Los tontos mueren (69 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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Padre e hijo eran patriotas. Hasta que el padre se vio obligado a ocultarse para evitar una citación del congreso. El FBI le presionó entonces reteniendo a su hijo Johnny como rehén y comunicándole que acosarían al hijo hasta que el padre se entregase. El viejo Santadio se entregó y compareció ante un comité del congreso, pero entonces Johnny Santadio dejó West Point.

Johnny Santadio jamás había sido condenado por ningún delito. Nunca le habían detenido. Pero el mero hecho de ser hijo de quien era bastaba para que le negasen permiso para adquirir acciones del Hotel Xanadú. Se lo impedía la comisión de juego de Nevada.

A Cully le impresionó Johnny Santadio. Era tranquilo, hablaba bien y podría haber pasado incluso por ex alumno de una universidad distinguida, vástago de una vieja familia yanqui. Ni siquiera parecía italiano. Estaban los tres solos en la habitación y Gronevelt inició la conversación diciéndole a Cully.

—¿Te gustaría tener algunas acciones del hotel?

—Claro —dijo Cully—. Te daré mi marcador.

Johnny Santadio sonrió. Era una sonrisa suave, dulce casi.

—Por lo que me ha dicho Gronevelt de ti —dijo Santadio—, tienes tan buen carácter que yo aportaré el dinero de tus acciones.

Cully entendió inmediatamente. Haría de testaferro de Santadio.

—Por mí vale —dijo Cully.

—¿Estás lo bastante limpio para conseguir el permiso de la comisión de juego? —dijo Santadio.

—Claro —dijo Cully—. A menos que tengan una ley que prohíba tirarse tías.

Esta vez Santadio no sonrió. Se limitó a esperar a que Cully acabase de hablar y luego dijo:

—Yo te prestaré dinero para las acciones. Firmarás una nota por lo que yo aporte. La nota dirá que tienes que pagar el seis por ciento de interés y lo pagarás. Pero te doy mi palabra de que no perderás nada pagando ese interés. ¿Lo entiendes?

—Desde luego —dijo Cully.

—Esta operación que hacemos, Cully —dijo Gronevelt—, es una operación absolutamente legal. Que quede claro. Pero es importante que nadie sepa que el señor Santadio interviene. La comisión de juego, por sí sola, puede impedir que sigas en nuestra nómina por eso.

—Comprendo —dijo Cully—. Pero, ¿y si me pasa algo? ¿Si me aplasta un coche o tengo un accidente aéreo? ¿Has pensado en eso? ¿Cómo consigue entonces sus acciones Santadio?

Gronevelt sonrió y le dio una palmada en la espalda y dijo:

—¿No he sido como un padre para ti?

—Lo has sido, desde luego —dijo Cully sinceramente.

Lo sentía así. Y había sinceridad en su voz y pudo ver que Santadio lo aprobaba.

—Bueno, entonces —dijo Gronevelt— harás testamento y me dejarás a mí estas acciones. Si a ti te pasase algo, Santadio sabe que yo le devolveré las acciones o el dinero. ¿Estás de acuerdo en esto, Johnny?

Johnny Santadio asintió. Luego le dijo con toda naturalidad a Cully:

—¿Sabes de algún medio por el que pueda conseguir yo el permiso? ¿Puede la comisión de juego darme el visto bueno a pesar de mi padre?

Cully comprendió que Gronevelt debía haberle dicho a Santadio que él tenía enganchado a uno de los miembros de la comisión.

—Sería difícil —dijo Cully—, llevaría tiempo y costaría dinero.

—¿Cuánto tiempo? —dijo Santadio.

—Un par de años —dijo Cully—. ¿Quieres figurar tú directamente en la licencia, verdad?

—Eso es —dijo Santadio.

—¿Encontrará la comisión de juego algo si te investiga? —preguntó Cully.

—Nada, salvo que soy hijo de mi padre —dijo Santadio—. Y un montón de rumores e informes en los archivos del FBI y de la policía de Nueva York. Pero nada en concreto. Ninguna prueba.

—Pero eso es suficiente para que la comisión de juego te rechace —dijo Cully.

—Lo sé —dijo Santadio—. Por eso necesito tu ayuda.

—Lo intentaré —dijo Cully.

—Eso está bien —dijo Gronevelt—. Cully, puedes ir a ver a mi abogado para que haga tu testamento y me dé una copia, ya nos ocuparemos el señor Santadio y yo de los demás detalles.

Santadio le estrechó la mano a Cully y Cully les dejó.

Un año después de esto, Gronevelt sufrió el ataque, y mientras estaba en el hospital, Santadio fue a Las Vegas y se reunió con Cully. Cully le aseguró a Santadio que Gronevelt se recuperaría y que él aún estaba trabajando en lo de la comisión de juego.

Y entonces, Santadio dijo:

—Ya sabes que el diez por ciento que tienes tú no son mis únicos intereses en este casino. Tengo otros amigos que son propietarios de una parte del Xanadú. Nos interesa mucho saber si Gronevelt va a poder llevar el hotel o no después de este ataque. En fin, no quiero que me interpretes mal. Siento un gran respeto por Gronevelt. Si él puede llevar el hotel, magnífico. Pero si no, si la cosa va cuesta abajo, quiero que me lo hagas saber.

En ese momento, Cully tuvo que decidir entre ser fiel a Gronevelt hasta el fin o buscar su propio futuro. Actuó por puro instinto.

—Sí, lo haré —le dijo a Santadio—. Y no sólo por tu interés y por el mío, sino también por el de Gronevelt.

Santadio sonrió.

—Gronevelt es un gran hombre —dijo—. Haría por él cualquier cosa. Eso por supuesto. Pero no es bueno para ninguno de nosotros que el hotel se hunda.

—Desde luego —dijo Cully—. Te tendré informado.

Cuando Gronevelt salió del hospital, parecía completamente recuperado y Cully se puso a sus órdenes. Pero al cabo de seis meses pudo darse cuenta de que Gronevelt en realidad no tenía el vigor suficiente para llevar el hotel y el casino, y se lo comunicó a Johnny Santadio.

Santadio llegó en avión y conferenció con Gronevelt, y le preguntó si había considerado la posibilidad de vender sus intereses en el hotel y ceder el control.

Gronevelt, que se sentía mucho más débil, desde su sillón, miró tranquilamente a Cully y a Santadio.

—Comprendo tu punto de vista —le dijo a Santadio—. Pero creo que en poco tiempo podré desempeñar el trabajo. Hagamos una cosa: si de aquí a seis meses las cosas no mejoran, haré lo que aconsejas y, por supuesto, tú serás el primero en enterarte. ¿Estás de acuerdo con esto, Johnny?

—Por supuesto —dijo Santadio—. Sabes que confío en ti más que en nadie y tengo plena fe en tu capacidad. Si dices que puedes hacerlo en seis meses, te creo, y si me dices que lo dejarás en seis meses si no puedes, te creo también. Lo dejo todo en tus manos.

Y con eso, terminó la reunión. Pero aquella noche, cuando Cully acompañó a Santadio a coger el avión de vuelta a Nueva York, éste le dijo:

—No lo pierdas de vista. Dime cómo van las cosas. Si se pone realmente mal, no podemos esperar.

Fue entonces cuando Cully tuvo que demorar su traición, porque en los seis meses siguientes Gronevelt mejoró, dio un gran cambio. Pero los informes que Cully enviaba a Santadio no indicaban esto. El último consejo a Santadio fue que Gronevelt se retirara.

Sólo un mes después, el sobrino de Santadio, que era jefe de sector en uno de los casinos del Strip, fue acusado de evasión fiscal y fraude por un gran jurado federal y Johnny Santadio voló a Las Vegas a conferenciar con Gronevelt. En apariencia, la reunión era para ayudar al sobrino, pero Santadio adoptó otro enfoque.

—Tienes unos tres meses por delante todavía —le dijo a Gronevelt—. ¿Has llegado a alguna decisión sobre lo de vender tus intereses?

Gronevelt miró a Cully, que vio que su expresión era un poco triste, un poco cansada. Luego, Gronevelt se volvió a Santadio y dijo:

—¿Qué piensas tú?

—Estoy más preocupado por tu salud y por el hotel —dijo Santadio—. En realidad creo que puede que el negocio sea ya demasiado para ti.

Gronevelt lanzó un suspiro.

—Puede que tengas razón —dijo—. Tengo que ver a mi médico la próxima semana y el informe que me dé seguramente sea negativo, en contra de mis deseos. Pero, ¿qué me dices de tu sobrino? ¿Podemos hacer algo por él?

Por primera vez desde que Cully le conocía, Santadio pareció enfurecerse.

—Una cosa tan estúpida. Tan estúpida y tan innecesaria. Me importa un carajo que vaya a la cárcel. Pero si le condenan será otra mancha sobre mi nombre. Todo el mundo pensará que ando detrás de esto o que tenía algo que ver con él. Vine aquí para ayudar, desde luego. Pero en realidad no tengo ninguna idea.

Gronevelt procuró animarle.

—La cosa no es tan desesperada —dijo—. Aquí Cully tiene un contacto con el juez federal que va a juzgar el caso. ¿Qué dices tú, Cully? ¿Aún tienes al juez Brianca en el bolsillo?

Cully se lo pensó. Cuáles podrían ser las ventajas. El juez sería un hueso duro de roer. Protestaría mucho, pero si había que conseguirlo, Cully lo conseguiría. Sería peligroso, pero los beneficios podrían merecer la pena. Si era capaz de hacer aquello por Santadio, Santadio sin duda le dejaría llevar el hotel después de que Gronevelt vendiese. Aquello cimentaría su posición. Sería el jefe del Xanadú.

Cully miró a Santadio fijamente y, con tono muy serio y muy sincero, dijo:

—Sería difícil. Costaría dinero, pero si realmente lo deseas, te prometo que tu sobrino no irá a la cárcel.

—¿Quieres decir que saldrá absuelto? —preguntó Santadio.

—No, eso no puedo prometerlo —dijo Cully—. Puede que la cosa no vaya tan lejos. Pero te prometo que si resultase convicto, sólo recibirá una condena provisional, y es muy probable que el juez maneje el juicio y al jurado de modo que tu sobrino pueda librarse.

—Eso sería estupendo —dijo Santadio; le estrechó la mano cálidamente—. Haz esto por mí y podrás pedirme lo que quieras.

Y entonces, de pronto, Gronevelt estaba entre los dos, colocando su mano como en bendición sobre las manos unidas de ambos.

—Eso es magnífico —dijo Gronevelt—. Hemos resuelto todos los problemas. Ahora salgamos a cenar y a celebrarlo.

Una semana después, Gronevelt llamó a Cully a su oficina.

—Tengo el informe del médico —dijo—. Me aconseja que me retire. Pero antes de hacerlo quiero probar una cosa. He dicho a mi banco que pongan un millón de dólares en mi cuenta corriente, y voy a probar suerte en las otras mesas de la ciudad. Me gustaría que vinieras conmigo y me acompañaras hasta que me quedase sin nada o doblase el millón.

Cully no podía creerlo.

—¿Vas a ir contra el porcentaje? —dijo.

—Me gustaría probar una vez más —dijo Gronevelt—. Yo de joven fui un gran jugador. Si alguien puede con el porcentaje, yo también puedo. Y si yo no puedo con el porcentaje, nadie puede. Lo pasaremos muy bien, y puedo permitirme gastar ese millón de pavos.

Cully estaba atónito. La fe de Gronevelt en el porcentaje había sido algo inquebrantable desde que le conocía. Cully recordaba un período de la historia del Hotel Xanadú en que durante tres meses seguidos las tres mesas de dados del casino habían perdido dinero todas las noches. Los jugadores estaban haciéndose ricos. Cully estaba seguro de que pasaba algo. Había despedido a todo el personal del sector de dados. Gronevelt había hecho analizar por unos laboratorios científicos todos los dados. De nada sirvió. Cully y el encargado del casino estaban seguros de que había alguien que tenía un nuevo instrumento científico para controlar el movimiento de los dados. No podía haber otra explicación. Sólo Gronevelt mantuvo la calma.

—No hay que preocuparse —dijo—. El porcentaje funcionará.

Y desde luego, al cabo de tres meses, los dados rodaron con la misma insistencia a favor de la casa. El sector de dados ganó en todas las mesas todas las noches durante tres meses. A fin de año, estaban igualadas las cosas. Gronevelt, tomando un trago para celebrarlo con Cully, le había dicho:

—Puedes perder la fe en todo, en la religión y en Dios, en las mujeres y en el amor, en el bien y en el mal, en la paz y en la guerra. En lo que quieras. Pero el porcentaje siempre responderá.

Durante la semana siguiente, mientras Gronevelt jugaba, Cully pensaba constantemente en esto. No había visto jugar a nadie tan bien como jugaba Gronevelt. En la mesa de dados hacía todas las puestas que reducían el porcentaje de la casa. Parecía adivinar el flujo y el reflujo de la suerte. Cuando los dados se enfriaban, cambiaba. Cuando los dados se calentaban, presionaba hasta el límite. En la mesa de bacarrá era capaz de oler cuándo el «zapato» iría a banca y cuando iría a jugador y obraba en consecuencia. En el veintiuno, bajaba sus puestas a cinco dólares cuando el tallador tenía una racha de suerte y las elevaba hasta el límite en el caso inverso.

A mediados de semana, Gronevelt ganaba quinientos mil dólares. A final de semana ganaba seiscientos mil. Y así siguió, con Cully a su lado. Cenaban juntos y sólo jugaban hasta medianoche. Gronevelt decía que había que estar en buena forma para jugar. Uno no podía excederse. Tenías que dormir el tiempo necesario. Había que vigilar la dieta y joder sólo una vez cada tres o cuatro noches.

Hacia la mitad de la segunda semana, Gronevelt, pese a toda su habilidad, empezó a perder. Los porcentajes le aplastaban. Y al final de la segunda semana había perdido su millón de dólares. Cuando hizo su última puesta y perdió, se volvió a Cully y le sonrió. Parecía muy satisfecho. Lo que a Cully le pareció mala señal.

—Es la única forma de vivir —dijo Gronevelt—. Hay que vivir yendo con el porcentaje. Si no, la vida no merece la pena. Nunca lo olvides —insistió—. Hagas lo que hagas en la vida, utiliza al porcentaje como tu dios.

48

En mi último viaje a California para hacer la versión final del guión para TriCultura, me encontré con Osano en el vestíbulo del Hotel Beverly Hills. Me sorprendió tanto su aspecto físico que al principio no me di cuenta de que estaba con él Charlie Brown. Osano debía haber engordado unos doce kilos, y tenía una gran barriga que abultaba bajo la vieja chaqueta de tenis. Tenía la cara congestionada y salpicada de pequeñas manchas blancas de grasa. Los ojos verdes, tan chispeantes en otros tiempos, tenían ahora un tono desvaído, pálido, como grisáceo, y al caminar hacia mí me di cuenta de que aquel extraño contoneo de su paso se había agudizado.

Tomamos unas copas en el Polo Lounge. Charlie, como siempre, atraía las miradas de todos los hombres del local. Esto no era sólo por su belleza y por su cara inocente (había abundancia de ambas cosas en Beverly Hills), sino por algo que había en su atuendo, en su modo de caminar y de mirar alrededor que indicaba que era fácilmente accesible.

—Tengo un aspecto terrible, ¿verdad? —dijo Osano.

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