Y supongo que lo hice también por Alice. Pero a él le dije que lo había hecho sólo por él y pensé que el cabrón los apreciaría más. Y así fue. Siempre me encantó su forma de mamar. Eso fue siempre lo mejor del asunto. Me amaba realmente, amaba mi cuerpo, y siempre me decía que era un cuerpo especial, y por último creí que él no podría hacer el amor más que conmigo. Regresé a la inocencia.
Pero nunca fue cierto. Al final, nunca es cierto. Nada lo es. Ni siquiera mis razones. Como otra razón. Me gustan las tetas de las mujeres y, ¿por qué es eso antinatural? Me gusta chuparle los senos a otra mujer y, ¿por qué disgusta esto a los nombres? A ellos les resulta muy agradable, ¿creen que a las mujeres no? Todos fuimos bebés en un tiempo. Niños de pecho.
¿Por eso lloran tanto las mujeres? ¿Porque nunca pueden volver a serlo? ¿Bebés? Los hombres pueden serlo. Es cierto, no hay duda. Los hombres pueden volver a ser niños. Las mujeres no. Los padres pueden ser niños de nuevo. Las madres no pueden volver a ser niñas.
Él siempre decía que se sentía seguro. Yo sabía lo que quería decir. Cuando estábamos solos, veía desaparecer la tensión de su rostro. Su mirada se suavizaba. Cuando estábamos tumbados, cálidos y desnudos, rozando suave piel, y yo le rodeaba con mis brazos y le amaba verdaderamente, le oía suspirar con un ronroneo como de gato.
Y sabía que durante aquel breve espacio él era verdaderamente feliz. Y que yo podía hacer que aquello fuese verdaderamente mágico. Y que yo era el único ser humano del mundo que podía hacerle sentir así, y eso me hacía sentirme meritoria y digna. Me hacía sentir que significaba realmente algo. No era sólo una puta para joder. No era sólo alguien con quien hablar y con quien exhibir la inteligencia. Era realmente una bruja, una hechicera del amor. Una buena bruja; y era terrible. En aquel momento, ambos podíamos morir felices, literalmente, morir de verdad felices. Podíamos enfrentar a la muerte sin miedo. Pero sólo durante aquel breve espacio. Nada perdura. Nada perdura jamás. Y así, nosotros lo acortamos deliberadamente, hacemos que termine más de prisa, ahora me doy cuenta. Un día, él dijo sin más: «Ya no me siento seguro», y nunca volví a amarle.
No soy Molly Bloom. Ese hijo de puta de Joyce. Mientras ella decía sí, sí, sí, su marido estaba diciendo no, no, no. No me acostaré con ningún hombre que diga no. Nunca, nunca más.
Merlyn dormía. Janelle se levantó de la cama y arrimó una silla a la ventana. Encendió un cigarrillo y miró hacia fuera. Mientras fumaba, oía a Merlyn moverse en la cama en un sueño inquieto. Murmuraba algo, pero ella no hizo caso. Que se fuese a la mierda. Y todos los demás hombres.
MERLYN
Janelle llevaba puestos guantes de boxeo rojo oscuro con cintas blancas. Estaba frente a mí, en la clásica postura de boxeo, la mano izquierda extendida, la derecha retirada y dispuesta para el golpe. Llevaba pantalones blancos de satén, botas de boxeo pero sin cordones. Su hermoso rostro estaba hosco. Su boca delicada y sensual estaba fruncida y apretada, la blanca barbilla apoyada en el hombro. Tenía un aire amenazador. Pero me fascinaban su pecho desnudo, los pezones rojos y redondos y el resto de un blanco cremoso, tenso por una adrenalina que no venía del amor sino del deseo de lucha.
Le sonreí. No respondió a mi sonrisa. Lanzó su izquierda y me alcanzó en la boca y yo dije: «Oh, Janelle». Me atizó otros dos fuertes izquierdazos. Me hicieron mucho daño y sentí que la sangre llenaba el vacío de debajo de la lengua. Se apartó esquivando. Extendí las manos y también en ellas había guantes rojos. Avancé pisando con mis botas de boxeo y me ajusté los pantalones cortos. En aquel momento, Janelle se lanzó sobre mí y me atizó un sólido derechazo. Vi realmente estrellas verdes y azules como en un tebeo. Se apartó esquivando de nuevo, con sus senos balanceantes y con aquellos danzantes pezones rojos que hipnotizaban.
La arrinconé. Se agachó, protegiendo la cabeza con sus manitas envueltas en los guantes rojos. Empecé lanzando un gancho de izquierda en su vientre delicadamente redondeado, pero el ombligo que había lamido tantas veces rechazó mi mano. Entramos en el forcejeo y le dije: «Ay, Janelle, déjalo ya. Te quiero, cariño». Ella se escabulló y volvió a atizarme. Fue como si un gato me rasgara la ceja con su garra y la sangre empezó a gotear. Quedé cegado y me oí decir. «Oh, Dios mío».
Limpiándome la sangre, la vi de pie en el centro del cuadrilátero, esperándome. Tenía el pelo rubio recogido atrás muy tirante en un moño, y el prendedor de bisutería que lo sujetaba resplandecía con un embrujo hipnótico. Me atizó otros dos ganchos rapidísimos, y los pequeños guantes rojos relampaguearon como lenguas. Pero entonces dejó un hueco y pude atizarle en aquella cara delicada. Mis manos no se movían. Me di cuenta de que lo único que podía salvarme era un
clinch
. Intentaba bailar a mi alrededor. La agarré por la cintura cuando intentaba escurrirse y le di la vuelta. Indefensa ahora, salvo que los pantalones no rodeaban del todo su cuerpo y pude ver su espalda y sus hermosas nalgas, tan plenas y redondeadas, contra las que siempre me apretaba cuando dormíamos juntos. Sentí un agudo dolor en el pecho y me pregunté por qué demonios luchaba contra mí. La agarré por la cintura y le susurré al oído, con pequeños filamentos de cabello dorado que recordaba en mi lengua. «Tiéndete boca abajo», dije. Se volvió rápidamente. Me alcanzó con un directo que no vi venir con la derecha y caí en movimiento lento, me alcé en el aire y bajé flotando hasta la lona. Atontado, conseguí alzarme sobre una rodilla y la oí contar hasta diez con su voz encantadora y cálida, la que utilizaba para hacerme correr. Me quedé sobre una rodilla y alcé la vista hacia ella.
Sonreía y luego pude oírla decir: «Diez, diez, diez, diez», frenética, ávidamente, y en su rostro se abrió luego una alegre sonrisa, y alzó ambas manos en el aire y dio un salto de alegría. Oí el retumbar espectral de millones de mujeres gritando en extasiado júbilo; otra mujer, más corpulenta, abrazaba a Janelle. Esta mujer llevaba un grueso jersey de cuello vuelto en el que se leía «CAMPEÓN» cruzando dos enormes pechos.
Luego, Janelle se acercó a mí y me ayudó.
—Fue una lucha justa —siguió diciendo—. Te derroté claramente.
Y yo dije entre lágrimas:
—No, no, no es verdad.
Entonces desperté y tendí un brazo hacia ella. Pero ella no estaba a mi lado en la cama. Me levanté y, desnudo, entré en el salón de la suite. Pude ver su cigarrillo en la oscuridad. Estaba sentada en una silla contemplando el nebuloso oscurecer que iba alzándose sobre la ciudad.
Me acerqué y me incliné y pasé mis manos por su cara. No había sangre. Sus rasgos estaban intactos y ella alzó una mano aterciopelada para tocar la mía cuando cubrió su pecho desnudo.
—No me importa lo que digas —dije—. Te quiero, signifique lo que signifique.
No me contestó.
Tras unos minutos, se levantó y me llevó de nuevo a la cama. Hicimos el amor, y luego nos dormimos abrazados. Medio entre sueños murmuré:
—Dios mío, estuviste a punto de matarme.
Ella se echó a reír.
Algo estaba despertándome de un profundo sueño. A través de las rendijas de las persianas de la habitación del hotel pude ver la luz rosada del inicio del amanecer de California, y luego oí sonar el teléfono. Tardé unos segundos en moverme. Vi la rubia cabeza de Janelle casi oculta bajo las sábanas. Dormía muy lejos de mí. Al seguir sonando el teléfono, tuve una sensación de pánico. Allí en Los Angeles debía ser muy temprano. Así que la llamada tenía que ser de Nueva York, y tenía que ser de mi mujer. Valerie nunca me llamaba si no era una emergencia, algo le había sucedido a uno de mis hijos. También estaba el sentimiento de culpa de recibir aquella llamada con Janelle en la cama a mi lado. Deseé que ella no despertase al descolgar el teléfono.
La voz del otro lado dijo:
—¿Eres tú, Merlyn?
Era una voz de mujer. Pero no pude identificarla. No era Valerie.
—Sí, ¿quién es? —dije.
Era Pam, la mujer de Artie. Su voz temblaba.
—Artie tuvo un ataque al corazón esta mañana.
Y cuando lo dijo, sentí que mi ansiedad disminuía. No era uno de mis hijos. Artie había tenido antes un ataque al corazón y, por alguna razón, pensé que no se trataba de algo realmente grave.
—Maldita sea —dije—. Tomaré un avión e iré inmediatamente. Hoy mismo. ¿Está en el hospital?
Hubo una pausa al otro lado, y luego oí que su voz decía finalmente:
—Merlyn, no pudo superarlo.
En realidad, no entendí lo que decía. No lo entendí realmente. Aún estaba sorprendido o perplejo, así que dije:
—¿Quieres decir que ha muerto?
—Sí —dijo ella.
Con voz muy controlada dije:
—Hay un avión a las nueve, lo cogeré y estaré en Nueva York a las cinco e iré directamente a tu casa. ¿Quieres que llame a Valerie?
—Sí, por favor —dijo.
No dije que la acompañaba en el sentimiento, ni nada de eso. Todo lo que dije fue:
—Todo irá bien. Yo estaré ahí esta noche. ¿Quieres que llame a tus padres?
—Sí, por favor —dijo ella.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sí, estoy perfectamente. Ven, por favor —dijo ella.
Y colgó.
Janelle estaba sentada en la cama mirándome. Cogí el teléfono, pedí línea y conseguí hablar con Valerie. Le expliqué lo ocurrido. Le dije que fuera a esperarme al avión. Ella quería hablar del asunto, pero le dije que tenía que hacer el equipaje e irme al aeropuerto enseguida. Que no tenía tiempo y que ya hablaríamos en cuanto nos viésemos. Y luego llamé a los padres de Pam. Por suerte localicé al padre y le expliqué lo ocurrido. Dijo que él y su mujer cogerían el próximo avión para Nueva York y que él llamaría a la mujer de Artie.
Colgué el teléfono y Janelle me miraba fijamente, me estudiaba con mucha curiosidad. Por las conversaciones telefónicas se había enterado. Pero no dijo nada. Empecé a dar puñetazos en la cama diciendo
«No, no, no, no
». No me daba cuenta de que estaba gritando. Luego empecé a llorar, mi cuerpo se inundó de un dolor insoportable. Tenía la sensación de perder la conciencia. Cogí una de las botellas de whisky que había en el aparador y bebí. No tengo idea de recordar cuánto bebí, y después de todo aquello, sólo puedo recordar a Janelle vistiéndome y llevándome por el vestíbulo del hotel y metiéndome en el avión. Estaba como un zombie. Sólo mucho después, cuando volví a Los Angeles, me contó que había tenido que meterme en el baño para serenarme y que recuperara la conciencia y que luego me había vestido, había hecho la reserva y me había acompañado al avión, y les había dicho a la azafata y al ayudante de vuelo que me vigilaran. No recuerdo siquiera el viaje en avión, pero de pronto estaba en Nueva York, Valerie estaba esperándome y yo ya estaba perfectamente.
Fuimos derechos a casa de Artie. Me hice cargo de todo y dispuse los preparativos. Artie y su mujer habían acordado que él fuese enterrado como católico, con una ceremonia católica, y yo fui a la iglesia parroquial y encargué los servicios. Hice cuanto pude y todo fue bien. No quería que estuviese toda la noche solo en la cámara mortuoria, así que pedí que los servicios fuesen para el día siguiente y que le enterrasen de inmediato. El velatorio sería aquella noche. Y mientras pasaba por los rituales de la muerte, comprendí que nunca sería el mismo. Que mi vida cambiaría y que cambiaría el mundo a mi alrededor. Mi magia desaparecía.
¿Por qué me afectaba así la muerte de mi hermano? Era muy simple, muy normal, supongo. Pero era un individuo verdaderamente virtuoso. Y no se me ocurre ninguna otra persona que haya conocido en este mundo de la que pueda decir lo mismo.
Me habló a veces de los combates que tenía que librar en su trabajo contra las presiones administrativas y la corrupción, los intentos de suavizar los informes sobre los aditivos que, según demostraban sus pruebas, eran peligrosos. Siempre se negó a ceder a estas presiones. Pero las cosas que contaba nunca eran como esas historias aburridas que cuentan algunos de cómo se niegan a dejarse corromper. Porque él lo explicaba sin indignación, con total indiferencia. No le sorprendía desagradablemente que hombres ricos insistiesen en envenenar a sus semejantes para obtener beneficios. Tampoco le sorprendía nunca agradablemente el ser capaz de mantenerse firme frente a la corrupción; él siempre dejaba muy patente que no se sentía obligado a luchar por lo justo.
Y no tenía ningún delirio de grandeza respecto a lo magnífica que era su lucha. Podrían perfectamente eludirle. Recordaba yo las historias que me contó de cómo otros químicos del departamento hacían pruebas oficiales y daban informes favorables. Pero mi hermano nunca lo hizo. Siempre se reía cuando me contaba tales historias. Sabía que el mundo estaba corrompido. Sabía que su propia virtud carecía de valor. No la ensalzaba.
Él simplemente se negaba a ceder. Lo mismo que un hombre se niega a ceder un ojo, una pierna; si él hubiese sido Adán, se habría negado a ceder una costilla. O eso parecía. Y era así en todo. Yo sabía que él nunca había sido infiel a su mujer, aunque era realmente un hombre guapo y el ver a una chica guapa le hacía sonreír con placer; y él pocas veces sonreía. Amaba la inteligencia en el hombre y en la mujer. Sin embargo, tampoco esto le seducía como seduce a tantos. Jamás aceptó dinero ni favores. Nunca pedía piedad a sus sentimientos o a su destino. Sin embargo, jamás juzgaba a los demás, al menos exteriormente. Hablaba muy poco, escuchaba siempre, porque ése era su placer. Exigía un mínimo muy limitado a la vida.
Y, demonios, lo que me destroza el corazón ahora es que recuerdo que aun de niño era virtuoso. Jamás hacía trampas en un partido, jamás robó en una tienda, nunca engañó a una chica. Nunca presumía ni mentía. Yo envidiaba su pureza entonces y la envidio ahora.
Y murió. Una vida trágica y derrotada, según parecía, y yo envidiaba su vida. Por primera vez, comprendí el consuelo que la gente halla en la religión, esas personas que creen en un dios justo. Mucho me hubiese confortado creer entonces que a mi hermano no iba a negársele su justa recompensa, pero sabía que todo aquello era cuento. Yo estaba vivo. Oh, que yo estuviese vivo, y fuese rico y famoso, y gozase de todos los placeres de la carne en este mundo; que yo fuese quien triunfaba sin aproximarme siquiera a ser el hombre que era él, y sin embargo tuviera que morir él tan ignominiosamente.