Los verdugos de Set (18 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los verdugos de Set
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El carro de Karnac se adelantó al resto, semejante a un ave que proyectase su sombra sobre el suelo del desierto. Los demás lo seguían de cerca, pues cada cochero estaba resuelto a demostrar ser el más experto y tener los caballos más ligeros. Amerotke se agarró a la barandilla como si le fuese la vida en ello. Sintió cierta aprensión, pero sabía que el hombre que había a su lado estaba poniendo a prueba su valentía. Cualquier signo de nerviosismo o temor, cualquier palabra de reproche convertirían más tarde al magistrado en blanco de las bromas que se hiciesen alrededor de la fogata. El mundo de Amerotke se redujo a los caballos que tronaban ante él y al estruendo de los carros. Veía las rocas y la maleza del desierto pasar a una velocidad cada vez mayor. La tormenta de arena aisló a un carro de otro en aquel viaje vertiginoso bajo el cielo polvoriento.

El juez dejó escapar un suspiro de alivio al oír sonar la trompa de concha. Entonces, el auriga hizo chascar la lengua para refrenar a las caballerías, que, poco a poco, fueron aminorando el paso. Amerotke miró a su alrededor: tenían carros delante y detrás. En frente de todos se había detenido el de Karnac. El terreno había cambiado: el paisaje llano que tanto gustaba a los automedontes había dado paso a otro más rocoso e irregular de arena mucho más fina.

El escuadrón alcanzó por fin a su comandante. El aire se llenó de gritos de felicitación y de no pocas bromas. Karnac, vestido como un soldado regular, dio órdenes a voz en grito para que sus hombres siguiesen los senderos, se mantuvieran unidos y estuviesen alerta ante cualquier indicio de la presencia de los nómadas del desierto.

Amerotke bajó el pañuelo con el que había cubierto su rostro. La excitación producida por la carga se fue evaporando para tornarse en creciente irritación a medida que el calor del desierto castigaba a hombres y a caballos, reducidos ya a un paso lento. Al juez no le quedó otro remedio que atender a la charla del auriga. Recorrió con la mirada las Tierras Rojas, un lugar desnudo, monótono y sin agua sembrado de hendiduras y arbustos secos y cubierto de una neblina provocada por el calor que jugaba malas pasadas a las mentes o los ojos cansados. Por encima de sus cabezas volaban en círculo los buitres, como si la costumbre les hubiese enseñado que, allí por donde pasaba, un escuadrón militar dejaba siempre atrás un rastro de cadáveres.

—¡Un buen augurio! —señaló bromeando el joven tras seguir la mirada de Amerotke.

El juez asintió. Para sus adentros, deseó que el viaje se hiciese sin contratiempos. De cuando en cuando se fueron deteniendo para dar cuenta de sus raciones de comida y beber de los pellejos de agua. Debían de llevar dos o tres horas de camino cuando divisaron las altas palmeras de Ashiwa. A pesar del calor, Amerotke sintió un frío húmedo: siempre había odiado aquel lugar. Había viajado allí siendo joven para dar el último adiós al
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de su hermano. El oasis no era más que un denso palmeral con hierba del desierto que crecía alrededor de un hondo lago. No obstante, constituía un puesto de paso importante para mercaderes y soldados del Ejército del faraón. En la mente del magistrado no había cambiado un ápice tras los quince años transcurridos desde la última vez que lo había visitado: la tosca hierba, las añosas palmeras de tronco retorcido, los afloramientos rocosos de uno de sus extremos y el seductor lago que se extendía en el centro. El escuadrón descansó a la sombra de los árboles, en tanto que los caballos fueron confiados a sus cuidadores.

Amerotke, Karnac y sus Panteras del Mediodía se sentaron bajo una palmera. Los seis guerreros parecían estar disfrutando. Aparte de ricos brazaletes, llevaban todos sencillos petos de cuero y faldellines de soldados corrientes, si bien vestían asimismo prendas de gasa blanca para proteger del sol sus cabezas y sus hombros. Al igual que Amerotke, los verdugos de Set llevaban sandalias de combate, de gruesas suelas y correas resistentes, dotadas de guardas de cuero concebidas para proteger los tobillos y los talones. Nebámum, como excepción, calzaba unas extrañas botas de piel que le llegaban hasta la rodilla. El criado de Karnac, que se hal aba con el resto, notó que Amerotke no había pasado por alto este detalle.

—Protegen los músculos —afirmó dándose golpecitos en la bota— y agarran las piernas.

—¿Cómo tienes la herida? —preguntó el magistrado mientras le ofrecía el pellejo de agua. Los otros seguían hablando del oasis y de los recuerdos a él ligados.

—Hace dos años —respondió él rascándose la sien— estaba casi curada; pero tuve una caída que, según los médicos, la agravó, pues me quebrantó el músculo, el hueso y la carne. Entonces comencé a cargar el peso sobre la pierna derecha, y eso también me trajo problemas. En fin —Nebámum levantó el odre y dejó caer el contenido en su boca—, así es la vida de un soldado, mi señor.

Karnac pidió silencio y levantó un rollo de papiro.

—Después de nuestra gran victoria frente a los hicsos —hizo saber a Amerotke—, tomamos su campamento y sus posesiones. ¡Un día glorioso! —Sus ojos adoptaron una expresión ausente—. Ha cambiado mucho la situación, ¿verdad? Entonces teníamos menos carnes y estábamos hambrientos como lobos. Tomamos la parte que nos correspondió del botín, del que formaban parte los medallones. —Sonrió.

Amerotke pudo comprobar que los dientes de Karnac habían sido afilados de forma deliberada. Aquel hombre era un verdadero matador, un asesino nato, un guerrero hasta el tuétano. Sus ojos oscuros lo delataban como una persona capaz de un comportamiento cruel e implacable. El juez recorrió al resto con la mirada. Todos estaban cortados por el mismo patrón, incluido Nebámum, y en ninguno de ellos podía vislumbrarse un atisbo de debilidad. A pesar del sudor y los pliegues de la piel, aquellos hombres se veían a sí mismos como verdugos: no eran soldados que cumpliesen con su deber, sino guerreros que se alborozaban con la gloria de la batalla, el salpicar de la sangre caliente y el reparto de los despojos. En su fuero interno, Amerotke llegó a la conclusión de que ninguno de aquellos hombres pestañearía ni se estremecería a la hora de acabar con la vida de quienquiera que los amenazase.

Miró hacia el desierto y agradeció la sombra de la palmera: el verdadero viaje aún no había comenzado. Karnac, empero, seguía estudiando el mapa como si estuviese perdido en sus propios recuerdos. Sus compañeros lo miraban de hito en hito sin articular palabra, como haría una manada de lobos ante su jefe.

—Prosigue, mi señor —lo reprendió con suavidad Nebámum.

El general levantó la mirada.

—Esto, Amerotke, es un plano trazado por uno de los escribas de nuestro faraón, alguien que ha viajado ya al remoto horizonte. Como ya he dicho, encontramos los medallones de Merseguer y también su cuerpo, y el faraón nos confió unos y otro a mí y a mis compañeros. —Señaló a poniente—. El campo en que se libró la batalla se encuentra a medio día aproximado de marcha, y decidimos traer el cadáver de la bruja aquí.

—¿Al oasis? —preguntó el magistrado.

—No: comimos, bebimos y nos refrescamos en Ashiwa, pero decidimos que el asqueroso cuerpo de la hechicera debía pudrirse en la arena del desierto.

Karnac se levantó y gritó a quienes cuidaban de los carros que llevasen los arcos, las flechas y los venablos que en ellos se guardaban y que fueron distribuidos entre las Panteras del Mediodía.

—¿Vamos a ir solos? —quiso saber Amerotke.

Karnac le sostuvo la mirada con ojos sombríos.

—Por supuesto, mi señor juez: el lugar donde está enterrada Merseguer es un secreto. No tendrás miedo, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa triste—. Debemos hacerlo; hemos de comprobar que la tumba de la hechicera no haya sido tocada. Si el asesino o la asesina tiene algo que ver con ella, no podría haber ignorado tan odioso santuario. Debemos ir allí sin temor.

—¿A qué distancia se encuentra? —Amerotke decidió pasar por alto el comentario del general.

—Caminando tardaremos alrededor de una hora. —Señaló las armas y el pellejo del magistrado—. Si quieres, puedes quedarte aquí con los otros.

—La divina —repuso— me ha ordenado que vaya con vosotros, y eso es lo que haré. Pero he de confesar, mi señor —reconoció aferrándose al venablo que llevaba a modo de bastón—, que las Tierras Rojas me producen un hondo temor.

—Ésa es la razón por la que la enterramos aquí. —Karnac sonrió a sus compañeros—. Pero estás en buena compañía, mi señor juez. Sólo un loco vagaría por estos parajes sin que se le encogiese el corazón.

Dicho esto, condujo a sus hombres al exterior del oasis. Amerotke se subió la capucha, comprobó que la bota de agua se hallaba en un lugar seguro y siguió a los demás. Subieron una pequeña colina. Pese a que apenas habían empezado a caminar, el magistrado pudo sentir el sol asfixiante, abrasador. Habían llegado al desierto propiamente dicho, formado por dunas de arena salpicadas de algún que otro afloramiento rocoso en el que se reflejaban el calor y la luz del sol. Amerotke mantenía la cabeza gacha, apoyado en el venablo que le permitía seguir exactamente los irregulares pasos de Nebámum. Karnac y sus compañeros guardaban silencio convertidos en una fila callada de hombres que caminaban con dificultad bajo los rayos del sol. El único rastro de vida era el de los buitres que se cernían, expectantes, en lo alto. De cuando en cuando, la hilera se detenía. Amerotke recordó su instrucción como oficial. Utilizaba con moderación el agua que llevaba para humedecer con regularidad su boca y sus labios y frotarse en ocasiones la frente y la nuca. El calor era sofocante. Se dio cuenta de que lo único que los guiaba hasta el lugar al que debían llegar eran las eventuales agrupaciones rocosas que salpicaban el desierto. En silencio, rogó a los dioses que el tiempo no hubiese mermado el sentido de la orientación ni el juicio de Karnac.

Amerotke trató de distraerse pensando en Norfret y sus hijos, y no pudo menos de comparar aquel viaje por entre las ardientes dunas con el frescor y la tranquila elegancia de la Sala de las Dos Verdades.

De vez en cuando, Nebámum, quien apoyaba todo su peso en un cayado, se detenía para darse la vuelta y hacer la misma pregunta:

—¿Estás bien, mi señor?

El magistrado lo tranquilizaba, y el criado volvía a mirar hacia delante para proseguir la marcha. Amerotke creía estar en una pesadilla en la que caminaba sin descanso bajo un sol implacable por una arena ardiente. El arco y la aljaba le parecían cada vez más pesados. A veces, el venablo caía de la sudorosa palma de sus manos. Estaba cansado y sentía náuseas. Volvió a sorber el contenido de la bota.

Nebámum se dio la vuelta.

—¡Hay que dar gracias a Ra, mi señor juez! El día que enterramos a Merseguer nos vimos atrapados en una tormenta de arena. Ahora, por lo menos, nos hemos librado de eso.

Amerotke hizo un mohín, y estaba a punto de preguntar a Nebámum cuánto quedaba cuando oyó al general gritar y señalar con el dedo. Entonces empleó la mano a modo de visera y miró al lugar en que las dunas se elevaban hasta un accidentado afloramiento. Karnac guió allí a sus compañeros, que habían comenzado a hablar entre ellos. Él caminaba más rápido, de modo que antes de alcanzarlo pudieron oírlo proferir una maldición en voz baja. La roca tenía una pendiente resbaladiza. El general había subido gateando y se hallaba en cuclillas a la sombra de un saliente. Las piedras formaban una pequeña cueva que habían bloqueado con una losa. Sin embargo, ésta se encontraba apartada, y la oscura caverna, semejante a un sepulcro, estaba vacía.

—¡La depositamos aquí! —exclamó Nebámum entre dientes.

El resto del grupo se arracimó a su alrededor con los ojos clavados en la piedra que habían retirado.

—¡Es imposible! —intervino Heti, que se agachó para mirar el interior de la cueva.

Karnac asió su venablo, apartó a Heti y se introdujo agachado en la cavidad. Si se hubiese tratado de otro hombre, Amerotke habría encontrado algo grotesca la escena; sin embargo, el general le hizo pensar en un animal salvaje que persiguiese a su presa con ahínco. Karnac volvió a salir con una callada maldición en los labios y un rollo en la mano.

—¡El cuerpo ha desaparecido! —declaró—. Sólo queda esto. —Lo desplegó y, tras leerlo, lo lanzó furioso al magistrado—. Merseguer se ha levantado de su tumba —musitó con voz áspera.

—Los muertos no caminan —respondió Amerotke—. El cadáver puede haberse descompuesto.

—¿En esta cueva? No.

—¿Enterrasteis esto con ella?

—Léelo.

El juez hizo lo que le pedían. El papiro era grueso y de buena calidad. Los jeroglíficos que contenía eran obra de un escriba itinerante. Lo estudió de modo somero mientras esquivaba las manos de sus compañeros, que trataban de asirlo.

—En voz alta —le pidió Karnac.

—«Caeréis en la red que atrapa a los muertos.» —Amerotke levantó la mirada—. Mi señor, es una maldición. Está escrita con tinta roja, tal vez la sangre de algún animal.

—Sigue —lo exhortó el general.

—«Los Devoradores de Almas se encargarán de todos vosotros, y no pasaréis la prueba ante Osiris en la Sala de la Verdad. Os engullirán vivos los Devoradores. Os decapitarán y os quemarán en sacrificios. ¡Merseguer ha vuelto!» ¡Tonterías! —Amerotke lanzó el papiro a Karnac—. Mi criado, Shufoy, os podría comprar maldiciones muy parecidas en cualquier mercado de Tebas. Merseguer está muerta, y muerta seguirá para siempre. El que se ha llevado su cadáver ha llegado hasta aquí para asustaros y jugar con vuestro pasado. Quiere que, a primera hora de la mañana o cuando estéis acostados por la noche, recordéis la muerte de la hechicera y os echéis a temblar. Pero vosotros sois guerreros —siguió diciendo Amerotke—, y las maldiciones como ésta no os asustan.

Recorrió con la vista a los integrantes de aquel grupo de hombres de rostro adusto para comprobar que, en realidad, aquellos soldados capaces de resistir los embates de una columna de carros hicsos o llevar a cabo osadas incursiones nocturnas en el campamento enemigo sí que estaban asustados. Aquellos hombres, extremadamente supersticiosos, temían más a lo que no podían ver que a cualquier enemigo visible.

—¿Quién se ha llevado el cuerpo? —Fue Nebámum quien rompió el silencio—. Mi señor Karnac, ¿cuántos tebanos conocían el lugar en que enterramos a Merseguer?

El general soltó un bufido y se enjugó el sudor de la cara con el dorso de la muñeca.

—Sólo nosotros —apuntó con una sonrisa compungida— y todo aquel al que se lo hayamos confiado a lo largo de estos años.

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