—Sospecho —dijo— de un hombre alto, moreno, de buen aspecto, que tiene todo el aire de un gran señor; nos ha seguido varias veces, según me ha parecido, cuando iba a esperar a mi mujer al postigo del Louvre para llevarla a casa.
El comisario pareció experimentar cierta inquietud.
—¿Y su nombre? —dijo.
—¡Oh! En cuanto a su nombre, no sé nada, pero si alguna vez lo vuelvo a encontrar lo reconoceré al instante, os respondo de ello, aunque fuera entre mil personas.
La frente del comisario se ensombreció.
—¿Lo reconoceríais entre mil, decís? —continuo.
—Es decir —prosiguió Bonacieux, que vio que había ido descaminado—, es decir…
—Habéis respondido que lo reconoceríais —dijo el comisario—; está bien, basta por hoy; antes de que sigamos adelante es preciso que alguien sea prevenido de que conocéis al raptor de vuestra mujer.
—Pero yo no os he dicho que le conociese —exclamó Bonacieux desesperado—. Os he dicho, por el contrario…
—Llevaos al prisionero —dijo el comisario a los dos guardias.
—¿Y dónde hay que conducirlo? —preguntó el escribano.
—A un calabozo.
—¿A cuál?
—¡Oh, Dios mío! Al primero que sea, con tal que cierre bien —respondió el comisario con una indiferencia que llenó de horror al pobre Bonacieux.
—¡Ay! ¡Ay! —se dijo—. La desgracia ha caído sobre mi cabeza; mi mujer habrá cometido algún crimen espantoso; me creen su cómplice, y me castigarán con ella; ella habrá hablado, habrá confesado que me había dicho todo; una mujer, ¡es tan débil! ¡Un calabozo, el primero que sea! ¡Eso es! Una noche pasa pronto; y mañana a la rueda, a la horca. ¡Oh, Dios mío! ¡Tened piedad de mí!
Sin escuchar para nada las lamentaciones de maese Bonacieux, lamentaciones a las que por otra parte debían estar acostumbrados, los dos guardias cogieron al prisionero por un brazo y se lo llevaron, mientras el comisario escribía deprisa una carta que su escribano esperaba.
Bonacieux no pegó ojo, y no porque su calabozo fuera demasiado desagradable, sino porque sus inquietudes eran demasiado grandes. Permaneció toda la noche sobre su taburete, temblando al menor ruido; y cuando los primeros rayos del día se deslizaron en la habitación, la aurora le pareció haber tornado tintes fúnebres.
De golpe oyó correr los cerrojos, y tuvo un sobresalto terrible. Creía que venían a buscarlo para conducirlo al cadalso; así, cuando vio pura y simplemente aparecer, en lugar del verdugo que esperaba, a su comisario y su escribano de la víspera, estuvo a punto de saltarles al cuello.
—Vuestro asunto se ha complicado desde ayer por la noche, buen hombre —le dijo el comisario—, y os aconsejo decir toda la verdad; porque solo vuestro arrepentimiento puede aplacar la cólera del cardenal.
—Pero si yo estoy dispuesto a decir todo —exclamó Bonacieux—, al menos todo lo que sé. Interrogad, os lo suplico.
—Primero, ¿dónde está vuestra mujer?
—Pero si ya os he dicho que me la habían raptado.
—Sí, pero desde ayer a las cinco de la tarde, gracias a vos, se ha escapado.
—¡Mi mujer se ha escapado! —exclamó Bonacieux—. ¡Oh, la desgraciada! Señor si se ha escapado, no es culpa mía os lo juro.
—¿Qué fuisteis, pues, a hacer a casa del señor D’Artagnan, vuestro vecino, con el que tuvisteis una larga conferencia durante el día?
—¡Ah! Sí, señor comisario, sí, eso es cierto, y confieso que me equivoqué. Estuve en casa del señor D’Artagnan.
—¿Cuál era el objeto de esa visita?
—Pedirle que me ayudara a encontrar a mi mujer. Creía que tenía derecho a reclamarla; me equivocaba, según parece, y por eso os pido perdón.
—¿Y qué respondió el señor D’Artagnan?
—El señor D’Artagnan me prometió su ayuda; pero pronto me di cuenta de que me traicionaba.
—¡Os burláis de la justicia! El señor D’Artagnan ha hecho un pacto con vos y, en virtud de ese pacto, él ha puesto en fuga a los hombres de policía que habían detenido a vuestra mujer, y la ha sustraído a todas las investigaciones.
—¡El señor D’Artagnan ha raptado a mi mujer! ¡Vaya! Pero ¿qué me decís?
—Por suerte, D’Artagnan está en nuestras manos, y vais a ser careado con él.
—¡Ah! A fe que no pido otra cosa —exclamó Bonacieux—, no me molestará ver un rostro conocido.
—Haced entrar al señor D’Artagnan —dijo el comisario a los dos guardias.
Los dos guardias hicieron entrar a Athos.
—Señor D’Artagnan —dijo el comisario dirigiéndose a Athos—, declarad lo que ha pasado entre vos y el señor.
—¡Pero —exclamó Bonacieux— si no es el señor D’Artagnan ése que me mostráis!
—¡Cómo! ¿No es el señor D’Artagnan? —exclamó el comisario.
—En modo alguno —respondió Bonacieux.
—¿Cómo se llama el señor? —preguntó el comisario.
—No puedo decíroslo, no lo conozco.
—¡Cómo! ¿No lo conocéis?
—No.
—¿No lo habéis visto jamás?
—Sí, lo he visto, pero no sé cómo se llama.
—¿Vuestro nombre? —preguntó el comisario.
—Athos —respondió el mosquetero.
—Pero eso no es un nombre de hombre, ¡eso es un nombre de montaña! —exclamó el pobre interrogador, que comenzaba a perder la cabeza.
—Es mi nombre —dijo tranquilamente Athos.
—Pero vos habéis dicho que os llamabais D’Artagnan.
—¿Yo?
—Sí, vos.
—Veamos, cuando me han dicho: «Vos sois el señor D’Artagnan», yo he respondido: «¿Lo creéis así?». Mis guardias han exclamado que estaban seguros. Yo no he querido contrariarlos. Además, yo podía equivocarme.
—Señor, insultáis a la majestad de la justicia.
—De ningún modo —dijo tranquilamente Athos.
—Vos sois el señor D’Artagnan.
—Como veis, sois vos el que aún me lo decís.
—Pero —exclamó a su vez el señor Bonacieux— os digo, señor comisario, que no tengo la más mínima duda. El señor D’Artagnan es mi huésped, y en consecuencia, aunque no me pague mis alquileres, y precisamente por eso, debo conocerlo. El señor D’Artagnan es un joven de diecinueve a veinte años apenas, y este señor tiene treinta por lo menos. El señor D’Artagnan está en los guardias del señor Des Essarts, y este señor está en la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville: mirad el uniforme, señor comisario, mirad el uniforme.
—Es cierto —murmuró el comisario—; es malditamente cierto.
En aquel momento la puerta se abrió de golpe, y un mensajero, introducido por uno de los carceleros de la Bastilla, entregó una carta al comisario.
—¡Oh, la desgraciada! —exclamó el comisario.
—¿Cómo? ¿Qué decís? ¿De quién habláis? ¡Espero que no sea de mi mujer!
—Al contrario, es de ella. Bonito asunto el vuestro.
—¡Vaya! —exclamó el mercero exasperado—. Haced el favor de decirme, señor, cómo ha podido empeorar por lo que mi mujer haya hecho mientras yo estoy en prisión.
—Porque lo que ha hecho es la consecuencia de un plan tramado entre vosotros, un plan infernal.
—Os juro, señor comisario, que estáis en el más profundo error; que yo no sé nada de nada de lo que debía hacer mi mujer, que soy completamente extraño a lo que ella ha hecho y, que si ella ha hecho tonterías, reniego de ella, la desmiento, la maldigo.
—¡Bueno! —dijo Athos al comisario—. Si ya no tenéis necesidad de mí aquí, enviadme a alguna parte; vuestro señor Bonacieux es irritante.
—Volved a llevar a los prisioneros a sus calabozos —dijo el comisario señalando con el mismo gesto a Athos y a Bonacieux—, que sean guardados con mayor severidad que nunca.
—Sin embargo —dijo Athos con su calma habitual—, si vos estáis buscando al señor D’Artagnan, no veo demasiado bien en qué puedo yo reemplazarlo.
—¡Haced lo que he dicho! —exclamó el comisario—. Y en el secreto más absoluto. ¡Ya habéis oído!
Athos siguió a sus guardias encogiéndose de hombros, y el señor Bonacieux lanzando lamentaciones capaces de ablandar el corazón de un tigre.
Llevaron al mercero al mismo calabozo en que había pasado la noche, y lo dejaron solo toda la jornada. Durante toda la jornada el señor Bonacieux lloró como un verdadero mercero, dado que no era un hombre de espada, tal como él mismo nos ha dicho.
Por la noche, hacia las ocho, en el momento en que iba a decidirse a meterse en la cama, oyó pasos en su corredor. Aquellos pasos se acercaron a su calabozo, su puerta se abrió y aparecieron los guardias.
—Seguidme —dijo un exento que venía tras los guardias.
—¡Que os siga! —exclamó Bonacieux—. ¿Que os siga a esta hora? ¿Y adónde, Dios mío?
—Adonde tenemos orden de llevaros.
—Pero eso no es una respuesta.
—Sin embargo, es la única que podemos daros.
—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —murmuró el pobre mercero—. Esta vez sí que estoy perdido.
Y siguió maquinalmente y sin resistencia a los guardias que venían a buscarlo.
Tomó el mismo corredor que ya había tomado, atravesó un primer patio, luego un segundo cuerpo de edificios; finalmente, a la puerta del patio de entrada, encontró un coche rodeado de cuatro guardias a caballo. Lo hicieron subir en aquel coche, el exento se colocó tras él, cerraron la portezuela con llave, y los dos se encontraron en una prisión rodante.
El coche se puso en movimiento, lento como un carromato fúnebre. A través de la reja cerrada con candado, el prisionero veía las casas y el camino, eso era todo; pero, como auténtico parisiense que era, Bonacieux reconocía cada calle por los guardacantones, por las muestras, por los reverberos. En el momento de llegar a Saint-Paul, lugar donde se ejecutaba a los condenados de la Bastilla, estuvo a punto de desvanecerse y se persignó dos veces. Había creído que el coche debía detenerse allí. Sin embargo, el coche siguió.
Más lejos, un gran terror lo invadió otra vez. Fue al bordear el cementerio de Saint-Jean, donde se enterraba a los criminales de Estado. Sólo una cosa lo tranquilizó algo, y es que antes de enterrarlos se les cortaba por regla general la cabeza, y su cabeza estaba aún sobre sus hombros. Pero cuando vio que el coche tomaba la ruta de la Grève, cuando vio los techos picudos del Ayuntamiento, cuando el coche se adentró bajo la arcada, creyó que todo había terminado para él, quiso confesarse con el exento, y, tras su negativa, lanzó gritos tan lastimeros que el exento le anunció que, si seguía ensordeciéndole así, le pondría una mordaza.
Aquella amenaza tranquilizó algo a Bonacieux: si hubieran tenido que ejecutarlo en Grève, no merecía la pena amordazarlo, porque estaban a punto de llegar al lugar de la ejecución. En efecto, el coche cruzó la plaza fatal sin detenerse. Ya sólo quedaba que temer la Croix-du-Trahoir;
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precisamente el coche tomó el camino de ella.
Esta vez no había duda, era la Croix-du-Trahoir, donde se ejecutaba a los criminales subalternos. Bonacieux se había jactado creyéndose digno de Saint-Paul o de la plaza de Grève: ¡era en la Croix-du-Trahoir donde iban a terminar su viaje y su destino! No podía ver todavía aquella maldita cruz, pero la sentía en cierto modo venir a su encuentro. Cuando no estuvo más que a una veintena de pasos, oyó un rumor y el coche se detuvo. Era más de lo que podía soportar el pobre Bonacieux, ya derrumbado por las sucesivas emociones que había experimentado; lanzó un débil gemido, que hubiera podido tomarse por el último suspiro de un moribundo, y se desvaneció.
A
quella reunión era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino por la contemplación de un ahorcado.
El coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atravesó la multitud, continuó su camino, enfiló la calle Saint-Honoré, volvió la calle des Bons-Enfants y se detuvo ante una puerta baja.
La puerta se abrió, dos guardias recibieron en sus brazos a Bonacieux, sostenido por el exento; lo metieron por una avenida, lo hicieron subir una escalera y lo depositaron en una antecámara.
Todos estos movimientos eran realizados por él de una forma maquinal.
Había andado como se anda en sueños; había entrevisto los objetos a través de una niebla; sus oídos habían percibido los sonidos sin comprenderlos; hubieran podido ejecutarlo en aquel momento sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera lanzado un grito para implorar piedad.
Permaneció, pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y los brazos colgantes, en la misma postura en que los guardias lo habían depositado.
Sin embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como nada indicase que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la pared estaba recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de damasco rojo flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendió poco a poco que su terror era exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba abajo.
Con este movimiento, al que nadie se opuso, recuperó algo de valor y se arriesgó a encoger una pierna, luego la otra; por fin, ayudándose de sus dos manos, se levantó de la banqueta y se encontró sobre sus pies.
En aquel momento, un oficial de buen aspecto abrió una portezuela, continuó cambiando aún algunas palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y, volviéndose hacia el prisionero, dijo:
—¿Sois vos quien se llama Bonacieux?
—Sí, señor oficial —balbuceó el mercero, más muerto que vivo—, para serviros.
—Entrad —dijo el oficial.
Y se echó a un lado para que el mercero pudiera pasar. Aquel obedeció sin réplica y entró en la habitación en la que parecía ser esperado.
Era un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado y sofocante, y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de septiembre. Una mesa cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado, un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza.
De pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de ojos penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla coronada por un par de mostachos. Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre, menos la espada, tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.