Los tontos mueren (72 page)

Read Los tontos mueren Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
5.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me quedé atónito. No podía creerlo. Osano parecía tan alegre. Chispeaban tanto aquellos ojos de verdor malicioso.

—¿No puedo hacer nada? —le pregunté.

—Nada —dijo Osano—. Pero no es tan terrible. Descansaré aquí un par de semanas, me pincharán todos los días y luego me quedarán por lo menos un par de meses en la ciudad. Ahí es donde intervienes tú.

No sabía lo que quería decir. En realidad, no sabía si creerle. Hacía mucho que no le veía con tan buen aspecto.

—Cuenta conmigo —dije.

—Mi idea es ésta, verás —dijo Osano—. Tú me visitarás en el hospital de vez en cuando, y luego ayudarás a llevarme a casa. No quiero correr el riesgo de quedar aquí alelado, así que cuando considere que ha llegado el momento, me largo. Él día que decida hacer eso, quiero que vengas a mi apartamento y me hagas compañía. Tú y Charlie Brown. Y luego podéis cuidaros del follón que se organice después.

Osano me miraba fijamente.

—No tienes por qué hacerlo —añadió.

Entonces le creí.

—Lo haré, puedes contar conmigo —dije—. Te debo un favor. ¿Tendrás el material necesario?

—Lo conseguiré —dijo Osano—. Por eso no te preocupes.

Hablé con los médicos de Osano y me explicaron que tendría que quedarse mucho tiempo en el hospital. Quizás no pudiese volver a salir de él. Tuve una sensación de alivio.

A Valerie no le dije nada de lo ocurrido, ni siquiera le dije que Osano estaba muriéndose. Dos días después, fui a visitarle al hospital. Me había dicho si podría llevarle una cena china la próxima vez que fuese, así que llevaba bolsas de papel marrón llenas de comida. Bajaba por el pasillo cuando oí chillar y gritar en la habitación de Osano. No me sorprendió. Posé las bolsas en el suelo, junto a la puerta de la habitación particular de otro paciente, y corrí pasillo adelante.

En la habitación había un médico, dos enfermeras y una enfermera jefe. Todos le gritaban a Osano. Charlie, de pie en un rincón del cuarto, observaba. Las pecas de su hermoso rostro contrastaban vigorosamente con la palidez de su piel. Estaba llorando. Osano, sentado al borde de la cama, completamente desnudo, le gritaba por su parte al médico:

—¡Denme mi ropa! ¡Quiero largarme de aquí!

Y el médico chillaba también:

—Yo no me hago responsable si deja usted el hospital. Yo no tendré ninguna responsabilidad.

—Oye, imbécil de mierda —le dijo Osano, riéndose—, tú nunca fuiste responsable de nada. Dame mi ropa y cállate.

La enfermera jefe, una mujer de aspecto impresionante, dijo furiosa:

—¡Me importa un carajo que sea usted famoso, no va a utilizar nuestro hospital como si fuese una casa de putas!

Osano la miró fuera de sí:

—Vete a la mierda —dijo—. Lárgate de esta habitación.

Y, completamente desnudo como estaba, salió de la cama. Entonces me di cuenta de que tenía algo muy grave. Dio un paso vacilante y su cuerpo cayó de costado. La enfermera acudió inmediatamente a ayudarle, tranquila ya, compadecida, pero Osano consiguió incorporarse. Al fin me vio en la puerta y dijo muy quedo:

—Sácame de aquí, Merlyn.

Me sorprendía la indignación de las enfermeras y del médico. Sin duda habrían cazado antes a otros pacientes jodiendo. Luego, miré a Charlie Brown. Llevaba una falda corta y ceñida y evidentemente nada más debajo. Parecía una puta infantil. Y el fofo y podrido cuerpo de Osano. La furia de aquella gente era, inconscientemente, estética, no moral.

Los otros me vieron también.

—Yo le sacaré, me hago responsable —le dije al médico.

El doctor empezó a protestar, casi suplicante, y luego se volvió a la enfermera jefe y dijo:

—Tráigale su ropa —le puso una inyección a Osano y le dijo—: Eso le hará sentirse más cómodo en el viaje.

Y fue así de simple. Pagué la factura y saqué de allí a Osano. Llamé a un servicio de coches de alquiler y lo trasladamos a casa. Charly y yo le metimos en la cama. Durmió un rato, luego me llamó al dormitorio y me explicó lo ocurrido en el hospital. Había hecho desvestirse a Charly y meterse en la cama con él porque se había sentido tan mal que pensó que iba a morir.

Después de contar esto, apartó la vista un poco y añadió:

—Sabes, lo más terrible de la vida moderna es que todos morimos solos en la cama. En el hospital, con toda la familia alrededor, nadie se ofrece a meterse en la cama con el que agoniza. Si estuvieses en casa, tu mujer no se ofrecería a meterse en la cama si estuvieses muriéndote.

Osano volvió de nuevo la vista hacia mí con aquella dulce sonrisa que a veces tenía.

—Así que ése es mi sueño. Quiero a Charlie en la cama conmigo cuando muera, en el mismo momento, y entonces tendré la sensación de haber conseguido algo, de que no fue una mala vida y, desde luego, no un mal fin. Y es algo muy simbólico, además, ¿no? Adecuado para un novelista y para sus críticos.

—¿Cómo puedes saber que ha llegado el momento? —dije.

—Creo que ya es la hora —dijo Osano—. Que ya no debo esperar más.

Entonces me sentí realmente conmovido y horrorizado.

—¿Por qué no esperas un día? —dije—. Mañana te sentirás mejor. Aún te queda tiempo. Seis meses no están mal.

—¿Tienes escrúpulos por lo que voy a hacer? ¿Tienes los prejuicios morales habituales?

Negué con un gesto.

—¿Por qué tanta prisa?

Osano me miró pensativo.

—Bueno —dijo—, aquella caída cuando intenté levantarme de la cama fue el mensaje. Escucha, te he nombrado mi albacea literario, tus decisiones serán inapelables. No queda nada de dinero, sólo derechos, y ésos se los llevan mis ex esposas, supongo, y mis hijos. Mis libros siguen vendiéndose muy bien, así que no tengo que preocuparme por ellos. Intenté hacer algo por Charlie Brown, pero ella no quiere y puede que tenga razón.

Entonces dije algo que no habría dicho en condiciones normales.

—La puta de corazón de oro —dije—. Igual que en la literatura.

Osano cerró los ojos.

—Sabes, Merlyn, una de las cosas que más me gustaban de ti es que nunca decías la palabra «puta». Quizás yo la haya dicho, pero nunca lo sentí.

—De acuerdo —dije—. ¿Quieres hacer alguna llamada telefónica o ver a alguien? ¿Quieres beber algo?

—No —dijo Osano—. Ya estoy harto de pijadas. Tengo siete mujeres y nueve hijos, dos mil amigos y millones de admiradores. Ninguno de ellos puede ayudarme y no quiero ver a nadie.

Hizo una pausa, sonrió y luego continuó:

—Y no creas, he tenido una vida bastante feliz —inclinó la cabeza—. La gente a la que más quieres es la que te mata.

Me senté junto a la cama y hablamos varias horas sobre diversos libros que habíamos leído. Me habló de todas las mujeres con las que había hecho el amor, y durante unos minutos intentó recordar a aquella chica que le había contagiado quince años atrás. Pero no lo consiguió.

—Hay que dejar sentada una cosa —dijo—: todas eran auténticas beldades. Todas merecían la pena. Demonios, ¿qué más da? Es todo un accidente.

Extendió una mano, se la estreché y dijo:

—Dile a Charlie que venga y espera tú fuera.

Antes de que me fuese, añadió:

—Eh, oye. La vida de un artista no es una vida gratificante. Que pongan eso en mi lápida.

Esperé largo rato en el salón. A veces oía ruido y en una ocasión creí oír llantos y luego no se oía nada. Entré en la cocina, preparé café y puse dos tazas en la mesa, allí mismo. Luego volví al salón y esperé un poco más. Ni un grito. Ni una llamada pidiendo ayuda, ni una exclamación de dolor: sólo llegó a mí la voz de Charlie, muy dulce y clara, llamándome.

Entré en el dormitorio. En la mesita de noche estaba el pastillero de oro de Tiffany's que él utilizaba para las pastillas de penicilina. Abierto y vacío. Las luces estaban encendidas y Osano estaba tumbado boca arriba con los ojos fijos en el techo. Sus ojos verdes parecían chispear, a pesar de la muerte. Acurrucada bajo su brazo, apretada contra su pecho, estaba la cabeza dorada de Charlie. Había subido la ropa de la cama para tapar la desnudez de ambos.

—Tendrás que vestirte —le dije.

Se incorporó apoyada en un codo y se inclinó para besar a Osano en la boca. Luego se quedó de pie junto a la cama, mirándole largo rato.

—Tendrás que vestirte y desaparecer —dije—. Va a haber mucho barullo y creo que es una de las cosas que Osano quería que yo hiciese. Ahorrarte todo este lío.

Enseguida pasé al salón. Esperé. Oí la ducha y luego, quince minutos después, salió Charlie de la habitación.

—No te preocupes de nada —le dije—. Yo me encargaré de todo.

Se acercó y se me echó en los brazos. Era la primera vez que sentía su cuerpo y pude entender en parte por qué Osano la había amado tanto. Tenía un olor maravillosamente fresco y limpio.

—Tú fuiste el único al que quiso ver —dijo Charlie—. A ti y a mí. ¿Me llamarás después del funeral?

Dije que sí, que lo haría. Entonces se fue y me dejó solo con Osano.

Esperé hasta la mañana, en que llamé a la policía y les dije que me había encontrado a Osano muerto. Y que, evidentemente, se había suicidado. Pensé unos minutos en ocultar el suicidio, ocultar el pastillero. Pero, aunque yo hubiese podido conseguir que la prensa y las autoridades cooperasen, a Osano le hubiese dado igual. Les dije lo importante que era Osano para que enviasen una ambulancia de inmediato. Luego llamé a los abogados de Osano y les asigné la responsabilidad de informar a todas las esposas y a todos los hijos. Llamé a sus editores porque sabía que querrían hacer una declaración de prensa y publicar una esquela en el
Times
de Nueva York. Por alguna razón, yo deseaba que Osano recibiese esa clase de honores.

La policía y el fiscal del distrito me hicieron un montón de preguntas como si fuese sospechoso de asesinato. Pero todo esto se esfumó enseguida. Al parecer, Osano le había enviado una nota a su editor diciéndole que no podría terminar su novela porque pensaba suicidarse.

Hubo un gran funeral en los Hamptons. Se enterró a Osano en presencia de sus siete viudas, sus nueve hijos, los críticos literarios del
Times
de Nueva York, de
New York Review of Books
, de
Commentary
, de la revista
Harpers
y de
New Yorker
. De Elaine, Nueva York, llegó un autobús lleno de gente. Amigos de Osano que, sabiendo que él lo habría aprobado, llevaban en el autobús un bar portátil y un barril de cerveza. Llegaron borrachos al funeral. A Osano aquello le habría encantado, no hay duda.

En las semanas siguientes se escribieron cientos de miles de palabras sobre Osano como primera gran figura literaria italiana de nuestra historia cultural. Eso le habría fastidiado mucho a Osano. Nunca se consideró italonorteamericano. Pero una cosa le habría complacido. Todos los críticos dijeron que si hubiese vivido lo suficiente para publicar la novela que estaba escribiendo, habría obtenido sin duda el premio Nobel.

Días después del funeral de Osano recibí una llamada telefónica de su editor, que me pidió que comiese con él la semana siguiente. Acepté.

La editorial Arcania se consideraba una editorial de clase, una de las editoriales de mayor prestigio literario del país. En su fondo editorial figuraban media docena de premios Nobel, docenas de Pulitzers y premios nacionales de literatura. Tenían fama de apreciar más la literatura que los éxitos de ventas. Y el director jefe, Henry Stiles, podría haber pasado por un caballero de Oxford. Pero fue al grano con la misma rapidez que un hombre de negocios cualquiera.

—Señor Merlyn —dijo—, admiro muchísimo sus novelas. Espero poder incluirle algún día en nuestro catálogo.

—Quiero hablarle de las cosas de Osano —dije—. Soy su albacea.

—Bueno —dijo el señor Stiles—. No sé si sabrá usted, dado que éste es el final financiero de la vida del señor Osano, que le adelantamos cien mil dólares por la novela que estaba haciendo. Así que tenemos preferencia en lo que respecta al libro. Sólo quiero asegurarme de que sabe esto.

—Lo sé —dije—. Y sé que fue deseo de Osano que ustedes lo publicasen. Editaron muy bien sus libros.

El señor Stiles esbozó una sonrisa agradecida. Se echó atrás en su asiento.

—Entonces no hay problema —dijo—. Supongo que habrá revisado sus papeles y notas y habrá encontrado el manuscrito.

—Bueno, ése es el problema —dije—. No hay ningún manuscrito; no hay ninguna novela, sólo quinientas páginas de notas.

En la cara de Stiles se pintó una expresión de horror y de asombro y tras aquella apariencia exterior supe que pensaba: ¡Malditos escritores, cien mil dólares de adelanto, tantos años y no tiene más que notas! Pero se repuso y dijo:

—¿Quiere decir usted que no hay ni una página de manuscrito?

—Eso —dije.

Mentía, pero nunca lo sabría él. Había seis páginas.

—Bueno —dijo el señor Stiles—, no solemos hacerlo, pero otras editoriales lo han hecho. Sabemos que usted ayudó al señor Osano en algunos de sus artículos, siguiendo sus directrices. Que usted imitaba muy bien su estilo. Habría de ser secreto, pero, ¿por qué no nos escribe en seis meses el libro del señor Osano y lo publicamos con su nombre? Podríamos ganar mucho dinero. Comprenderá que no sería razonable que firmásemos un contrato, pero podríamos ofrecerle condiciones muy generosas por sus futuros libros.

Ahora me había sorprendido él a mí. La editorial más respetable de Norteamérica estaba haciendo algo que sólo haría Hollywood o un hotel de Las Vegas. ¿Pero por qué coño me sorprendía yo en realidad?

—No —le dije al señor Stiles—. Como albacea literario suyo tengo el poder y la autoridad necesarios para que no se publique un libro con su nombre sacado de esas notas. Si ustedes quieren publicar las notas, les daré permiso.

—Bueno, pensémoslo —dijo el señor Stiles—. Volveremos a hablar. Pero, en fin, ha sido un placer conocerle.

Luego movió la cabeza con tristeza.

—Osano era un genio. Qué lástima.

Nunca le dije al señor Stiles que en las seis primeras páginas del manuscrito que había dejado Osano, había esta nota dirigida a mí.

MERLYN:

Estas son las seis páginas de mi libro. Te las doy a ti. A ver lo que haces con ellas. Olvida las notas, son una mierda.

OSANO

Yo había leído las páginas y decidido guardarlas para mí. Cuando llegué a casa, las leí otra vez muy despacio, palabra por palabra.

Other books

The Eleventh Commandment by Lutishia Lovely
A Holiday Proposal by Kimberly Rose Johnson
The Lincoln Highway by Amor Towles
Mastered: Ten Tales of Sensual Surrender by Opal Carew, Portia Da Costa, Madelynne Ellis, Marie Harte, Joey Hill, T. J. Michaels, Kate Pearce, Carrie Ann Ryan, Sasha White, Emily Ryan-Davis, Jennifer Leeland
The Road to Avalon by Joan Wolf
Scandalous by Laura D
Widow of Gettysburg by Jocelyn Green