Los tontos mueren (59 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

BOOK: Los tontos mueren
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—¿Crees que podremos acabar hacia las diez?

Y el director dijo:

—Hombre, si le damos duro, puede.

—¿Por qué no esperas aquí con Alice —dijo Janelle— y yo vuelvo hacia las diez y cenamos juntos de todas formas? ¿Te parece bien?

—Bueno, sí —dije.

Así pues, cuando se fueron esperé con Alice, y hablamos. Me dijo que había cambiado la decoración del apartamento y me cogió de la mano y fue enseñándome las habitaciones. Estaba todo muy bien, desde luego. La cocina tenía unas contraventanas especiales, los aparadores estaban maravillosamente decorados. Había ollas y cazuelas de cobre colgando del techo.

—Una maravilla —dije—. No puedo imaginarme a Janelle haciendo todo esto.

Alice se echó a reír.

—No —dijo—. Yo soy quien se encarga de la casa.

Luego me enseñó los tres dormitorios. Uno era, evidentemente, el dormitorio de un niño.

—Es para el hijo de Janelle cuando viene a verla.

Luego me llevó al dormitorio principal, donde había una cama inmensa. Lo había cambiado, desde luego. Era absolutamente femenino, con muñecas en las paredes, grandes cojines en el sofá y una televisión a los pies de la cama.

Entonces, le dije:

—¿De quién es este dormitorio?

—Mío —dijo Alice.

Pasamos al tercer dormitorio, que estaba muy revuelto. Parecía claro que se utilizaba como una especie de trastero. Había toda clase de objetos y muebles esparcidos por allí. La cama era pequeña y tenía un edredón.

—¿Y este dormitorio de quién es? —pregunté, casi burlonamente.

—De Janelle —dijo Alice.

Al decirlo, soltó mi mano y apartó la cabeza.

Me di cuenta de que estaba mintiendo y de que Janelle compartía con ella la cama grande.

Volvimos a la sala y esperamos.

A las diez y media sonó el teléfono. Era Janelle.

—¡Oh Dios mío! —dijo.

El tono era tan dramático como si tuviese una enfermedad incurable.

—Aún no hemos terminado —continuó—. Nos falta por lo menos otra hora. ¿Quieres esperar?

Me eché a reír.

—Claro —dije—. Esperaré.

—Volveré a llamarte —dijo ella—. En cuanto sepa que hemos terminado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dije yo.

Esperé con Alice hasta las doce en punto. Ella quería prepararme algo para comer, pero yo no tenía nada de hambre. Por entonces estaba pasándolo bien. No hay nada tan divertido como que se rían de uno mismo tomándolo por tonto.

A las doce volvió a sonar el teléfono y yo sabía ya lo que iba a decir ella, y lo dijo. Aún no habían terminado. No sabía a qué hora iban a terminar.

Fui muy simpático con ella. Sabía que estaría cansada. Que no la vería aquella noche y que la llamaría al día siguiente desde casa.

—Querido, eres tan bueno, tan bueno. De veras que lo siento —dijo Janelle—. Llámame mañana por la tarde.

Le di las buenas noches a Alice y ella me besó en la puerta y fue un beso de hermana, y me dijo:

—Vas a llamar a Janelle mañana, ¿no?

—Claro —dije yo—. La llamaré mañana desde casa.

A la mañana siguiente cogí el primer avión para Nueva York y en el aeropuerto Kennedy llamé a Janelle. Se puso contentísima.

—Temía que no llamaras.

—Prometí llamarte —dije.

—Estuvimos trabajando hasta muy tarde y el ensayo con el vestuario no es hasta las nueve de esta noche —dijo—. Podría ir al hotel un par de horas si quisieses verme.

—Claro que quiero verte —dije—. Pero estoy en Nueva York. Te dije que te llamaría desde casa.

Hubo una larga pausa al otro lado del hilo.

—Comprendo —dijo.

—Bien —dije yo—. Te llamaré cuando vuelva a Los Angeles, ¿de acuerdo?

Hubo otra larga pausa y al fin dijo:

—Has sido increíblemente bueno para mí, pero no puedo permitir que sigas hiriéndome.

Y colgó el teléfono.

Pero en mi viaje siguiente a California hicimos las paces y empezamos todo de nuevo. Ella quería ser absolutamente honrada conmigo; no habría más malentendidos. Juró que no se había acostado ni con Evarts ni con el director, que ella era siempre absolutamente sincera conmigo. Que jamás volvería a mentirme. Y para demostrarlo, me contó su asunto con Alice. Era una historia interesante, pero no demostraba nada, al menos según mi opinión. Aun así, fue interesante saber la verdad, desde luego.

37

Janelle vivió dos meses con Alice De Santis antes de darse cuenta de que Alice estaba enamorada de ella. Tardó tanto en darse cuenta porque de día trabajaban las dos mucho, Janelle estaba ocupadísima con las entrevistas que le preparaba su agente y Alice trabajaba muchas horas diseñando el vestuario de una película de gran presupuesto.

Tenían dormitorios independientes. Pero a veces, ya muy tarde, Alice entraba en el dormitorio de Janelle y se sentaba en la cama a charlar. Alice preparaba algo de comer y un chocolate caliente que las ayudase a dormir. Normalmente hablaban del trabajo. Janelle explicaba las insinuaciones sutiles, y a veces no tanto, que le habían hecho aquel día y se reían las dos. Alice nunca le decía a Janelle que alentaba esta actitud de los hombres con sus encantos de beldad sureña.

Alice era una mujer alta, de aspecto impresionante, muy práctica y dura hacia el mundo exterior. Pero con Janelle era suave y amable. Le daba siempre un beso fraterno antes de acostarse cada una en su habitación. Janelle la admiraba por su inteligencia y eficacia en el campo del diseño.

Alice terminó su tarea en la película al mismo tiempo que apareció Richard, el hijo de Janelle, a pasar parte de sus vacaciones de verano con su madre. Normalmente, cuando iba a visitarla su hijo, Janelle consagraba todo su tiempo a pasearle por Los Angeles, llevarle a los espectáculos, a patinar, a Disneylandia. A veces, alquilaba un pequeño apartamento en la playa por una semana. Siempre disfrutaba con la visita de su hijo y se sentía muy feliz el mes que estaba con ella. Este verano en concreto consiguió un pequeño papel en una serie de televisión, que la mantendría ocupada la mayor parte del tiempo pero que le proporcionaría también dinero para vivir durante un año. Empezó a escribir una larga carta a su ex marido para explicarle por qué Richard no podría visitarla aquel verano, y luego apoyó la cabeza en la mesa y empezó a llorar. Tenía la sensación de estar en realidad deshaciéndose de su hijo.

Fue Alice quien la salvó. Le dijo que dejase venir a Richard. Se comprometió a hacerse cargo de él. Dijo que le llevaría a visitar a Janelle en los estudios para que la viese trabajar y que se lo llevaría luego antes de que pusiese nervioso al director. Ella se encargaría del muchacho de día. Luego Janelle podría estar con él de noche. Janelle se sintió enormemente agradecida.

Y cuando llegó Richard a pasar un mes, se divirtieron mucho juntos. Janelle volvía del trabajo al apartamento y Alice y Richard estaban esperándola para pasar una noche en la ciudad. Iban los tres al cine y luego tomaban algo ya tarde. Resultaba tan cómodo y tan agradable. Janelle se dio cuenta de que ella y su antiguo marido nunca lo habían pasado tan bien con Richard como lo estaban pasando con Alice. Eran casi una familia perfecta. Alice nunca discutía ni le hacía reproches. Richard nunca se ponía hosco ni desobediente. Vivía lo que quizá fuese un sueño infantil. Una vida con dos madres devotas y sin padre. Quería mucho a Alice porque le mimaba en algunas cosas y sólo raras veces se ponía seria. Le daba lecciones de tenis durante el día y jugaban los dos. Le enseñó juegos y le enseñó también a bailar. En realidad, Alice era el padre perfecto. Era atlética y equilibrada, y carecía de la dureza de un padre, no tenía el instinto de dominio del varón. Richard reaccionaba con ella magníficamente. Nunca se había mostrado tan cariñoso con su madre. Ayudaba a Alice a servirle la cena a Janelle después del trabajo y luego se quedaba mirando a las dos arreglarse para salir con él por la ciudad. Le encantaba también engalanarse, ponerse los pantalones blancos y la chaqueta azul oscuro, y la camisa blanca de frunces sin corbata. Le gustaba mucho California.

Cuando llegó el día de su partida, Alice y Janelle le llevaron al avión a medianoche y luego, al fin otra vez solas, se dieron la mano con el suspiro de alivio de la pareja que despide a un huésped. Janelle se sintió tan enormemente conmovida que le dio a Alice un apretado abrazo y un beso. Alice volvió la cara para recibir el beso en su boca suave, delicada y fina. Por una fracción de segundo mantuvo los labios de Janelle en los suyos.

Cuando volvieron al apartamento tomaron el chocolate como si nada hubiese pasado. Se acostaron. Pero Janelle estaba inquieta. Llamó a la puerta del dormitorio de Alice, entró. Le sorprendió encontrar a Alice desvestida, en ropa interior. Aunque delgada, Alice tenía un pecho pleno y llevaba un sostén muy ceñido. Se habían visto, claro, en diversos estados de desnudez. Pero esa vez Alice se quitó el sostén, dejando libres sus pechos, y miró a Janelle con una sonrisilla.

Janelle, al ver los pechos de Alice, sintió una oleada de excitación sexual. Se dio cuenta de que se ruborizaba. No había pensado que pudiese atraerla otra mujer. Sobre todo después de lo de la señora Wartberg. Así que cuando Alice se deslizó entre las sábanas, Janelle se sentó con naturalidad al borde de la cama y hablaron de lo bien que lo habían pasado con Richard. Pero de pronto Alice se echó a llorar.

Janelle le dio unas palmadas en la cabeza y le dijo, en tono preocupado:

—¿Qué pasa, Alice?

Ambas sabían que estaban representando una comedia que les permitiría hacer lo que las dos querían hacer.

—No tengo a nadie a quien amar —dijo Alice, gimoteando—. No tengo a nadie a quien amar.

Por un momento Janelle, con una parte de su mente, estableció un distanciamiento irónico. Aquella escena la había interpretado con amantes masculinos. Pero la cálida gratitud que sentía por Alice, la oleada de excitación que le habían provocado sus grandes senos, eran mucho más prometedores que los dones de la ironía. También a ella le encantaba representar escenas. Destapó a Alice y acarició sus pechos, observando con curiosidad cómo se erguían los pezones. Luego, inclinó su cabeza rubia y cubrió con la boca un pezón. El efecto fue extraordinario.

Sintió que una enorme paz líquida fluía a través de su cuerpo mientras chupaba el pezón de Alice. Se sentía casi como una niña. El pecho era tan cálido, tenía un sabor tan dulce en la boca. Deslizó entonces su cuerpo junto al de Alice, pero se negó a dejar el pezón aunque las manos de Alice empezaron a presionar su cuello con firmeza creciente, intentando bajarle más la cabeza. Por último, Alice la dejó seguir con el pecho. Janelle murmuraba mientras chupaba con los murmullos de una niña erótica, y Alice acariciaba la rubia cabeza, deteniéndose sólo un momento para apagar la luz de la mesita de modo que pudiesen estar a oscuras. Por último, mucho tiempo después, con un suave suspiro de placer satisfecho, Janelle dejó de chupar el pezón de Alice y metió la cabeza entre las piernas de su compañera. Un rato más tarde cayó en un sueño exhausto. Cuando despertó, se encontró con que Alice la había desvestido y estaba desnuda en la cama con ella. Dormían abrazadas en completo abandono, como dos niñas inocentes y con la misma paz.

Así empezó lo que habría de ser para Janelle la relación sexual más satisfactoria que tuviera hasta entonces. No era que estuviese enamorada, que no lo estaba. Alice estaba enamorada de ella. Eso era en parte la razón de que resultase tan satisfactorio. Además, le encantaba chupar un pecho lleno y era un descubrimiento nuevo y asombroso. Y se sentía con Alice absolutamente desinhibida y su completo señor y dueño. Lo cual era magnífico. No tenía que jugar su papel de beldad sureña.

Lo curioso de la relación era que Janelle, dulce y suave y femenina, era, en la relación sexual, la agresiva, la dominante. Alice, pese a que parecía algo masculina, aunque muy dulcemente, era en realidad la mujer de la pareja. Fue Alice la que convirtió su dormitorio (compartían ahora la cama) en una coquetona habitación de mujer, con muñecas colgando de las paredes, contraventanas y cortinas especiales y toda clase de cachivaches. El dormitorio de Janelle, que seguían manteniendo igual por las apariencias, estaba sucio, revuelto y desordenado como el de un niño.

Parte de la emoción de las relaciones estribaba para Janelle en el hecho de que podía representar el papel de un hombre. No sólo sexualmente, sino en la vida cotidiana, en los pequeños detalles de la rutina diaria. En la casa era descuidada de un modo masculino. Mientras que Alice se molestaba siempre en tener un aspecto atractivo para Janelle. Janelle hacía incluso cosas típicas del varón, como agarrar a Alice por la entrepierna cuando se cruzaba con ella en la cocina, o tocarle los pechos. A Janelle le encantaba hacer el papel masculino. Obligaba a Alice a hacer el amor. En esos momentos, se sentía mucho más excitada de lo que jamás se hubiese sentido con un hombre. Además, aunque las dos seguían teniendo relaciones con hombres, inevitables en sus profesiones, sólo Janelle disfrutaba aún pasando una velada con un varón. Sólo Janelle pasaba aún la noche fuera de vez en cuando. Cuando volvía, por la mañana, encontraba a Alice literalmente enferma de celos. Tan enferma, de hecho, que Janelle se asustaba y consideraba la posibilidad de abandonarla. Alice nunca pasaba la noche fuera. Y cuando se quedaba hasta tarde, nunca se preocupaba Janelle de si estaba o no con un hombre. Le daba igual. Para ella, una cosa no tenía nada que ver con la otra.

Pero, gradualmente, pasó a quedar sobreentendido que Janelle era una persona libre. Que podía hacer lo que le diese la gana. Que no tenía por qué rendir cuentas. En parte porque era tan guapa que le resultaba difícil eludir las atenciones y las llamadas telefónicas de todos los hombres con que entraba en contacto: actores, ayudantes de dirección, agentes, productores, directores. Pero gradualmente también, en el año que llevaban viviendo juntas, Janelle fue perdiendo interés en las relaciones sexuales con los hombres. Pasaron a resultarle insatisfactorias. No tanto físicamente como por el hecho de que era distinta la relación de poder. Podía sentir, o imaginaba que sentía, la misma sensación de dominio sobre ella que sentían los hombres después de conseguir llevársela a la cama. Pasaban a estar demasiado seguros de sí mismos, demasiado satisfechos. Esperaban demasiadas atenciones. Atenciones que ella no tenía ganas de prodigar. Además, encontraba en Alice algo que nunca había hallado en ningún hombre. Una confianza absoluta. Nunca tenía la sensación de que Alice pudiese hablar mal de ella o menospreciarla. O que fuese a traicionarla con otra mujer o con un hombre. Ni que fuese a engañarla en cuestiones materiales o a no cumplir una promesa. Muchos de los hombres que conocía eran muy amigos de prodigar promesas que nunca cumplían. Con Alice se sentía verdaderamente feliz. Porque procuraba conseguir su felicidad, fuese como fuese.

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