Todos protestaron y negaron haber revelado nada.
—Alguien ha venido aquí antes que nosotros —afirmó Amerotke en voz alta— y ha hecho que nuestro viaje no fuese en vano. Merseguer no es más que una talega de huesos. Al menos, esto demuestra que el asesinato de mi señor Balet está relacionado, al igual que se os enviasen los medallones, con la gloriosa gesta que llevasteis a cabo hace treinta años.
—¿Dónde pueden estar los restos de la hechicera? —preguntó Heti.
Amerotke observó las ardientes arenas del desierto. Asural daba caza a menudo a diversos Hombres Alacrán, criaturas de la noche que coqueteaban de cuando en cuando con las artes ocultas: escribían juramentos execratorios para maldecir a los enemigos y provocar el caos en el mundo de los hombres. Uno de los grandes poderes que decían tener era el de invocar al
aj,
el fantasma de los muertos. En particular, los fantasmas femeninos, como el de Merseguer, eran considerados malignos y poderosos en extremo. Fuera quien fuere quien se hallaba tras de los asesinatos, pensó Amerotke, conocía bien a aquellos guerreros: sus supersticiones, su temor a lo desconocido, su aprensión ante las fuerzas invisibles y malignas que parecían estar a punto de intervenir en sus vidas…
—Quizá ya ha empezado todo —reflexionó Nebámum mientras se acariciaba la pierna—: mi herida estaba mejorando, y, sin embargo, ahora va a peor.
El comandante tomó a su criado por el hombro:
—El haber venido te honra, Nebámum.
Era la primera vez que Amerotke veía al jefe de aquellos hombres dar una muestra de amabilidad o compasión.
—¿Estáis seguros de que no lo han escondido en otro lugar? —preguntó Turo, y añadió mirando al magistrado—: Tú pareces saber mucho de esas cuestiones, mi señor juez.
—Sólo sé —respondió él— que me estoy abrasando, estoy sudoroso y cansado, y no tengo un solo orificio en todo mi cuerpo en el que no haya arena del desierto.
Sus palabras fueron acogidas por una risa callada. El sol se encontraba entonces en su cénit y golpeaba la roca como una espada que embiste contra un escudo. Amerotke se encontraba algo mareado. Se alejó, y al hacerlo vio algo moverse sobre una duna que se alzaba hacia el cielo empapado de sol. ¿Un hombre? Tomó la bota de agua y dio un rápido sorbo. Nebámum siguió su mirada.
—Me ha parecido vislumbrar algo —murmuró el magistrado—. De hecho, estoy seguro de haberlo visto.
—¡Tonterías! —exclamó Ruah—. El sol del desierto puede ser muy engañoso.
Amerotke no estaba tan convencido. Sintió un escalofrío: su hermano mayor había muerto cerca de aquel lugar, y tenía el siniestro presentimiento de que los acechaba algún peligro.
Karnac se hallaba atareado registrando aquella isla rocosa para asegurarse de que los restos de Merseguer no se encontraban escondidos en los alrededores. Amerotke permaneció con la vista fija en la arena. Entonces cerró los ojos y suplicó al
ka
de su hermano y al patrocinio de Maat que no dejasen que les tendieran, a él y a aquellos veteranos, una emboscada. Cuando Karnac dio la orden de regresar se sintió aliviado. Tras volver a examinar la tumba, emprendieron el camino de vuelta.
Se sintió mejor en cuanto comenzaron a andar, aun a pesar de que el calor era intenso y el brillo de la arena dañaba sus ojos. Trató de relajarse pensando en la serena frescura de su propio jardín: el rostro pícaro de Norfret, los niños tratando de pillar a Shufoy alrededor del estanque. Oyó un ruido y miró hacia el cielo: los buitres habían vuelto a congregarse. Nebámum caminaba a grandes pasos delante de él, y las dunas del horizonte se hallaban vacías. Oyó un grito y volvió a fijar la vista para ver la hilera de figuras que había aparecido en lontananza. Dejó escapar una maldición. Sus dromedarios hacían que los siniestros bultos vestidos de negro pareciesen grotescas estatuas surgidas del mundo de los muertos y dispuestas en una fila larga y silenciosa.
Se preguntó si serían moradores del desierto o nómadas de las dunas. Tal vez se trataba tan sólo de un grupo pacífico de beduinos en busca de un lugar en que acampar. Amerotke recordó el viejo proverbio: «Nadie se topa con amigos en las Tierras Rojas».
Las figuras comenzaron a moverse. Karnac gritó una serie de órdenes, y el magistrado y los demás se echaron sobre la ardiente arena cuando sus atacantes sacaron arcos cortos. No tardaron en oír una descarga silbar sobre sus cabezas. El caudillo lanzó un bramido a Nebámum. Amerotke olvidó sus miedos. A causa de sus monturas, los nómadas de las dunas habían errado el blanco; además, sus arcos no eran tan potentes como los que llevaban el juez y sus compañeros. Éste palpó a su alrededor y asió su arma, introdujo una flecha de punta de bronce y plumas de buitre, eligió un objetivo y, apoyado en una de sus rodillas, disparó al mismo tiempo que los demás miembros de la expedición. Acto seguido cayeron tres, cuatro figuras de los dromedarios. Karnac los animó a seguir disparando, y eso hizo el magistrado. Las flechas silbaban sobre sus cabezas.
Los nómadas empezaron a acercarse, gateando como arañas negras, hacia ellos. Por fortuna, la tierra que se extendía bajo sus pies, compacta y pesada, impedía una verdadera carga. El general y su sirviente demostraron ser excelentes arqueros: cada vez eran más los atacantes derribados. Su formación se sumió en el caos.
Karnac incitó a sus compañeros a continuar con el ataque, y éstos, olvidando el calor y la quemazón del desierto, cerraron con el enemigo. Amerotke pudo ver en sus semblantes que las Panteras del Mediodía habían retrocedido en el tiempo. Lejos de considerar aquello como un asalto perpetrado por bandidos, estaban reviviendo, representando de nuevo, sus propias gestas heroicas frente a los hicsos. Se deshicieron de estolas y túnicas para detenerse formando un grupo ordenado, tensar sus arcos compuestos hasta más allá de las sienes y lanzar una descarga de saetas. Los nómadas de las dunas trataban desesperados de cerrar filas. El magistrado miró a su izquierda y distinguió la fronda distante del oasis.
—¿Crees —gritó a Nebámum— que nos verán?
Nebámum le respondió con una sonrisa y dio un paso atrás al ser alcanzado su hombro por una flecha. Hizo una mueca de dolor, pero enseguida cogió la trompa de concha que colgaba de una correa de cuero cerca de donde lo habían herido e hizo salir de ella una nota larga y gutural que repitió varias veces. Amerotke trató de ayudarlo. Oyó gritos y comprobó que los nómadas se estaban acercando. Entonces se puso delante de Nebámum y disparó una flecha. Se había dejado atrás el venablo, por lo que hubo de emplear la varilla del arco a modo de lanza. Los atacantes se abalanzaron sobre ellos.
Un dromedario penetró en sus filas con andar desgarbado. Amerotke miró de hito en hito al guerrero que lo montaba meciéndose de un lado a otro. Iba vestido de negro y llevaba la nariz y la boca cubiertas con una banda que no dejaba al descubierto otra cosa que un par de ojos brillantes. Levantó una espada curva y retrocedió de inmediato en su silla de montar cuando lo alcanzó un proyectil en la parte alta del pecho. El juez clavó su arma en el cuello del animal, que cayó sobre sus rodillas con un chillido. Entonces echó a correr hacia el conductor herido, que había quedado atrapado bajo el dromedario; le arrebató el alfanje y se dio la vuelta en el preciso instante en que otro nómada de las dunas saltaba de su alta silla para dirigirse hacia él. Hicieron chocar sus espadas. Los movimientos del oponente de Amerotke eran torpes e inseguros a causa del balanceo al que lo había sometido su montura. Después de trastabillar, se decidió por abandonar la lucha y echar a correr.
Alrededor del magistrado se estaban produciendo ataques similares. Las Panteras del Mediodía empleaban espadas, dagas y cualquier otra arma de la que conseguían apoderarse. Amerotke oyó el bramar de las trompetas y el retumbo de los carros que anunciaban la llegada de su poderoso escuadrón. Los nómadas de las dunas comenzaron a dispersarse y emprendieron la retirada, dejando el suelo sembrado de animales y hombres muertos y agonizantes. La arena del desierto dificultaba el avance de los vehículos, por lo que Karnac les ordenó detenerse.
—Si se os atascan las ruedas —gritó—, no dudarán en regresar para acabar con vosotros uno a uno.
El campo de batalla se sumió por unos instantes en el caos. Amerotke se dejó caer de hinojos. Su auriga llegó a su lado y le ofreció un pellejo de agua, y el juez lo tomó y vació el contenido sobre su cabeza y su nuca.
—Estás a salvo, mi señor. —El joven se puso en cuclillas a su lado con una sonrisa de golfillo en la cara—. Mi señor, ¿cómo te encuentras?
Parpadeó y rezó por que se calmaran las ganas que tenía de vomitar, pues no harían sino revelar el miedo atroz que lo invadía. Tenía ganas de ponerse en pie de un salto y gritar contra los nómadas de las dunas, contra Karnac y contra la mismísima Hatasu, que lo había enviado a aquel lugar.
—Soy juez, no guerrero —musitó.
—Yo de eso no entiendo —respondió el muchacho con picardía—. Vamos, señor. Has estado demasiado tiempo bajo el sol.
Lo ayudó a subir al carro. Una vez arriba, el magistrado miró a su alrededor. El resto de la expedición se había arracimado en torno a su cabecilla y profería gritos y carcajadas como si fuese un grupo de escolares que acaba de cometer una diablura.
—A excepción de Nebámum —aseguró el automedonte mientras señalaba al aludido con el látigo—, no hay heridos. Mi señor Karnac y los demás van a pasar días celebrando la victoria.
Y tenía razón: de hecho, comenzaron en el preciso momento en que entraron en el oasis. Tras apostar centinelas y curar sus heridas, se desnudaron y eliminaron con un baño la tierra y el sudor de sus cuerpos. Entonces volvió a examinarlos un curandero del templo, quien determinó que Nebámum sanaría en unos cuantos días, en tanto que el resto estaba bien. Una vez que estuvieron vestidos, Karnac instó al sacerdote que los acompañaba a rezar con ellos una oración en acción de gracias a Set. Finalmente, se sacaron las provisiones y se hizo a Amón una ofrenda de pan, vino y fruta.
—Nos quedaremos aquí hasta el anochecer —resolvió Karnac, pasando por alto la mirada de desacuerdo de Amerotke—. Vamos a regocijarnos y a festejar la ocasión.
El magistrado no tuvo más remedio que acceder. A pesar de haberse refrescado, seguía sintiendo un gran cansancio. El general tenía razón: habían soportado el calor del día y el rigor de la batalla, y valía la pena esperar para regresar a la ciudad con el frescor de la anochecida. El resto de los héroes se felicitaba y contaba a sus compañeros diversos detalles de la lucha. Se sentaron en derredor de una fogata improvisada y se repartieron la comida y el vino. Entonces Karnac pidió silencio dando palmadas.
—El encuentro no ha tenido nada de accidental, ¿no es así, mi señor juez?
Amerotke clavó la mirada en su jarra de bronce y, tras dar un buen trago, convino:
—No ha tenido nada de accidental.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Heti, que ya estaba medio embriagado.
—Nos ha atacado una banda de nómadas de las dunas en busca de un botín fácil. —Karnac le dio un leve golpecito en la oreja.
—¡Por las tetas de una virgen! —exclamó Heti en tono juguetón—. ¿Qué botín, si no somos más que un grupo de soldados y un magistrado?
—Ten en cuenta que llevamos brazaletes y armas —terció Turo.
Ruah miró a Amerotke con expresión recelosa. Finalmente, se extinguieron las risas a medida que fueron calando las palabras de Karnac.
—Queréis decir que nos estaban esperando, ¿verdad? —quiso saber Ruah.
—Por supuesto.
El juez trató de eliminar de su voz cualquier tono de burla. Se sentía cansado y de mal humor, y no estaba a gusto con aquellos hombres. Eran hermanos de sangre, aunque se mostraban muy reservados con respecto a los demás, y tenían su propio código. En resumen, formaban una pandilla muy unida a la que molestaban todos los extraños. Miró a su alrededor. Pese a que había luchado codo a codo con ellos, ninguno parecía profesarle sentimiento alguno de camaradería. Con razón había intervenido Hatasu. Aquél os eran hombres peligrosos, guerreros poderosos que gozaban de una influencia considerable entre los distintos regimientos del Ejército. La muerte de Balet, amén de un crimen, había significado para ellos una afrenta descarada. Exigirían venganza y justicia, y habían recurrido a la reina-faraón para ello.
Amerotke bebió de su jarra.
—Yo no soy militar —admitió, y hubo de hacer caso omiso de los sarcásticos gruñidos de aprobación—, pero el sepulcro de Merseguer está en un lugar solitario, caluroso y polvoriento del desierto, y fue tal vez por eso por lo que lo elegisteis hace treinta años. No es ninguna coincidencia que el mismo día que vamos a visitarlo nos topemos con que el cadáver de la hechicera ha desaparecido y aparezca de súbito en el horizonte una poderosa banda de nómadas de las dunas, moradores del desierto o lo que fueran. ¿Quién sabe? Tal vez maleantes libios o aun asesinos a sueldo. Lo cierto es que nos estaban esperando.
—Claro que sí —lo interrumpió Karnac—, y han elegido el momento exacto en el que debían atacar. Nos dirigimos a la tumba, descubrimos que la han vaciado y, cuando nos disponemos a regresar, ya en pleno desierto…
—Es verdad —terció Ruah—. Si hubiesen atacado mientras estábamos en el sitio donde la enterramos, podríamos haber contenido su ataque protegidos por las rocas. —Levantó su jarra en la dirección en que se hallaba el juez con ademán burlón—. Estoy de acuerdo con nuestro sabio magistrado: se trataba de una emboscada bien planeada.
—No seáis severos con él, mis señores —medió Nebámum—: el juez lleva toda la razón.
Dicho esto, miró a Karnac, quien mandó callar a sus compañeros y dio la palabra a Amerotke.
—No ha sido ninguna coincidencia —aseguró sin subir la voz—. Sabían dónde estábamos y repararon en que éramos vulnerables. Alguien los contrató para que nos atacasen.
Karnac pidió silencio a gritos ante las voces de protesta.
—Prosigue, mi señor juez.
—Por supuesto, mi deber es preguntarme quién fue. —Miró uno a uno a los guerreros con una sonrisa en los labios—. Sin embargo, para ser justos con todos nosotros —con un gesto señaló el lado del campamento en que se hallaba el resto de la escolta, atendiendo a los caballos o descansando—, hay que reconocer que nuestro destino no era ningún secreto. De cualquier modo, contratar a un enemigo así (¿cuántos hombres había, mis señores?; ¿cincuenta, sesenta…?) debe de haber costado una cantidad nada desdeñable de oro y plata. Lo que no les había dicho nadie —sonrió con mucho tacto— es que sus víctimas eran nada menos que las formidables Panteras del Mediodía.