Los tontos mueren (76 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Gronevelt me sonrió.

—¿No conoces ese poema de Yeats? Creo que empieza: «Más de un soldado y marino yacen, lejos del cielo de la patria». Eso es lo que le pasó a Cully. Creo que debe estar en el fondo de uno de esos bellos estanques que hay detrás de las casas de geishas del Japón. Supongo que eso debió fastidiarle mucho. Quería morir en Las Vegas.

—¿Y qué has hecho? —dije—. ¿Se lo has comunicado a la policía o a las autoridades japonesas?

—No —dijo Gronevelt—. No es posible tal cosa, ni creo que tú debas hacerlo.

—Yo acepto lo que tú digas —contesté—. Quizás Cully aparezca algún día. Puede que entre en el casino con tu dinero como si nada hubiera pasado.

—Puede ser —dijo Gronevelt—. Pero, por favor, no pienses eso. No quiero que albergues ninguna esperanza. Debes aceptarlo tal como te lo digo. Es otro jugador al que ha aplastado el porcentaje, nada más.

Hizo una pausa y luego dijo, suavemente:

—Cometió un error al contabilizar el «zapato».

Sonrió.

Ahora sabía cuál era mi respuesta. Lo que en realidad estaba diciéndome Gronevelt era que Cully había sido enviado a una misión que Gronevelt había planeado, y que había sido Gronevelt quien había decidido aquel final. Y mirando a aquel hombre, me di cuenta de que no lo había hecho por malévola crueldad, ni por deseo de venganza, sino por lo que para él eran buenas y sólidas razones. Para él aquello era sencillamente un aspecto de su negocio.

Así, nos dimos la mano y Gronevelt dijo:

—Quédate todo el tiempo que quieras. Eres mi invitado.

—Gracias —dije—. Pero creo que me iré mañana.

—¿Jugarás esta noche? —preguntó Gronevelt.

—Creo que sí —dije—. Pero sólo un poco.

—Bueno, ojalá tengas suerte —dijo Gronevelt.

Me acompañó hasta la puerta y me puso en la mano un paquete de fichas negras de cien dólares.

—Estaban en la mesa de Cully —dijo Gronevelt—. Estoy seguro de que le hubiese gustado que las jugases tú. Quizás este dinero te traiga suerte.

Hizo una breve pausa.

—Siento lo de Cully, le echo de menos —dijo.

—También yo —dije.

Y me fui.

54

Gronevelt me había dado una suite con el salón decorado en cálidos tonos marrones, una combinación muy acorde con el estilo habitual de Las Vegas. Yo no tenía ganas de jugar y estaba demasiado cansado para ir al cine. Conté las fichas negras, lo que heredaba de Cully. Eran diez; mil dólares. Imaginé lo feliz que se habría sentido si yo hubiese metido las fichas en mi maleta y hubiese dejado Las Vegas sin perderlas. Pensé que podría hacerlo.

No me sorprendía lo que le había pasado a Cully. Estaba casi en la esencia de su carácter el que al final jugase contra el porcentaje. En su interior, pese a ser un estafador nato, Cully era un jugador. Creía en su capacidad para contabilizar el «zapato»; por tanto, nunca podría ser rival de Gronevelt. Gronevelt podía aplastarlo todo con sus implacables porcentajes.

Intenté dormir, pero sin suerte. Era demasiado tarde para llamar a Valerie. Debía ser por lo menos la una de la madrugada en Nueva York. Cogí el periódico de Las Vegas que había comprado en el aeropuerto y, ojeándolo, vi el anuncio de una película, la última de Janelle. Interpretaba el segundo papel femenino, un papel de complemento, pero lo había hecho tan bien que había sido seleccionada para el premio de la Academia. La película se había estrenado en Nueva York hacía exactamente un mes y me había propuesto verla, así que decidí ir entonces. Aunque no había vuelto a ver a Janelle ni a hablar con ella desde aquella noche que me había dejado en la habitación del hotel.

Era una buena película. Contemplé a Janelle en la pantalla y le vi hacer todas las cosas que había hecho conmigo. En aquella pantalla inmensa, su rostro expresaba toda la ternura, todo el afecto, todo el anhelo sensual que había mostrado cuando nos acostábamos juntos. Mientras la veía, me preguntaba qué era la realidad. ¿Cómo se había sentido ella en realidad en la cama conmigo, cómo se había sentido en realidad allá arriba en la pantalla? En una parte de la película en que ella quedaba hundida por el rechazo de su amante, tenía la misma expresión desconsolada que me destrozaba el corazón cuando ella creía que la había tratado con crueldad. Me asombraba lo estrictamente que su actuación seguía nuestras pasiones más profundas y secretas. ¿Habría estado actuando conmigo, preparándose para aquel papel, o su actuación brotaba del dolor que habíamos compartido? No obstante, casi volví a enamorarme de ella sólo con verla en la pantalla, y me alegré de que, a fin de cuentas, todo le hubiese salido bien; que estuviese convirtiéndose en actriz de tanto éxito, que estuviese logrando todo lo que quería o creía querer de la vida. Y pensé: éste es el final de la historia. Aquí estoy yo, el pobre y desdichado amante, muy lejos, contemplando el éxito de su amada. Y pensé que todo el mundo sentiría lástima de mí. Yo sería el héroe por lo sensible que era, y ahora podría sufrir y vivir solo. El escritor solitario haciendo libros, mientras ella resplandecía en el mundo luminoso del cine. Y así es como me hubiese gustado dejar la historia. Le había prometido a Janelle que si escribía acerca de ella, nunca la mostraría como alguien derrotado o alguien de quien hubiese que compadecerse. Una noche que fuimos a ver
Love Story
ella se puso furiosa.

—Malditos escritores, siempre hacéis que la chica muera al final —dijo—. ¿Sabes por qué? Porque es el modo más fácil de librarse de ella. Te cansas de ella, y tú no quieres ser el malo, así que la liquidas y luego lloras y eres el héroe de mierda. Qué hipócritas asquerosos sois todos. Siempre queréis enterrar a las mujeres.

Se volvió hacia mí, con sus inmensos ojos castaño dorado oscureciéndose de cólera.

—No me mates nunca a mí, pedazo de cabrón.

—Lo prometo —dije—. Pero, ¿por qué andas tú diciéndome siempre que no quieres llegar a los cuarenta? Que procurarás quemarte antes.

A veces, me salía con este cuento. Le encantaba mostrarse lo más dramática posible.

—Eso no es asunto tuyo —dijo—. Para entonces, tú y yo ni siquiera nos hablaremos.

Salí del cine e inicié el largo paseo de vuelta al Xanadú. Era un largo paseo. Enfilé el principio del Strip y pasé hotel tras hotel, crucé ante sus fuentes de luz de neón y seguí caminando hacia las oscuras montañas del desierto que hacían guardia al final del Strip. Y pensé en Janelle. Le había prometido que si escribía sobre nosotros nunca la pintaría como a alguien derrotado, alguien a quien hubiese que compadecer. Ni siquiera alguien por quien hubiese que afligirse. Me había pedido que se lo prometiera y yo se lo había prometido, todo en broma.

Pero la verdad era distinta. Ella se negaba a quedar en las sombras de mi mente como hacían decentemente Artie y Osano y Malomar. Mi magia no funcionaba ya.

Porque cuando la vi en la pantalla, tan viva y llena de pasión, y volví a enamorarme de ella, ella ya estaba muerta.

Janelle, preparándose para la fiesta de Nochevieja, se maquillaba lenta y minuciosamente. Ladeó su espejo de aumento e inició el pintado de los ojos. La esquina superior del espejo reflejaba el apartamento que había tras ella. Era, desde luego, un desastre: ropas tiradas, zapatos por en medio, platos y tazas sucios en la mesita, la cama sin hacer. Recibiría a Joel en la puerta y no le dejaría entrar. El hombre del Rolls Royce, como le había llamado siempre Merlyn. Se acostaba con Joel de cuando en cuando, aunque no con excesiva frecuencia, y sabía que aquella noche tendría que hacerlo. Después de todo, era Nochevieja. Así que ya se había bañado, se había perfumado, había utilizado su desodorante vaginal; estaba preparada. Pensó en Merlyn y se preguntó si la llamaría. Llevaba dos años sin llamarla, pero muy bien podría llamarla aquel día o al día siguiente. Janelle sabía que no la llamaría de noche. Pensó un momento en llamarle, pero él se asustaría, el muy cobarde. Le daba tanto miedo estropear su vida familiar. Toda aquella estructura falsa que había construido a lo largo de los años y que utilizaba como soporte. Pero en realidad, no le echaba de menos. Sabía que él contemplaba su pasado con desprecio por haberse enamorado, y que ella miraba hacia atrás con una radiante alegría de que hubiese sucedido. A ella no le importaba que se hubiesen herido tanto recíprocamente. Ella le había perdonado hacía mucho. Pero sabía que él no, sabía que él había pensado tontamente que había perdido algo de sí mismo, y ella sabía que esto no era cierto, ni en su caso ni en el de él.

Dejó de maquillarse. Estaba cansada y tenía jaqueca. Se sentía también muy deprimida, pero eso le pasaba siempre en Nochevieja. Había pasado otro año, era un año más vieja, y ella temía la vejez. Pensó en llamar a Alice, que estaba pasando las fiestas con sus padres en San Francisco. Si Alice viese cómo estaba el apartamento, se horrorizaría; pero Janelle sabía que aun así se pondría a limpiarlo y no le haría ningún reproche. Sonrió pensando en lo que decía Merlyn, que ella utilizaba a sus amantes femeninas explotándolas brutalmente de un modo que sólo los maridos más machistas se atrevían a utilizar. Comprendió entonces que en parte era cierto. Sacó de un cajón los pendientes de rubíes, primer regalo que le hizo Merlyn, y se los puso. Verdaderamente le sentaban muy bien. Le encantaban.

Luego, sonó el timbre con insistencia y fue a abrir. Dejó pasar a Joel. Le importaba un pito que viese o no el desorden del apartamento. La jaqueca aumentaba por momentos, así que entró en el baño y tomó unos cuantos
Percodan
antes de salir. Joel estaba tan amable y encantador como de costumbre. Le abrió la puerta del coche para que entrase y dio la vuelta hasta el otro lado. Janelle pensó en Merlyn. A él siempre se le olvidaba tener un detalle como aquél, y cuando se acordaba se ponía nervioso. Hasta que, por fin, ella le dijo que no se molestase, que se olvidase por completo de aquello, abandonando así sus hábitos de beldad sureña.

Era la fiesta habitual de Nochevieja en una gran casa llena de gente. El aparcamiento estaba lleno de criados de chaqueta roja que se hacían cargo de los Mercedes, los Rolls Royce, los Bentley, los Porsche. Janelle conocía a muchos de los asistentes. Y hubo mucho galanteo y muchas insinuaciones, que ella cortó alegremente bromeando sobre su decisión para el nuevo año de mantenerse pura por lo menos un mes. Al aproximarse la medianoche, se sintió realmente deprimida y Joel se dio cuenta de ello. La metió en uno de los dormitorios y le dio un poco de cocaína. Janelle se sintió mejor y se animó inmediatamente. Pasó la prueba de la medianoche, el beso de todos sus amigos, los tanteos, y luego, de pronto, se dio cuenta de que su jaqueca volvía. Nunca en su vida había tenido una jaqueca tan fuerte y comprendió que debía volver a casa. Buscó a Joel y le dijo que estaba enferma. Él la miró y comprendió que sí lo estaba.

—No es más que dolor de cabeza —dijo Janelle—. Se me pasará, pero llévame a casa.

Joel la acompañó en coche y quiso entrar con ella. Ella se dio cuenta de que lo que él quería era quedarse, con la esperanza de que la jaqueca se esfumase y poder pasarlo bien al menos al día siguiente, en la cama con ella. Pero Janelle se sentía realmente mal. Le besó y dijo:

—No entres, por favor. De veras siento decepcionarte, pero me encuentro muy mal, en serio. Terriblemente mal.

Le alivió ver que Joel la creía.

—¿Quieres que llame a un médico? —preguntó.

—No —dijo ella—. Tomaré unas pastillas y se me pasará.

Esperó a que él se fuera.

Luego, inmediatamente, entró en el, baño a tomar más
Percodan;
mojó una toalla y se la enrolló en la cabeza a modo de turbante. Iba camino del dormitorio cuando, al cruzar la puerta, sintió un terrible dolor en la nuca. Estuvo a punto de desplomarse. Por un momento pensó que alguien oculto en la habitación la había atacado, y luego pensó que se había dado en la cabeza con algo que sobresalía de la pared. Pero luego, otro golpe aplastante la hizo caer de rodillas. Entonces se dio cuenta de que estaba sucediéndole algo terrible. Consiguió arrastrarse hasta el teléfono que había junto a la cama y apenas pudo distinguir la etiqueta roja en la que estaba escrito el número de los servicios médicos; Alice lo había pegado allí cuando había estado visitándolas el hijo de Janelle, sólo por si acaso. Marcó el número y contestó una voz de mujer.

—Me siento muy mal —dijo Janelle—. No sé lo que me pasa, pero estoy muy enferma.

Le dio su número y la dirección, y dejó caer el teléfono. Consiguió subirse a la cama y, sorprendentemente, de pronto se sintió mejor. Se avergonzaba casi de haber llamado, porque en realidad no le pasaba nada grave. Luego, sintió otro terrible golpe que pareció estremecer todo su cuerpo. Su visión disminuyó y se redujo a un foco único. De nuevo se quedó atónita sin poder creer lo que le estaba pasando. Apenas podía ver los extremos de la habitación. Recordó que Joel le había dado un poco de cocaína y que aún la tenía en el bolso y salió tambaleándose hasta la sala para deshacerse de ella, pero en mitad de la sala su cuerpo se estremeció de dolor. Se le aflojó el esfínter y, a través de la niebla de una semiinconsciencia, comprendió que se había hecho encima. Con un gran esfuerzo, se quitó las bragas, limpió el suelo, las metió bajo el sofá, y luego se dio cuenta de que llevaba los pendientes; no quería que nadie se los robase. Le llevó lo que parecía muchísimo tiempo quitárselos; luego entró tambaleándose en la cocina y los echó al fondo de la parte superior del armario, que estaba cubierta de polvo, donde nadie miraría nunca.

Aún estaba consciente cuando llegaron los del servicio médico, percibió más o menos que la examinaban y que uno de los médicos miraba en su bolso y encontraba la cocaína. Creyeron que se trataba de un caso de sobredosis. Uno de los recién llegados la interrogó.

—¿Cuántas drogas ha tomado usted esta noche?

—Ninguna —dijo ella desafiante.

—Vamos —dijo el médico—, intentamos salvarle la vida.

Y fue esa frase lo que salvó realmente a Janelle. Pasó a interpretar un papel que había interpretado ya. Utilizó una frase que utilizaba siempre para burlarse de lo que otros estimaban en mucho.

—Oh, por favor
—dijo.

El
Oh, por favor
con un tono despectivo para demostrar que el que le salvasen la vida era la menor de sus preocupaciones y, en realidad, algo que ni siquiera debía tomarse en consideración.

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