demás se iban a enfadar. Y si les daban demasiado, no les quedaría lo suficiente para repartirse entre ellos.

—Podéis probarlo. Cada uno puede mojar el dedo tres veces —dijo al fin—. Pero nosotros lo probamos primero, que para eso lo hemos visto antes.

Melker y Jack se humedecieron el dedo muy serios y lo metieron en la bolsa. El polvo blanco se les quedó pegado y, con cara de avidez, se llevaron el dedo a la boca. ¿Sería salado, como los polvos de regaliz? ¿O agridulce, como los pica-pica? Qué decepción más grande.

—Pero si no sabe a nada. ¿Es harina o qué? —dijo Melker, y se fue de allí.

Jon miró perplejo la bolsa. Se humedeció el dedo, igual que los demás, y lo hundió en el polvo. Con la esperanza de que Melker estuviese equivocado, se lo llevó a la boca y lo lamió. Pero no sabía a nada. Nada de nada. Solo le picaba un poco en la lengua. Enfadado, la tiró a la papelera y se dirigió a la escuela. Tenía una sensación asquerosa en la boca. Sacó la lengua y se la limpió con la manga del jersey, pero no sirvió de nada. Ahora, además, empezaba a latirle muy rápido el corazón. Y sudaba mucho y las piernas no querían obedecer. Con el rabillo del ojo vio que Melker y Jack iban dando trompicones y se caían al suelo. Debieron de tropezar con algo, o igual estaban haciendo el tonto. Luego sintió que el suelo se le venía encima. Todo se volvió negro y se desplomó en el asfalto.

P
aula habría preferido ir a Gotemburgo en lugar de Martin. Pero, por otro lado, así tenía ocasión de revisar tranquilamente el contenido del maletín de Mats Sverin. El ordenador lo envió enseguida al equipo técnico, donde había personal experto en informática que sabía cómo tratarlo.

—Me han dicho que ha aparecido el maletín. —Gösta asomó la cabeza por la puerta de su despacho.

—Pues sí, aquí lo tengo —dijo Paula señalando el escritorio.

—¿Has podido mirar algo? —Gösta entró y se sentó a su lado.

—Bueno, no he tenido tiempo más que de sacar el ordenador y enviarlo a los expertos.

—Sí, es mejor que de eso se encarguen ellos. Aunque puede que tardemos bastante en saber algo —dijo Gösta con un suspiro.

Paula asintió.

—Ya, pero no podemos hacer otra cosa. Al menos yo no me atrevo a correr el riesgo de cargarme algo. Pero he estado trasteando el móvil. En eso no he tardado nada. Apenas tenía números guardados, y solo había llamadas del trabajo y de sus padres. Ni imágenes ni mensajes guardados.

—Un hombre curioso —dijo Gösta. Luego señaló el maletín. ¿Le echamos un vistazo al resto?

Paula abrió el maletín y empezó a vaciarlo despacio. Fue disponiéndolo todo sobre la mesa y, una vez se hubo asegurado de que estaba vacío, lo dejó en el suelo. En el escritorio había varios bolígrafos, una calculadora, clips, un paquete de chicles Stimorol y un montón de documentos.

—¿Lo dividimos por la mitad? —preguntó Paula con el montón entre las manos—. Yo una y tú la otra, ¿de acuerdo?

—Mmm… —dijo Gösta, se puso los folios en la rodilla y empezó a hojear mientras murmuraba como para sus adentros.

—Te lo puedes llevar a tu despacho, ¿no?

—Ah, sí. Claro, claro. —Gösta se levantó y se alejó con paso cansino a su despacho, contiguo al de Paula.

En cuanto se quedó sola, se puso manos a la obra. A medida que iba pasando las hojas y cuanto más leía, más perpleja estaba. Al cabo de media hora de lectura, fue a ver a Gösta.

—¿Tú entiendes algo de todo esto?

—No, ni jota. Son un montón de números y conceptos que me son totalmente desconocidos. Tendremos que pedir ayuda, pero ¿a quién?

—No lo sé —dijo Paula. Había abrigado la esperanza de tener algo que presentarle a Patrik cuando volviera de Gotemburgo. Pero todos aquellos términos económicos no le decían nada de nada.

—No podemos recurrir a nadie del ayuntamiento. Son parte interesada en todo esto. Hemos de encontrar a una persona ajena que pueda explicarnos lo que significa este galimatías. Claro que podemos enviarlo a delitos económicos, pero entonces tendremos que armarnos de paciencia y esperar.

—Pues lo siento, pero yo no conozco a ningún economista.

—Ni yo —dijo Paula, tamborileando con los dedos en el marco de la puerta.

—¿Lennart? —dijo Gösta de repente, con expresión de felicidad.

—¿Qué Lennart?

—El marido de Annika. Es economista, ¿no?

—Ah, pues sí —respondió Paula, y dejó de tamborilear—. Ven, vamos a preguntarle.

Echó a andar hacia la recepción, con Gösta pisándole los talones.

—¿Annika? —llamó dando unos golpecitos en la puerta abierta.

Annika se giró en la silla y sonrió al ver a Paula.

—¿Sí? ¿Qué puedo hacer por ti?

—¿Verdad que tu marido es economista?

—Pues sí —respondió Annika extrañada—. Trabaja para la empresa ExtraFilm.

—¿Tú crees que él podría ayudarnos con un asunto? —Paula blandió los documentos que llevaba en la mano—. Estaban en el maletín de Mats Sverin. Son documentos contables. Gösta y yo nos hemos quedado en blanco y necesitamos ayuda para descifrar lo que dice, por si es relevante para la investigación. ¿Tú crees que Lennart podría echarnos una mano?

—Puedo preguntarle. ¿Cuándo lo necesitáis?

—Hoy —corearon Gösta y Paula al mismo tiempo, y Annika soltó una carcajada.

—Lo llamo enseguida. Si le hacéis llegar los documentos, no creo que haya ningún problema.

—Yo puedo llevárselos ahora mismo —dijo Paula.

Esperaron mientras Annika hablaba con su marido. Habían visto a Lennart unas cuantas veces, cuando se pasaba por la comisaría a ver a Annika y era imposible que le cayera mal a nadie. Medía cerca de dos metros y era el hombre más amable que cabía imaginar. Y desde que Annika y él, tras muchos años sin hijos, decidieron adoptar a una niña china, los dos tenían un brillo diferente en los ojos.

—Pues ya puedes ir. Dice que la cosa está muy tranquila en el trabajo, así que me ha prometido que los mirará enseguida.

—¡Fantástico! ¡Gracias! —Paula respondió con una amplia sonrisa e incluso Gösta esbozó un amago que cambió por completo su rostro, por lo general sombrío.

Paula salió a toda prisa y se sentó en el coche. Solo le llevó unos minutos dejar los documentos, y recorrió silbando esperanzada todo el camino de regreso. Sin embargo, interrumpió abruptamente la cancioncilla nada más girar ante la puerta de la comisaría. Gösta estaba esperándola fuera. Y a juzgar por la expresión de su cara, allí había ocurrido algo.

L
eila los recibió con los mismos vaqueros desgastados de la vez anterior, y una camiseta igual de suelta, solo que gris en lugar de blanca. Llevaba en el cuello una larga cadena de plata con un colgante en forma de corazón.

—Adelante —dijo, y los guio hasta su despacho. Estaba tan pulcro como la última vez, y Patrik se preguntó cómo hacía la gente para tener sus cosas tan ordenadas. Él lo intentaba, pero era como si los duendecillos entrasen y lo revolviesen todo tan pronto como él volvía la vista.

Leila le estrechó la mano a Martin y se presentó antes de sentarse. El joven policía contempló lleno de curiosidad todos los dibujos infantiles que cubrían las paredes.

—¿Habéis averiguado algo más sobre quién disparó a Matte? —preguntó Leila.

—Seguimos trabajando con la investigación, pero no tenemos nada concreto de lo que informar, por ahora —dijo Patrik evasivo.

—Ya, pero supongo que pensáis que tiene algo que ver con nosotros, dado que habéis vuelto, ¿no? —dijo Leila. Jugueteaba con la cadena: esa era la única señal de nerviosismo.

—Bueno, como decía, no hemos llegado a ninguna conclusión. Estamos siguiendo varias pistas posibles. —Patrik hablaba con serenidad. Estaba acostumbrado a que la gente se pusiera nerviosa cuando iba a interrogarlos, lo que no tenía por qué significar que estuviesen ocultando algo. La sola presencia de un policía daba lugar a cierto temor—. Simplemente, queríamos hacer algunas preguntas más y consultar la documentación relativa a las mujeres a las que recibisteis mientras Mats estuvo trabajando aquí.

—Pues no sé si podré hacerlo. Es información muy delicada que no podemos difundir sin más. Las mujeres pueden salir mal paradas.

—Lo comprendo, pero la información estará segura en nuestras manos. Y estamos hablando de una investigación de asesinato. Legalmente, tenemos derecho a que se nos permita el acceso a ese tipo de datos.

Leila reflexionó un instante.

—Claro —dijo al fin—. Pero preferiría que la documentación no saliera de este despacho. Si os parece bien, podéis consultar lo que tenemos.

—Por supuesto. Muchas gracias —dijo Martin.

—Acabamos de hablar con Sven Barkman —añadió Patrik.

Leila empezó a tironearse de la cadena otra vez. Se inclinó hacia ellos.

—Dependemos al cien por cien de que exista una buena colaboración con Asuntos Sociales. Espero que no le dierais la impresión de que nuestra actividad sea sospechosa en ningún caso. Como dije, ya tenemos una situación bastante delicada y se nos considera un tanto heterodoxos.

—No, no, hemos expuesto con total claridad las razones de nuestra visita, y que Fristad está libre de toda sospecha.

—Me alegra oír eso —dijo Leila, aunque no parecía del todo tranquila.

—Sven nos dijo que de Asuntos Sociales os envían en torno a una decena de casos anuales. ¿Es correcto? —preguntó Patrik.

—Sí, esa más o menos es la cifra que os dije la otra vez, si no me engaño. —Adoptó un tono de voz más profesional y cruzó las manos sobre la mesa.

—¿Cuántos de esos casos consideras que traen… cómo llamarlo… problemas a la asociación? —Martin hizo la pregunta como con prisa, y Patrik se dijo que debía dejarle más campo de acción.

—Supongo que al decir problemas te refieres a cuántos hombres vienen por aquí, ¿verdad?

—Sí.

—Ninguno, a decir verdad. La mayoría de los hombres que maltratan a sus mujeres o a sus hijos no son conscientes de que han actuado mal. Todo es cuestión de poder y control. Y si deciden andarse con amenazas, el blanco siempre es la mujer, no la asociación ni la casa de acogida.

—Ya, pero hay de todo, ¿no? —insistió Patrik.

—Sí, desde luego. Tenemos unos cuantos casos al año, pero de ellos sabemos por Asuntos Sociales.

Patrik detuvo la mirada en uno de los dibujos que había en la pared, detrás de Leila y por encima de su cabeza. Un muñeco enorme junto a otros dos más pequeños. El grande enseñaba los colmillos y parecía enfadado. Los pequeños lloraban, y las lágrimas caían al suelo. Tragó saliva. No comprendía de qué pasta estaba hecho el hombre que pegaba a una mujer, y mucho menos a un niño. La sola idea de que alguien le hiciera daño a Erica o a los niños lo ponía frenético.

—¿Cuál es el proceso que se sigue en cada caso? Creo que podemos empezar por ahí.

—Nos llaman de Asuntos Sociales y nos explican el caso brevemente. A veces la mujer nos hace una primera visita antes de mudarse a la casa de acogida. Por lo general, viene acompañada de un asistente social. De lo contrario, acude en taxi o la trae alguna amiga.

—¿Y después? —preguntó Martin.

—Depende. A veces basta con que se queden un tiempo, hasta que la situación se calme, y luego puede abordar los problemas por la vía habitual. En otras ocasiones, hay que trasladarlas a otra casa de acogida, si consideramos que es demasiado peligroso para ellas permanecer en la zona. También puede ser cuestión de ayuda jurídica, de todo lo necesario para resultar invisible en el sistema. Se trata de mujeres que, por lo general, llevan años viviendo en un estado de terror permanente. Pueden presentar varios de los síntomas que se aprecian en prisioneros de guerra; por ejemplo, quedan totalmente incapacitadas para actuar. En esos casos, tenemos que intervenir y ayudarles con los aspectos prácticos.

—¿Y la dimensión psíquica? —Patrik seguía contemplando el dibujo del enorme muñeco negro de grandes colmillos—. ¿La asociación tiene capacidad de asistencia también en ese terreno?

—No tanta como quisiéramos. Es una cuestión de recursos. Pero contamos con la ayuda de varios psicólogos que colaboran desinteresadamente con nosotros y, sobre todo, tratamos de conseguir apoyo psicológico para los niños.

—Los periódicos han hablado mucho últimamente de mujeres a las que diversas asociaciones han ayudado a huir fuera del país, y a las que han denunciado por secuestrar a los niños. ¿Conocéis alguno de esos casos? —Patrik observaba a Leila con suma atención, pero la pregunta no pareció incomodarla.

—Como sabéis, dependemos de la colaboración con Asuntos Sociales, y no podemos permitirnos actuar de ese modo. Ofrecemos la ayuda prevista dentro del marco legal. Naturalmente, hay mujeres que se apartan de dicho marco y que desaparecen por iniciativa propia. Pero Fristad no se hace responsable ni les ayuda en modo alguno.

Patrik decidió dejar de lado esa cuestión. Le pareció que sonaba lo bastante convincente, y tenía el presentimiento de que no conseguirían más presionándola.

—Y esos casos que originan mayores problemas…, ¿es entonces cuando tenéis que trasladar a las mujeres a otro hogar? —preguntó Martin.

Leila asintió.

—Sí, así es.

—¿De qué tipo de problemas estamos hablando? —Patrik notó el móvil vibrando silenciosamente en el bolsillo. Quienquiera que fuese, tendría que esperar.

—Pues ha habido casos en los que los hombres han dado con la dirección segura, por ejemplo, siguiendo a nuestros empleados. En cada ocasión hemos aprendido algo y hemos aumentado las medidas de seguridad. Pero no debemos menospreciar el grado de obcecación de algunos hombres.

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